para degollarla, pudimos reducirle. No crea usted, el tipo era un autentico animal: se llamaba Huberto Rullan Jimenez, alias «Paco el Cristo», «Rasputin» o «Melenas», era vecino de Martorell, un viejo conocido de las fuerzas de orden publico.

– Si, si, la prensa lo bautizo como «el degollador del puerto».

– Era un tipo primario, brutal, de mirada inyectada en sangre y mas de cien kilos de peso; un energumeno de aspecto imponente que llamaba la atencion porque lucia una barba muy poblada y una descuidada melena. Daba grima; el pelo y la barba eran muy rizados, de color negro azabache. Su nariz era grande y redonda, casi como un pegote anadido a aquel rostro de asesino que quedaba rematado por una unica ceja inmensa y amenazante. A mi me recordaba a un ogro de los que ilustraban los cuentos infantiles de mi infancia. Jesus, ?que especimen! Cuando lo presente en el juzgado la expectacion era maxima. Iba escoltado por dos guardias de asalto bien recios y, pese a hallarse esposado, el tipo se resistia y blasfemaba amenazando al tribunal, al fiscal e incluso a los numerosos periodistas que se habian dado cita ante aquel acontecimiento. Un salvaje. El abogado defensor que le toco en suerte, un vivo, alego que su cliente habia sido maltratado; pero tanto un servidor como los guardias que habian participado en la detencion mostrabamos suficientes moretones, contusiones, heridas y golpes, como para demostrar con veracidad que aquel animal se habia resistido violentamente a su captura. Aquello justificaba, de largo, que hubieramos tenido que emplearnos a fondo para reducir al inculpado que, dicho sea de paso, tenia la fuerza de cuatro hombres. Recuerdo que el juez desoyo con aire molesto aquellas alegaciones del letrado y rogo que se continuara con la vistilla.

– Bien hecho.

– Ademas, tuvimos la suerte de que el tipo habia confesado nada mas llegar a comisaria. Y no crea, senor Liceran, no se le toco un pelo. Yo mismo habia reunido pruebas mas que suficientes en apenas un par de dias. Las primeras, la enorme navaja cabritera que el detenido portaba en el momento de su detencion y una cuerda con evidentes manchas de sangre seca que escondia en el bolsillo del pantalon. En el registro del domicilio del inculpado se habian hallado asimismo trescientas pesetas cuyo origen no pudo aclarar, un anillo de oro con las iniciales D.G.L. grabadas, que fue identificado por los familiares de la primera victima del degollador del puerto como perteneciente a Dionisia Guarinos Lucientes, y un chal negro con bordados rojos que las companeras de la tercera victima de este presunto criminal reconocieron como perteneciente a la joven y que tenia manchas de sangre. El mismo Huberto Rullan nos condujo hasta el domicilio de otro perista, un gitano del barrio Chino, que confeso haber dado salida a una serie de joyas que los familiares de las jovenes asesinadas identificaron tras ser recuperadas: unos pendientes de plata, un anillo y una esclava de oro. Dada la abrumadora evidencia de las pruebas en contra del detenido, el fiscal solicito al senor juez la prision incondicional sin fianza para el reo.

– Recuerdo que la prensa se deshacia en elogios hacia usted.

Tornell sonrio al recordar tiempos felices.

– Si, el mismo juez me felicito publicamente. Recuerdo sus palabras: mostro su aprobacion por el trabajo desarrollado por la fuerza publica, asi como la pulcritud demostrada a la hora de presentar las pruebas ante el tribunal y decreto la prision incondicional, incomunicada y sin fianza, ordenando que el reo fuera juzgado antes de que pasara un mes de la fecha de aquella vista.

– Le caeria perpetua.

– En efecto, seis meses despues, Huberto Rullan, popularmente conocido ya como el degollador del puerto fue sentenciado a cadena perpetua por los crimenes que, segun considero probado el tribunal, el imputado habia perpetrado junto al puerto de Barcelona. La prensa se deshizo en elogios hacia la brillante labor de las fuerzas policiales, me encumbraron. No crea, senor Liceran, tampoco me volvi loco con las lisonjas. En este pais nos gusta subir a la gente a los altares para luego dejarla caer.

– Cierto es -apunto el capataz que comenzaba a sospechar que aquel era hombre templado. Le gustaba.

