el martes.
CAPITULO 9
Vianello y Brunetti se encontraron frente a la Banca di Roma, debajo del reloj, a las siete y cuarto del martes, acompanados por sus respectivas esposas, que habian mostrado, si no entusiasmo, por lo menos, la suficiente curiosidad para avenirse a asistir a la reunion.
Despues de que las mujeres intercambiaran besos, los cuatro se alejaron de Rialto, camino de San Giacomo dell'Orio. Las mujeres iban detras de Vianello y Brunetti, mirando escaparates y haciendo comentarios tanto sobre los articulos expuestos como, al igual que todos los venecianos, sobre los cambios que se habian producido en el caracter de las tiendas durante los ultimos anos, orientados a satisfacer los gustos de los turistas.
– Ellos, por lo menos, siguen aqui -dijo Paola parandose frente al escaparate de Mascari para admirar los frutos secos.
Nadia, por lo menos un palmo mas baja y bastante mas ancha que Paola, dijo:
– Mi madre todavia habla de cuando te envolvian la compra en papel de periodico. Ahora vive en Dolo con mi hermano, pero aun pide los higos de Mascari. No los come, si no reconoce el papel. -Meneando la cabeza con resignacion, reanudo la marcha detras de los hombres, que ya se habian perdido de vista.
Al salir a
En lo alto del segundo tramo de escaleras, salia al rellano un murmullo de voces. Brunetti, sin saber si llamar con los nudillos a la puerta abierta, se asomo al recibidor y grito:
– ?
Por una puerta de mano derecha aparecio una mujer baja, de cabello castano claro, que asio la mano de cada uno de ellos entre las dos suyas y les dio un beso en cada mejilla, diciendo ceremoniosamente:
– Bienvenidos a nuestra casa. -Hizo que la frase sonara como si su casa fuera tambien la casa de ellos.
Tenia ojos oscuros, con el borde exterior del parpado sesgado hacia abajo, lo que daba a su rostro un aire francamente oriental, aunque su fina nariz y su cutis claro tenian que ser europeos.
– Pasen a reunirse con los otros. -La mujer volvio a sonreir antes de dar media vuelta para guiarlos a otra habitacion. Era una sonrisa que indicaba el enorme placer que su presencia le producia.
Por el camino, Brunetti y Vianello habian convenido en que -puesto que ignoraban las consecuencias legales que su presencia podia tener- seria preferible dar sus verdaderos nombres, pero la franca e incondicional hospitalidad de la mujer habia obviado la cuestion.
La sala a la que fueron conducidos tenia una larga hilera de ventanas que, lamentablemente, daban a las ventanas de la casa de enfrente. Una veintena de personas estaban de pie junto a una mesa arrimada a una pared, en la que se veian vasos y una hilera de botellas de agua mineral y zumos de fruta. Varias filas de sillas plegables estaban colocadas de espaldas a las ventanas, de cara a un sillon de alto respaldo, situado contra la pared del fondo. Nadie fumaba.
– ?Desean beber algo? -pregunto la anfitriona.
En respuesta a los deseos expresados por los recien llegados, sirvio zumos a las senoras y agua mineral a los caballeros. Mirando en derredor, Brunetti observo que esta eleccion era la norma.
Los hombres, lo mismo que el y Vianello, vestian de americana y corbata, y las mujeres llevaban pantalon o falda por debajo de las rodillas. Ni una barba, ni un tatuaje a la vista, ni
Brunetti se volvio hacia Paola y la vio hablar con una pareja de mediana edad. Cerca de ella estaba Vianello, con su vaso en la mano, mientras Nadia sonreia a lo que le decia una mujer de pelo blanco que le habia puesto la mano en el antebrazo con familiaridad.
La habitacion estaba decorada con platos de ceramica con nombres de restaurantes y pizzerias. El mas proximo a Brunetti tenia pintados motivos folcloricos: una pareja ataviada con traje tipico -falda larga y zapatos altos la mujer, y pantalon bombacho y sombrero de ala ancha el hombre- sobre un paisaje presidido por un humeante volcan y bajo la inscripcion: «Pizzeria Vesuvio», en letras color de rosa formando arco.
