una vida, nada mas acabar la guerra. Me viene a la memoria el hambre, claro, y la sed, sobre todo, la sed. Recuerdo la sed y las caravanas de falangistas que venian a examinarnos buscando a gente de sus pueblos. Cuando identificaban a uno se lo llevaban sin hacer papeles ni nada. Apenas daban la vuelta a la primera curva se oian los disparos. Los fusilaban alli mismo.
– Cabrones.
– Y las viudas… ?Las viudas! Si una cosa he aprendido de esta guerra es que la atrocidad llama a la atrocidad. Llegaban viudas acompanadas por oficiales del campo a las que nosotros les habiamos matado al marido. Algunos de los nuestros hicieron tambien de las suyas, a que negarlo. Por ejemplo, esos malditos cenetistas abrieron las carceles y sumaron en sus filas a un monton de presos comunes, algunos asesinos, ladrones, violadores… Un error.
– Estoy de acuerdo contigo.
– Tampoco el Partido se quedo corto, amigo.
– No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, Tornell.
– Si, supongo, pero tanta barbarie se volvio contra nosotros. La violencia engendra violencia. Es un ciclo que ya no se puede romper. Las viudas nos daban mas miedo que los falangistas. Llegaban con el odio en la cara, recordaban a sus hombres, muertos, fusilados, y decian: «Ese, ese y ese…». Era horrible. Todo esto lo veo cada vez mas lejos, Higinio. Aqui no sufro por mi vida a cada momento y eso el cuerpo lo agradece. Me matan a trabajar, si, pero sigo vivo y vivo seguire. Cada dia que pasa es un dia mas que me acerco a la salud, a la libertad, saldre de aqui y vivire, lo juro.
– Si, pero no te olvides de los amigos. Todo tiene un precio.
– No me olvido, camarada, no me olvido.
Los domingos, Tornell solia contemplar ensimismado como las parejas, felices, se perdian entre los arboles a buscar un poco de intimidad. Los guardias civiles que patrullaban a lo lejos hacian la vista gorda. Sentia envidia por sus companeros, por aquellos que recibian visita y anhelaba ver a su mujer algun dia. Recordaba su olor, su risa. Recordaba como se marcaban los hoyuelos de sus mejillas cuando, al llegar del trabajo, le pellizcaba el trasero. «?Eres un picaro!», le decia haciendose la ofendida. Cuanto la habia echado de menos, ahora lo sabia.
Pero ya faltaba poco y consumia las horas muertas en imaginar como seria recibir visita como los otros presos que, por unas horas, parecian felices, como si no estuvieran penando en aquel lugar. Tampoco queria ilusionarse demasiado por si aquel segundo intento se frustraba y Tote no podia acudir.
Los festivos comia bastante bien, a veces se juntaban entre cinco y compraban una hogaza de pan que traian de Peguerinos y una asadura de las que subia la gente a vender desde Guadarrama. Aquello sabia a gloria. Y le hacia mucho bien al cuerpo, la verdad. Aquellos momentos de camaraderia, comiendo algo sabroso y ganado con el sudor de su frente, eran momentos de efimera felicidad, un ligero bienestar, un descanso en mitad de todo aquello que le habia tocado vivir. Alli el trabajo era muy duro, salian a las ocho hacia el tajo y solo les vigilaba uno de los guardianes. Tenian a varios presos que eran responsables de los demas y que hacian los recuentos al ir y al volver y antes del toque de silencio.
Nada que ver con los cabos de varas que habia conocido en otros campos. Ironias del destino, la mayor parte de ellos eran ex comisarios politicos ascendidos a presos de confianza. Sadicos que disfrutaban fustigando a sus propios companeros con vergajos de toro. Hijos de puta. Traidores.
Tornell recordaba lo que siempre le decia su comandante, Gerardo Cuaresma: «Tornell, cuidate de la gente que se da golpes de pecho, esos son los peores».
