los de sus tres ninas, a las que los soldados japoneses habian abierto en canal con sus espadas. Cuando los soldados amontonaron los cuerpos de las ninas junto con los cadaveres de los otros pequenos del mismo edificio, uno de esos hombres sujeto firmemente la cabeza de Ying-ying entre sus manos forzandola a mirar como los minusculos intestinos de sus hijas se derramaban por el suelo y los perros de los guardias acababan peleandose por ellos. Arrastraron a su marido y al resto de los hombres a la calle, los marcaron y los ataron a unos postes; entonces, los generales japoneses ordenaron a los soldados que se entrenaran traspasandoles con sus bayonetas.

Me levante de la mesa sin que se dieran cuenta y corri afuera para jugar con el gato que vivia en el jardin de los Pomerantsev. Era un gato callejero con las orejas desgarradas y un ojo ciego, pero estaba poniendose gordo y satisfecho gracias a las atenciones de Olga. Presione mi rostro contra su pelaje almizcle y llore. Historias como la de Ying-ying se rumoreaban por todo Harbin, e incluso yo misma habia sido testigo de suficientes muestras de crueldad por parte de los japoneses como para odiarlos.

Los japoneses se anexionaron Manchuria en 1937, aunque, en realidad, la habian invadido seis anos antes. A medida que la guerra se fue recrudeciendo, los japoneses publicaron un edicto para que todo el arroz se destinara a su ejercito. Los chinos se vieron forzados a alimentarse basicamente de bellotas, que los mas jovenes y los enfermos no podian digerir. Un dia, volvia corriendo de la escuela por el serpenteante y frondoso sendero que flanqueaba el rio al lado de nuestra casa. El nuevo director japones nos habia dejado salir temprano, y nos habia ordenado que volvieramos a casa y les contaramos a nuestros padres las ultimas victorias japonesas en Mancharia. Llevaba puesto mi nuevo uniforme blanco, y me entretenia observando los motivos que la luz del sol dibujaba sobre mi al filtrarse entre los arboles bajo los que correteaba. Me cruce con el doctor Chou, el medico del pueblo. El doctor Chou conocia tanto la medicina occidental como la tradicional, y en ese momento llevaba una caja de frascos bajo el brazo. Era conocido por su elegancia en el vestir, y aquel dia iba engalanado con un traje entallado y una gabardina al estilo occidental, y con un sombrero panama. El tiempo suave parecia complacerle a el tambien, y nos sonreimos mutuamente.

Despues de cruzarme con el medico, llegue al recodo del rio. Alli el bosque era mas oscuro y las plantas trepadoras envolvian los arboles. Me sorprendi al oir un chillido penetrante, y me pare en seco cuando un agricultor chino con el rostro magullado y herido paso tambaleandose junto a mi. Un grupo de soldados japoneses salto de entre la vegetacion tras el y nos rodeo a ambos, agitando las bayonetas. El jefe saco su espada y la presiono bajo la barbilla del hombre, dejando una marca en la piel de su cuello. Le obligo a que le mirara directamente a los ojos, pero yo pude percibir en la turbiedad de aquellos ojos y en la flacidez de su boca que la luz se habia extinguido en su ser. La chaqueta del agricultor estaba chorreando, y uno de los soldados saco un cuchillo y rasgo la parte izquierda. Montones de arroz humedo cayeron al suelo.

Los soldados obligaron al hombre a arrodillarse, riendose de el y aullando como lobos. El jefe de la cuadrilla hundio la espada en la otra parte de la chaqueta del hombre y el arroz broto mezclado con sangre. Un hilo de vomito surgio de los labios del hombre. Escuche un ruido de cristales rotos y me volvi para ver de donde procedia. El doctor Chou estaba detras de mi, con sus frascos rotos cuyo contenido se derramaba por el sendero pedregoso. El horror quedo grabado en los surcos de su rostro. Di un paso atras, sin que los soldados se dieran cuenta, hacia sus brazos extendidos.

Los soldados grunian, excitados por el olor a sangre y miedo. El jefe tiro de la camisa del prisionero, dejando al descubierto su cuello. De un solo mandoble, corto la cabeza del hombre a la altura de los hombros. La masa de carne sanguinolenta rodo hacia el rio, coloreando sus aguas como el vino de sorghum. El cadaver se mantenia erguido, como si estuviera rezando, y de el manaba la sangre a borbotones. Los soldados seguian observandolo tranquilamente, sin un apice de culpabilidad o de repugnancia. Los charcos de sangre y fluidos se mezclaban a nuestros pies, tinendonos los zapatos, y los soldados se echaron a reir. El asesino levanto la espada para observarla a contraluz, y fruncio el ceno al ver la sangre mugrienta goteando. Miro a su alrededor buscando algo con lo que limpiarla hasta que poso la mirada en mi vestido. Me agarro, pero el doctor, enfurecido, me empujo bajo su abrigo mientras murmuraba maldiciones contra los soldados. El jefe sonrio, confundiendo las maldiciones del doctor por protestas, y limpio la espada reluciente en el hombro del medico. Esto debio de repugnar al doctor Chou, que acababa de presenciar el asesinato de un compatriota chino, pero el permanecio en silencio para protegerme.