– Reconozco que en aquel momento la cosa me halago, no en vano a la Republica le interesaba dar publicidad a asuntos como aquel. Yo era joven y mi estrella ascendente. Ademas, era simpatizante de las izquierdas y aquello me convirtio en el personaje de moda. Asi me lo hicieron saber desde el propio Ministerio de la Gobernacion. Segun ellos, yo era la imagen del futuro, un hombre preparado, de ideas abiertas, la sangre nueva de la Republica que habia probado la segura implicacion en los hechos de aquel criminal. Nunca me gustaron los politicos ni sus manejos. Los diarios mas sensacionalistas abundaron en los detalles mas sordidos de la vida del reo, Huberto Rullan, de profesion ebanista pero con antecedentes policiales por robo con extorsion, proxenetismo, escandalo publico y estafa. Un mal hombre, hijo de prostituta fallecida por la sifilis y padre desconocido que habia conocido la dureza de las calles desde nino. Se decia que de joven habia flirteado con el anarquismo mas violento y era temido y respetado en prision por su caracter impulsivo y su inmenso tamano. Habia vivido en Paris, aunque tuvo que huir de Francia tras un atraco cometido en Toulouse, y se le habia relacionado con los «hombres de accion» del sindicalismo catalan, los pistoleros de Garcia Oliver, con los que habia terminado mal por su aficion a gastar el dinero de la organizacion en vino y prostitutas. Alto, de mas de uno noventa de estatura, su mas que evidente sobrepeso hacia de el un ejemplar imponente, una bestia. Sus victimas, mujeres indefensas, no tuvieron ni una sola oportunidad. Segun quedo probado en el juicio, el movil no era otro sino el robo, ya que las jovenes prostitutas, pobres desgraciadas, pululaban indefensas por los lugares mas peligrosos de la ciudad donde eran presa facil para este sadico. Me alegro mucho apartar de la circulacion a un tipo asi.

Liceran, satisfecho por su nueva adquisicion, saco su cantimplora y ofrecio al preso un trago de conac. Este, mas reconfortado, miro al infinito con la mirada perdida en el camino, como el conductor. Parecia pensar en sus cosas, como recobrando el aire triston que le acompanaba al salir de prision y que habia abandonado por unos minutos al hablar de tiempos mejores. El capataz conocia muy bien aquella mirada, la mirada de la derrota. Una pena.

Capitulo 4. El nuevo

Cuando Liceran llego a Cuelgamuros con los nuevos prisioneros, Colas Berruezo se cuadro ante aquel pobre resto de piel y huesos en que habia acabado convertido Tornell.

– Pero ?que haces? -dijo el capataz propinandole un empellon. Aquel tipo de cosas no podia sino traerles problemas. El Ejercito de la Republica ya no existia.

– Perdone, senor Liceran, es que aqui tiene usted presente al teniente con mas cojones de la 41.? Division - dijo el cantero a modo de excusa.

– Berruezo -dijo el recien llegado con aquella voz que apenas si le salia del cuerpo-, no te veia desde…

– Desde Teruel -contesto el otro-. Le debo la vida, mi teniente, usted me enseno a sobrevivir en la guerra y…

– No, no, Colas, yo si que te la debo a ti… a ti…

Ambos se abrazaron sin poder evitar las lagrimas. Permanecieron asi durante un buen rato, fundidos en uno y llorando como ninos. Liceran comenzo a hacerse una idea de lo que aquellos dos hombres debian de haber pasado. Creyo oportuno intervenir.

– Ojo, ya sabeis que aqui no hay ya ni tenientes, ni sargentos, ni hostias. Todos sois prisioneros. Ni se os ocurra volver a hablar en esos terminos, ?entendido? No hay Ejercito Popular. Cuidado con esas cosas que aqui os limpian, ?eh?

Los dos asintieron con aire sumiso.

– Disculpe usted -dijo Colas-. Ha sido la emocion.

Liceran, al ver que Banus les miraba de reojo, musito pollo bajo:

– Bueno, bueno, no llamemos mas la atencion. Daos un paseo y poneos al dia. ?Andando!

– Gracias, senor Liceran -contesto Colas tomando al recien llegado por el brazo.

El capataz no pudo reprimir que una lagrima asomara a sus ojos al ver a los dos amigos alejarse. Tornell se apoyaba con dificultad en Berruezo. ?Que pena ver asi a hombres que fueron tan valientes! Intento disimular.

En los dias que siguieron a la llegada de Tornell, el senor Liceran no tuvo motivos de queja con respecto al nuevo. Apenas si podia con su alma, pero comenzo trabajando con una energia que, dado su estado fisico, sorprendio al veterano capataz. Nada mas llegar a Cuelgamuros, se produjo un espectacular cambio en el penado. Acostumbrado a estar encerrado, la contemplacion de apenas una fanega de campo abierto le ilumino los ojos. Se notaba que su mirada era otra. Dicen que la mente y la presencia de animo lo pueden todo y, en este caso, dicha

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