Tornell se aferraba con desesperacion a aquellos recuerdos. Cerraba los ojos y dejaba volar su mente viviendo aquellos momentos una y otra vez. Evadiendose de la realidad, rememorando los dias felices como unico escape. Eso no se lo podian quitar. Aguardaba impaciente la visita de Tote y, al menos, la espera era dulce.

Alli en Cuelgamuros no habia mucho con lo que matar el tiempo. Se sentia bien lejos del temor a las sacas o al maltrato de los guardianes de las carceles. Tan solo habia dos encargados que vigilaban al destacamento Carretera: uno era buen hombre. Tornell no acertaba a explicarse que hacia alli. Los presos le apodaban «el Poli bueno» y se llamaba Fermin. El otro era una mala persona, de las que se crecen con la guerra y con la dominacion sobre otras personas. Estaba alcoholizado y los presos le conocian como «el Amargao». Era un mal tipo, como para tenerle miedo. Tornell y sus companeros tenian muy claramente delimitada la duracion de los turnos de uno y otro. Si habia que hacer una visita al botiquin o acercarse al economato, era mejor hacerlo durante el turno de Fermin. Muchas tardes, antes de que avisaran para la cena, jugaban a los bolos en una pequena explanada frente a los barracones. Fermin incluso habia participado alguna que otra vez. Jugaba bastante bien. A pesar de la guerra, a veces se topaba uno con gente asi, de buen corazon. El otro, el guardian malo, habia sido legionario y decian por ahi que habia perdido la hombria por la explosion de una granada durante la toma de Bilbao. Liceran se reia de aquello y aseguraba que debia de ser mentira, pero quiza fuera aquel el motivo del odio enfermizo que el guardian malo sentia por todos los vascos. Aquellos dos eran el dia y la noche, aunque en lineas generales, incluso el Amargao, los dejaba vivir en paz.

Capitulo 6. El general

Por aquellas fechas, Roberto Aleman se hallaba en Figueras trabajando en aduanas. Disfrutaba de un puesto comodo, tranquilo, en el que se vivia bien gracias a las multiples requisas, con abundante tiempo libre y mejor alojamiento. ?Que mas se podia pedir? Los intentos de los contrabandistas por pasar a la peninsula diversas mercancias eran muchos y pese a que la corrupcion imperante les hacia mirar a menudo a otro lado; intervenian muchos alijos, por lo que el y sus hombres se hallaban bien servidos recuperandose del desgaste de la guerra y disfrutando de las mieles de la victoria. El, por su parte, despues de «su crisis» se sentia como anestesiado, sin ilusion. No veia el norte ni tenia objetivos claros, pero estaba decidido a no volver a dar problemas a la superioridad, asi que cumplia con su trabajo de la mejor manera posible e intentaba matar el tiempo leyendo. Leia todo lo que caia en sus manos, lo que se podia, lo que permitia la censura: mucha novela de aventuras, Doyle, Dumas y, sobre todo, Wilkie Collins. Le chiflaba. Aquellas lecturas le permitian evadirse y viajar en el tiempo a una epoca en que las cosas estaban claras, los malos eran malos y los buenos, buenos. La verdad era que estaba perdido. Vacio. Los libros eran, de largo, mucho mejor que el mundo en que vivia. Pese a la victoria que tanto celebraban unos y otros y que a el le daba igual. Por desgracia lo suyo era matar, la guerra, asaltar una cota, una posicion, un bunker y alli, en la oficina, se aburria. Sin saberlo anoraba la guerra. Se veia a si mismo como un loco, porque, ?como puede alguien sentirse comodo en una guerra? Era un soldado, lo habia descubierto por accidente, si. Por uno de esos extranos requiebros que, a veces, da la vida. Era lo que mejor sabia hacer y tenia serios problemas para adaptarse a una vida, digamos, normal. Habia leido algo al respecto pues no era tonto y habia llegado a cursar dos anos de Medicina. Aquello estaba descrito como fatiga de guerra, sindrome de estres postraumatico y habia sido estudiado en miles de casos tras la Primera Guerra Mundial. Aleman sabia que pese a conocer la causa de su posible trastorno, no tenia respuesta para algo asi. Intuia, sin querer reparar del todo en ello, que algo no funcionaba bien en el interior de su mente. Un buen dia llego un despacho de Capitania que le urgia a hacer el petate de inmediato y presentarse a la jornada siguiente a las siete de la tarde en un domicilio de la Gran Via madrilena. Se hacia referencia a «un inminente cambio de destino». Sin aclarar nada mas. Aquello le extrano sobremanera pero, como buen militar, estaba acostumbrado a obedecer ordenes sin preguntar y aquel repentino viaje suponia cierto aliciente en su ya de por si rutinaria y triste vida. Cuando, ya en Madrid, toco el timbre del domicilio que se le indicaba en el despacho, le abrio una famula impecablemente vestida con uniforme negro, bastante largo, rematado con un delantal y cofia de puntillas, estos ultimos de color blanco.

