Mientras, varios grupos de moriscos empezaban a llegar empujando sin miramientos a las familias cristianas del pueblo, que fueron llevadas a empellones frente al altar, junto a Hernando y los tres eclesiasticos. Todo Juviles se habia reunido en el templo. Las mujeres moriscas empezaron a bailar alrededor de los cristianos, lanzando agudos «yu-yus» que producian con bruscos movimientos de lengua. Desde el suelo, atonito, Hernando observaba la escena: un hombre orinaba sobre el altar, otro se empenaba en cortar la maroma de la campana para silenciarla, mientras otros destrozaban a hachazos imagenes y retablos.

Frente al sacerdote y los demas cristianos se fueron amontonando los objetos de valor: calices, patenas, lamparas, vestiduras bordadas en oro... Todo ello entre la ensordecedora algazara que los gritos de los hombres y los canticos de las mujeres originaban en el interior de la iglesia. Hernando dirigio la mirada hacia dos fuertes moriscos que intentaban desgajar la puerta de oro del sagrario. El fragor del lelili dejo de retumbar en sus oidos y todos sus sentidos se concentraron en la imagen de los grandes pechos de su madre que oscilaban al ritmo de una danza delirante. La larga melena negra le caia sobre los hombros; su lengua aparecia y desaparecia freneticamente de su boca abierta.

—Madre —susurro. ?Que hacia? ?Aquello era una iglesia! Y ademas... ?como podia mostrarse asi ante todos los hombres...?

Como si hubiese escuchado aquel leve susurro, ella volvio el rostro hacia su hijo. A Hernando le parecio que lo hacia despacio, muy despacio, pero antes de que se diese cuenta, Aisha estaba plantada frente a el.

—Soltadlo —exigio jadeante a los moriscos que le vigilaban—. Es mi hijo. Es musulman.

Hernando no podia apartar su atencion de los grandes pechos de su madre, que ahora caian, flacidos.

—?Es el nazareno! —escucho que decia uno de los hombres a sus espaldas.

El mote le devolvio a la realidad. ?Otra vez el nazareno! Se volvio. Conocia al morisco: se trataba de un malencarado herrador con el que su padrastro discutia a menudo. Aisha agarro a su hijo de un brazo e intento arrastrarle consigo, pero el morisco se lo impidio de un manotazo.

—Espera a que tu hombre vuelva con las mulas —le dijo con sorna—. El decidira.

Madre e hijo cruzaron la mirada; ella tenia los ojos entrecerrados y los labios apretados, tremulos. De repente Aisha se volvio y echo a correr. El sacristan, al lado de Hernando, intento pasarle un brazo por los hombros, pero el muchacho, asustado, se zafo de el instintivamente y se volvio hasta donde le permitieron los guardianes para ver como su madre abandonaba la iglesia. Tan pronto como el cabello negro de Aisha desaparecio tras la puerta, el tumulto estallo de nuevo en sus oidos.

Todo Juviles era una zambra. Los moriscos cantaban y bailaban por las calles al son de panderos, sonajas, gaitas, atabales, flautas o dulzainas. Las puertas de las casas de los cristianos aparecian descerrajadas. Al entrar en su pueblo, Brahim se acomodo, orgulloso y apuesto, en la montura del caballo overo desde la que encabezaba una partida de moriscos armados. A la comitiva le costaba avanzar debido al tumulto que reinaba en las calles: hombres y mujeres danzaban a su alrededor, celebrando la revuelta.

El arriero se habia sumado al levantamiento en Cadiar, donde le sorprendio trajinando. Alli habia luchado codo a codo con el Partal y sus monfies contra una compania de cincuenta arcabuceros cristianos a la que aniquilaron.

Brahim pregunto por los cristianos del pueblo y varias personas, entre gritos y saltos, le senalaron la iglesia. Alli se dirigio para entrar en ella

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