sola palabra.

Al dia siguiente, el general desmantelo la piscina y nos ofrecio la madera para hacer fuego. Retiro las alfombrillas de tatami y coloco nuevamente las alfombras turcas y las esteras de piel de carnero por las que mi padre habia cambiado su reloj de oro.

Aquella tarde, me pregunto si podia tomar prestada mi bicicleta. Mi madre y yo observamos a traves de las cortinas al general dirigirse lentamente hacia la carretera. Mi bicicleta no era lo bastante grande para el. Los pedales le quedaban pequenos, de modo que a cada rotacion de las piernas, sus rodillas se elevaban por encima de las caderas. Pero montaba en bicicleta con habilidad y, a los pocos minutos, desaparecio entre los arboles.

Para cuando el general regreso, mi madre y yo ya habiamos colocado los muebles y las alfombras practicamente en el mismo lugar en el que estaban antes.

El general miro con atencion a su alrededor. Una sombra paso por su rostro.

– Deseaba embellecerla para ustedes, pero no lo he conseguido -dijo mientras examinaba con el pie la alfombra magenta que ocupaba el lugar en el que habia estado su tatami-. Quizas somos demasiado diferentes.

Mi madre estuvo a punto de sonreir, pero se contuvo. Pense que el general iba a marcharse, pero se volvio una vez mas para mirarla, no como un digno militar, sino mas bien como un nino timido al que su madre acababa de reganar.

– Puede que haya encontrado algo sobre cuya belleza podamos ponernos de acuerdo -dijo, mientras se rebuscaba en el bolsillo y sacaba de el una caja de cristal.

Mi madre vacilo antes de cogersela de las manos, pero, al final, no pudo resistirse a su propia curiosidad. Me incline hacia delante, obligandome a ver lo que el general habia traido. Mi madre abrio la tapa, y un delicado aroma fluyo por el aire. Supe lo que era instantaneamente, aunque no lo habia experimentado nunca antes. El perfume se intensifico, flotando por toda la habitacion y envolviendonos en su encanto. Era una mezcla de magia y romance, de exotismo oriental y decadencia occidental. Me provoco un dolor en el corazon y hormigueo en la piel.

Mi madre me miraba fijamente. Sus ojos brillaban a causa de las lagrimas. Me tendio la caja y pude contemplar en su interior la flor de un blanco cremoso. La imagen de aquella flor perfecta envuelta en un follaje de satinadas hojas verdes evoco en mi la imagen de un lugar envuelto en luz moteada, donde las aves cantaban dia y noche. Deseaba llorar al ver tanta belleza, porque supe en seguida el nombre de la flor, aunque hasta entonces no la habia visto mas que en mi imaginacion. La planta era originaria de China, pero era tropical, por lo que no crecia en Harbin, ya que las heladas alli eran brutales.

La de la gardenia blanca era una leyenda que mi padre nos habia contado a mi madre y a mi infinidad de veces. La primera vez que habia visto la flor habia sido cuando acompano a su familia al baile de estio del zar en el Gran Palacio. Nos describia a las mujeres con vestidos largos y joyas que chispeaban adornando sus cabellos; a los lacayos y los carruajes; y la cena, servida en mesas de cristal redondas, y compuesta por caviar fresco, ganso ahumado y sopa de sterlet. Mas tarde, hubo una exhibicion de fuegos artificiales coreografiada por la musica de La bella durmiente, de Tchaikovsky. Tras presentarse ante el zar y su familia, mi padre entro en una habitacion cuyas puertas de cristal se abrian de par en par al jardin. Aquella fue la primera vez que las vio. Los tiestos de porcelana con gardenias habian sido importados de China especialmente para la ocasion. En el aire veraniego, su delicado aroma resultaba embriagador. Daba la sensacion de que las flores asentian y recibian a mi padre con elegancia, como la zarina y sus hijas acababan de hacer momentos antes. A partir de aquel instante, mi padre habia quedado prendado del recuerdo de las noches blancas septentrionales y de una seductora flor cuyo perfume evocaba un paraiso.

Mas de una vez, mi padre habia tratado de comprar un frasco del perfume para que mi madre y yo tambien pudieramos revivir aquella remembranza; pero nadie en Harbin habia oido hablar de aquella fascinante flor, y todos sus esfuerzos fueron siempre en vano.

– ?Donde la ha conseguido? -le pregunto mi madre al general, mientras rozaba con la punta de los dedos los petalos cubiertos de rocio.

– De un chino llamado Huang -contesto-. Tiene un invernadero en las afueras de la ciudad.