En la pared del fondo, encima del sillon, estaba colgado un gran crucifijo con ramas de olivo insertadas en forma de aspa entre la madera y la pared. Por una puerta lateral, Brunetti vio una cocina con altos recipientes de cristal en la encimera que contenian pasta, arroz y azucar, y una reserva de zumos de fruta en envases de carton.
Volvio a mirar a Paola y oyo decir a la mujer de mediana edad:
– …sobre todo, si uno tiene hijos.
El hombre asintio, y Paola dijo:
– Desde luego.
Brunetti noto de pronto que a su espalda se apagaba el rumor de las conversaciones. Vio que Paola miraba hacia el silencio y el se volvio a su vez, para encararse con el.
En la pared de enfrente de la cocina se habia abierto una puerta y un hombre alto estaba de espaldas a ellos, cerrandola. Brunetti vio pelo gris, muy corto, una fina franja blanca sobre el cuello de una chaqueta negra y unas piernas muy largas, enfundadas en un deforme pantalon negro. El hombre cruzaba la habitacion. Tenia cejas muy pobladas, de un gris mas palido que el cabello, la nariz grande y la cara rasurada. Los ojos parecian casi negros, por el contraste con las cejas. La boca, cordial y relajada, mostraba una expresion que facilmente podia convertirse en sonrisa.
Mientras avanzaba lentamente, el hombre saludaba con un movimiento de la cabeza a algunos de los presentes, y a un par de ellos les dijo unas palabras y puso la mano en el brazo pero sin detener su avance hacia el sillon de la pared.
Como por tacito acuerdo, todos dejaron los vasos en la mesa y fueron hacia las bien alineadas sillas plegables. Brunetti, Vianello y sus conyuges se sentaron en la ultima fila. Desde su sitio, Brunetti podia ver no solo al hombre que ahora estaba frente a ellos sino el perfil de algunos de los que ocupaban las sillas de delante.
El hombre alto miro a la concurrencia y sonrio. Levanto la mano derecha, senalandolos con los dedos ligeramente arqueados, en un ademan que Brunetti habia visto en infinidad de cuadros que representan al Cristo resucitado. Pero el hombre no esbozo siquiera una bendicion sobre las cabezas de su auditorio.
La sonrisa que prometian sus labios florecio en el momento en que empezo a hablar.
– Me causa gran alegria encontrarme otra vez con vosotros, amigos, porque ello significa que, juntos, podemos contemplar la idea de hacer el bien en este mundo. Como sabeis, vivimos unos tiempos en los que no se aprecia mucho bien donde mas nos gustaria verlo. Ni vemos mucha virtud en las personas que tienen deber de dar ejemplo.
El hombre no especificaba, observo Brunetti, quienes podian ser tales personas. ?Politicos? ?Sacerdotes? ?Medicos? Segun Brunetti, tanto podia referirse a cineastas como a artistas de television.
– Pero, antes de que me pregunteis de quien hablo -prosiguio el hombre alzando las manos como para contener con el ademan sus preguntas no formuladas-, permitid que os diga que hablo de nosotros, de los que estamos en esta habitacion. -Sonrio como para dar a entender que bromeaba e invitarles a compartir su regocijo-. Es facil hablar de la obligacion de dar buen ejemplo que tienen los politicos, los curas, los obispos y que se yo quien. Pero no podemos obligarlos a comportarse del modo que creemos correcto si nosotros no estamos dispuestos a comprometernos a obrar con rectitud. -Callo un largo momento y anadio-: Y mucho me temo que ni aun asi.
»La unica persona en la que podemos influir para que haga lo que consideramos justo es cada uno de nosotros mismos. No la esposa, ni el marido, los hijos, los parientes, los amigos, los companeros de trabajo, ni los politicos a los que hemos elegido para que actuen en nombre nuestro. Podemos pedirselo, si, y podemos quejarnos de ellos cuando no hacen lo que consideramos correcto. Y podemos murmurar de nuestros vecinos. -