En aquel entonces, mi padre todavia estaba vivo y, esa misma noche, despues de acostarme y escuchar mi historia conteniendo la rabia, oi como le decia a mi madre en el rellano:

– Sus propios lideres les tratan de un modo tan cruel que han perdido cualquier parecido con los seres humanos. La culpa es de sus generales.

Al principio, el general no significo un cambio esencial para nuestras vidas y se mantuvo apartado de nosotras. Aparecio con un futon, un hornillo de gas y un gran baul. Solo nos percatabamos de su existencia cada manana, justo despues del amanecer, cuando el coche negro se acercaba a la verja y las gallinas del patio revoloteaban al pasar el general entre ellas. Y despues, por las noches, cuando volvia tarde con el cansancio en los ojos, y dirigia un saludo con la cabeza a mi madre y a mi me sonreia antes de retirarse a su habitacion.

El general demostraba unos modales sorprendentemente buenos para ser un miembro del ejercito de ocupacion. Pagaba el alquiler y todo lo que utilizaba y, al poco tiempo, comenzo a traer a casa objetos que estaban racionados o prohibidos, como por ejemplo, arroz y pastelillos de soja. Colocaba estos manjares envueltos en un pano sobre la mesa del comedor o la encimera de la cocina antes de irse a su cuarto. Mi madre observaba estos paquetes con recelo y nunca los tocaba, pero no impedia que yo aceptara los regalos. El general acabo por entender que la buena voluntad de mi madre no podia comprarse con objetos que se les habian confiscado a los chinos, por lo que pronto comenzo a complementar los regalos con pequenas reparaciones anonimas. Un buen dia, nos encontrabamos con que una ventana que antes estaba atascada habia sido reparada; otro dia, una puerta que chirriaba habia sido engrasada, o una esquina por la que entraba el aire habia sido sellada.

Sin embargo, la presencia del general no tardo en hacerse mas invasiva, como la de una planta enredadera que se abre camino para acabar conquistando todo el jardin.

El decimocuarto dia tras la muerte de mi padre, hicimos una visita a los Pomerantsev. La comida resulto mas alegre de lo habitual, aunque solo estuvieramos los cuatro, ya que los Liu ya no aparecian cuando se les invitaba.

Boris logro comprar vodka, e incluso me dejaron beber un poco para «calentarme». Boris nos entretenia quitandose repentinamente el sombrero y mostrandonos su cortisimo pelo. Mi madre le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza y bromeo:

– Boris, ?quien te ha podido hacer algo tan cruel? Pareces un gato siames.

Olga, que nos estaba sirviendo un poco mas de vodka mientras se mofaba de mi, disimulando olvidarse de mi vaso varias veces, fruncio el ceno y replico:

– ?Le pago a alguien para que le hicieran eso! Un extravagante barbero chino del casco antiguo.

Su marido sonrio mostrando una dentadura amarilla y feliz, y explico alegremente:

– Esta disgustada porque estoy mejor que cuando me lo corta ella.

– Cuando te vi con esa pinta de idiota, por poco le dio algo a mi viejo y debil corazon -replico su mujer.

Boris cogio la botella de vodka y sirvio otra ronda a todo el mundo menos a su mujer. Cuando ella le miro contrariada, el arqueo las cejas y dijo:

– Cuida ahora un poco de tu viejo y debil corazon, Olga.

Mi madre y yo volvimos a casa a pie, cogidas de la mano y dandoles patadas a los cumulos de nieve recien caida. Ella me canto una cancion sobre la recogida de champinones. Siempre que se reia, de la boca le salian flotando pequenas bocanadas de vapor. Estaba preciosa, a pesar de la pena que se reflejaba en su mirada. Me hubiera gustado parecerme a ella, pero yo habia heredado el pelo rubio rojizo, los ojos azules y las pecas de mi padre.

Cuando llegamos a nuestra casa, la mirada de mi madre se endurecio al ver un farolillo japones colgado en la verja. Me introdujo en casa apresuradamente, despojandose de su propio abrigo y botas antes de ayudarme con los mios. Salto hasta alcanzar la puerta del salon, apremiandome para que me diera prisa y no cogiera un resfriado por pisar descalza las baldosas del suelo de la entrada. Cuando se volvio hacia la habitacion, se erizo como un gato aterrorizado. Entre detras de ella. Amontonados en una esquina estaban nuestros muebles bajo un pano rojo. Junto a ellos, la ventana de la habitacion se habia convertido en un santuario completo con un pergamino japones y un arreglo floral de ikebana. Las alfombras habian desaparecido y habian sido sustituidas por

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