Sin embargo, mi madre apenas escucho la respuesta, porque su mente estaba a un millon de kilometros en una noche de San Petersburgo. El general se dio media vuelta para marcharse. Le segui hasta el pie de las escaleras.

– Perdone, senor -le susurre-. ?Como lo sabia?

Arqueo las cejas y me miro fijamente. El cardenal de su mejilla habia adquirido un tono de color ciruela.

– ?Como sabia lo de la flor? -insisti.

Pero el general simplemente suspiro, me toco el hombro y dijo:

– Buenas noches.

Para cuando empezo la primavera y la nieve comenzo a derretirse, abundaba el rumor por todas partes de que los japoneses iban a perder la guerra. Por la noche, podia oir los aviones y los tiroteos, que, segun nos explico Boris, pertenecian a los sovieticos en lucha contra los japoneses a lo largo de la frontera. «Que Dios nos ayude -decia- si los sovieticos llegan aqui antes que los estadounidenses.»

Decidi descubrir si era verdad que los japoneses estaban perdiendo la guerra, y trame un plan para seguir a nuestro inquilino hasta su cuartel general. Mis dos primeros intentos de levantarme antes que el fueron infructuosos, porque me dormi incluso hasta mas tarde de mi hora habitual de despertarme; pero el tercer dia, amaneci sonando con mi padre. Estaba de pie ante mi, sonriendo, y me decia: «No te preocupes. Te dara la impresion de que estas sola, pero no sera asi. Enviare a alguien». Su imagen se desvanecio, y yo parpadee a causa de la luz del alba que se filtraba entre las cortinas. Salte de la cama y note el aire frio, pero solo tuve que ponerme el abrigo y el sombrero, ya que me habia preparado bien y habia dormido totalmente vestida, con las botas puestas. Me deslice afuera por la puerta de la cocina y por el lateral del garaje, donde tenia escondida la bicicleta. Me puse en cuclillas sobre la nieve fangosa y espere. Unos minutos mas tarde, el coche negro se acerco a la verja. La puerta principal se abrio y salio el general. Cuando el coche se marcho, salte sobre la bicicleta y pedalee furiosamente para lograr mantener una discreta distancia. El cielo estaba encapotado y el camino, oscuro y embarrado. Cuando llego al cruce de caminos, el coche se paro, y yo me escondi detras de un arbol. El conductor retrocedio unos metros y cambio de direccion, apartandose del camino que conducia al pueblo mas cercano, donde el general nos habia dicho que iba cada dia, para tomar la carretera principal rumbo a la ciudad. Me monte en la bicicleta de nuevo, pero cuando llegue al cruce, tropece contra una piedra y me cai, golpeandome el hombro contra el suelo. Me estremeci por el dolor, y mire hacia donde habia caido la bicicleta. Mi bota habia doblado los radios de la rueda delantera. Las lagrimas se me escaparon de los ojos mientras cojeaba colina arriba, llevando junto a mi la chirriante bicicleta.

Justo antes de llegar a casa, distingui a un hombre chino asomandose furtivamente de entre la arboleda junto al camino. Parecia que me estaba esperando, asi que cruce al otro lado y comence a correr con mi desbaratada bicicleta. Pero pronto me alcanzo, saludandome en perfecto ruso. Habia algo en sus ojos vidriosos que me daba miedo, y mi respuesta fue el silencio.

– ?Por que -pregunto, suspirando como si estuviera hablandole a una hermana traviesa- dejais que los japoneses se queden con vosotros?

– Nosotras no pudimos hacer nada -le conteste, todavia sin mirarle-. Sencillamente, el vino y no pudimos negarnos.

El chino cogio el manillar de la bicicleta, aparentando que me ayudaba a empujarla, y fue entonces cuando adverti sus guantes. Eran abultados y, por la forma que tenian, parecian contener manzanas en lugar de manos.

– Los japoneses son muy malos -continuo-. Han hecho cosas terribles. El pueblo chino no olvidara quienes le ayudaron y quienes ayudaron a los japoneses.

Su tono era amable y amistoso, pero aquellas palabras me produjeron un escalofrio, y me olvide del dolor en el hombro. El hombre dejo de empujar la bicicleta y la aparto a un lado. Yo queria correr, pero el miedo me paralizaba. Lenta y deliberadamente elevo un guante a la altura de mis ojos y lo retiro con la elegancia de un mago. Sostenia frente a mi un amasijo destrozado de carne mal cicatrizada, retorcida en un munon sin dedos. Grite de horror al verlo, pero sabia que no estaba ensenandomelo solo para impresionarme, sino tambien a modo

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