Y bien cierto que era. No les molestaban mucho con la religion y el adoctrinamiento, solamente querian que trabajaran bien y rapido. En eso aquel campo era muy distinto a los demas. Solo habia misa los domingos y era, en cierta medida, voluntaria. Habia que asistir para obtener un sello en el ticket que daba derecho a salir a dar una vuelta y a la comida del domingo que siempre era mejor, casi decente. Merecia la pena tragarse una misa por aquellos pequenos privilegios. Se permitia a algunos presos salir incluso a las fiestas de los pueblos cercanos con un salvoconducto y volver antes del toque de queda. En realidad no habia muchas fugas pero no era por falta de ganas. ?Adonde iban a ir? Los presos coincidian en que, mal del todo, no se comia. Sobre todo los que habian conocido otros campos como Tornell. Se habia dado incluso el caso de tipos que, como el, al venir de la prision y no estar acostumbrados a comer, se habian tomado dos cazos de rancho del doce y su estomago, al no estar preparado, les habia hecho caer enfermos. No es que la comida fuera nada del otro mundo. Era mala, pero habia almortas, garbanzos -pocos- y se notaba que algun hueso le echaban al caldo para darle sabor. Todo el mundo era consciente de que trabajando alli unos ocho anos se amortizaba la pena, y por eso habian acabado por claudicar. Una lastima, pero era demasiado lo que muchos habian pasado para llegar hasta alli, mientras que otros vivian en el extranjero con el dinero de la Republica. Aquella semana Tornell habia tenido, por desgracia, noticias de su comandante en la guerra, Cuaresma. El senor Liceran le habia enviado al almacen de la empresa San Roman a por mecha para unos barrenos. No habia contacto entre los tres destacamentos de presos que alli trabajaban y no solian ver a menudo a los de San Roman o construcciones Molan; asi que, dar un viaje al almacen era algo agradable, un paseo que permitia dejar el pico por un rato y tener noticias de otra gente. El almacenero le parecio un hombre educado.
– ?Eres nuevo? -le dijo.
– Si -contesto el-. Tu pareces veterano aqui.
– Llevo un tiempo, si, y el que me queda… -Aprovechando que estaban a solas siguio diciendo-: ?Donde luchaste?
– Cai prisionero en Teruel, estaba con la 41.? Division.
– ?Cono! ?En que regimiento?
– En el 23 -contesto Tornell.
– ?Yo estuve en el Estado Mayor en Teruel! Fui muy amigo de tu comandante, Gerardo Cuaresma. Llegue a teniente coronel.
– Usted perdone… yo no sabia.
– Apeame el tratamiento o nos buscas la ruina, hijo, ?como te llamas?
– Tornell, Juan Antonio Tornell.
– Pues mira Tornell, metete en la cabeza cuanto antes que aqui somos todos iguales: somos presos, simples presos. Ya no hay mandos, ni generales, ni sargentos, ni otras memeces. Tuteame y andate con ojo con no hacerlo. El Ejercito de la Republica no existe ya.
Juan Antonio bajo la cabeza, apesadumbrado.
– Soy Eduardo Saez de Aranaz, y aqui me tienes a tu disposicion. Para ti y para todos los companeros, simplemente Eduardo.
Entonces Tornell apunto:
– Cuando se ha… te has… te has referido a mi comandante has dicho que «eras su amigo»…
– Se pego un tiro cuando cayo Teruel.
– Vaya.
Se hizo un silencio.
– Era un gran tipo -dijo apenado.
Recordaba el triste incidente de los perros y la dinamita el dia en que fue hecho prisionero. El habia intentado ayudar a su superior a poner orden y habia leido la desilusion en los ojos del comandante.
Ambos sabian desde el principio que aquel hermoso sueno iba a la debacle.
– No te falta razon. Pero mira como hemos acabado todos. Fijate lo que son las cosas, yo soy de la misma promocion que Franco, el salio con el numero 247 de una hornada de trescientos tios y yo, con el 65.
– No esta mal.
– No. Franco nunca fue un tipo brillante. Es listo, pero no brillante. Fui profesor en la Academia de Infanteria de Toledo y el propio Franco vino a buscarme para llevarme con el a la Academia de Zaragoza. Di clase de tactica, armamento y tiro. Ensene arabe. Cuando la guerra, hice lo que debia, me porte como un militar y cumpli con mi obligacion. Yo, con la Republica. Me condenaron a muerte pero luego me conmutaron por treinta anos. Ahora, cuando viene por aqui, ni me saluda.
– ?Quien?
– Pues ?quien habia de ser? Franco.
– ?Franco viene por aqui? -Se hizo el sorprendido pues era vox populi que el dictador solia dejarse caer por