Hernando desvio la mirada hacia su madre, que los observaba recostada contra una de las paredes de la pequena y limpia estancia que utilizaban como cocina, comedor y dormitorio provisional de sus hermanastros. Raissa y Zahara, sus dos hermanastras, se hallaban en pie junto a ella, a la espera de que los hombres terminasen de comer para poder hacerlo ellas a su vez. El mastico un trozo de cordero y sonrio a su madre.

Tras el cordero con cardos, Zahara, su hermanastra de once anos, trajo una bandeja de uvas pasas, pero Hernando ni siquiera tuvo tiempo de llevarse un par a la boca: un repiqueteo apagado, lejano, le obligo a erguir la cabeza. Sus hermanastros percibieron el gesto y dejaron de comer, atentos a su actitud; ninguno de los dos tenia la capacidad de prever con tanta anticipacion la llegada de las mulas.

—?La Vieja! —grito el pequeno Musa cuando el sonido de la mula se hizo perceptible para todos.

Hernando apreto los labios antes de volverse hacia su madre. Eran los cascos de la Vieja, parecia confirmar esta con su mirada. Luego trato de sonreir, pero el gesto se quedo en una mueca triste, similar a la que esbozaba Aisha: Brahim volvia a casa.

— Alabado sea Dios —rezo para poner fin a la comida y levantarse con fastidio. Fuera, la Vieja, seca y enjuta, plagada de mataduras y libre de cualquier arreo, le esperaba pacientemente.

—Ven, Vieja —le ordeno Hernando, y con ella se dirigio al cobertizo.

El irregular sonido de los pequenos cascos del animal le siguio mientras rodeaba la casa. Una vez en el interior del cobertizo, le echo algo de paja y acaricio su cuello con carino.

—?Como ha ido el viaje? —le susurro mientras examinaba una nueva matadura que no tenia antes de partir.

La observo comer durante unos instantes antes de echar a correr montana arriba. Su padrastro le estaria esperando, agazapado, lejos del camino que venia de Ugijar. Corrio largo rato campo a traves, atento a no cruzarse con ningun cristiano. Evito los bancales sembrados o cualquier otro lugar en el que alguien pudiera estar trabajando incluso a aquella hora. Casi sin aliento, llego a un lugar rocoso y de dificil acceso, abierto a un despenadero, desde donde distinguio la figura de Brahim. Era un hombre alto, fuerte, barbudo, ataviado con una gorra verde de ala muy ancha y una capa azul de medio cuerpo por la que asomaba una faldilla plisada que le cubria hasta la mitad de los muslos; llevaba las piernas desnudas y unos zapatos de cuero atados con correas. A primeros de ano, cuando entraran en vigor las nuevas leyes, Brahim, como todos los moriscos del reino de Granada, deberia sustituir aquellas vestiduras por atuendos cristianos. Al cinto, retando a las prohibiciones en vigor, brillaba un punal curvo.

Tras el morisco, paradas una detras de otra —ya que ni siquiera cabian por parejas en aquel estrecho saliente de la roca—, estaban las seis mulas cargadas. En la pared de la quebrada se atisbaban las entradas a unas pequenas cuevas.

Al avistar por fin a su padrastro, Hernando dejo de correr. El temor que siempre sentia ante su proximidad se agudizo. ?Como le recibiria en esta ocasion? La ultima vez le abofeteo por haberse retrasado, aunque el habia corrido a su encuentro sin entretenerse.

—?Por que te detienes? —vocifero el morisco.

Acelero los pocos pasos que les separaban, encogiendose instintivamente al pasar junto a el. No se libro de un fuerte pescozon. Trastabillo hasta alcanzar la primera mula y se aposto a la entrada de una de las cuevas tras deslizarse de costado

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