– Pase, senor -le dijo sin preguntar siquiera. Parecia evidente que alli le esperaban.

Aleman la siguio mientras ella le llevaba a un amplio despacho que aparecio tras una puerta corredera.

– ?Aleman! -dijo de pronto una voz que le resultaba familiar.

– Coronel Enriquez -contesto el cuadrandose al momento.

El dueno de la casa se echo a sus brazos, pues le profesaba un profundo y paternal afecto, a la vez que el recien llegado se percataba de que en sus galones brillaba ya la estrella de general.

– Perdon, ?que digo coronel! ?A sus ordenes, mi general!

– Dejate de idioteces, Roberto, estas en tu casa.

– Pero, yo… No sabia.

– Sientate, capitan. Descansa, descansa…

Y dicho esto, el anfitrion llamo a la criada, que les sirvio un par de copas de conac. El despacho era amplio, con grandes cristaleras y estaba tapizado por una inmensa libreria que lo ocupaba todo, repleta de volumenes de mil y una procedencias.

– Bueno, bueno… te preguntaras que haces aqui.

– Pues mas bien si.

– Te he mandado llamar, mejor dicho, trasladar. Vas a trabajar conmigo.

– Otra vez.

– Otra vez. Eres el mejor oficial que he tenido a mis ordenes y te necesito para un asunto.

– Lo que sea, mi general.

Entonces, Enriquez le miro con cara de pocos amigos y Aleman tuvo que rectificar:

– … bueno, lo que sea, Paco.

– Asi esta mejor. Pero antes de nada, ?como estas?

– Bien. ?Por que lo preguntas?

– Me refiero a tu… «crisis».

– Eso es historia.

– ?Tienes novia?

– No.

– Malo.

– Paco, no ocultare que no soy la Alegria de la Huerta, pero he aprendido a soportarme y me refugio en mi trabajo y en la lectura.

– Te quedas a cenar -dijo sin dar lugar a que el otro pudiera responder con una negativa-. Delfina ha preparado algo especial.

– ?Y la familia?

– Mis dos hijos, como sabras, han ido ascendiendo. Uno esta en Melilla y el otro de agregado en Argentina.

– ?Y las chicas?

– Tula se caso, vive con su marido en Burgos y Pacita ha salido de compras con mi esposa. Ya la veras, esta hecha una mujer… Dice mi Delfina que os va a casar.

– ?Como?

– Estas perdido, te lo advierto. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza…

Ambos estallaron en una carcajada mientras brindaban entrechocando las copas.

– ?Estas bien, entonces?

– Si, senor.

– No conseguiste hacerte matar en la Division Azul.

– No -dijo Aleman sonriendo con timidez, como el que se siente descubierto.

– No debian haberte permitido que te alistaras en esa locura. Era evidente que querias dejar este mundo.

El joven oficial oculto que seguia sintiendo lo mismo.

– Al menos, ganaste otro buen punado de condecoraciones.

– Chatarra -dijo Aleman con aire nostalgico.

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