– Pero, David, ?que es esto?
El doctor Aldrey aliso el mantel con un movimiento mecanico. Victor temio que no iba a contestar. Lo hizo:
– Por el momento es imposible saberlo. Parece que hayan perdido completamente las ganas de vivir. No les queda ni una sombra de voluntad. Si fuera filosofo o sacerdote quiza diria que es como si sus almas hubieran muerto.
– ?Tu crees en el alma?
David sonrio ligeramente:
– Tan poco como tu.
Tras abandonar el restaurante Victor Ribera tomo un taxi para trasladarse a la galeria donde tenia lugar su exposicion. Estaba situada en la parte baja de la ciudad. Durante el trayecto procuro olvidar las informaciones que le habia proporcionado David mirando a traves de la ventanilla del coche. No era dificil conseguirlo: hacia una bella tarde de otono, las calles estaban muy concurridas, con ciudadanos que se desplazaban de un lado a otro con propositos al parecer muy determinados, y la radio del taxista emitia un programa en el que una voz femenina lanzaba consejos sobre los mas distintos aspectos de la vida. Todo, pues, seguia su curso. Ninguna alteracion, ningun desajuste. Las horas se deslizaban imitando sin pudor a otras horas de cualquier otro dia.
En el interior de la galeria tambien todo se confirmaba. Alli estaban sus fotografias, suspendidas en las paredes como abruptos accidentes que hubieran brotado en la blancura deslumbrante de una sala demasiado iluminada. Habia tres o cuatro espectadores que deambulaban ante las imagenes con aquella peculiar actitud que caracteriza a los visitantes perdidos en una galeria a media tarde. Victor se pregunto que hacian alli. No se contesto y se introdujo rapidamente en la oficina que estaba al fondo de la sala. Una secretaria le atendio con amabilidad, poniendole al corriente de ventas y criticas. Dijo que el propietario de la galeria estaba satisfecho con lo que se estaba consiguiendo. Victor estuvo unos minutos ojeando los papeles que le habia tendido la secretaria: resenas, facturas y alguna que otra carta. Luego se los devolvio y se despidio.
A la salida de la oficina vio con alivio que habian desaparecido los espectadores. Paso sigilosamente por delante de sus obras, y en aquel momento recordo la creencia, compartida por muchos, de que la fotografia lograba congelar el paso del tiempo. Y supo que no era verdad. A sus espaldas sintio las miradas de aquellos hombres que el habia grabado para una supuesta eternidad. Le reprochaban su mentira. No se atrevio a mirar sus miradas porque estaban en lo cierto. El, cuando los fotografio, nunca penso en ellos. No le importaban. Los sacrifico para obtener su piel reluciente y ofrecersela al publico, como un trofeo. Los nombres de las victimas se habian desvanecido en su memoria. Mas alla de su presencia en las fotografias eran solo cadaveres abandonados en una fosa comun.
Se detuvo, antes de dejar la galeria, al lado del atril sobre el que se sostenia el libro de firmas. Este era siempre el testimonio mas curioso de toda exposicion. A Victor le encantaba lo que consideraba una estupida costumbre. Conocia bien la composicion de estos libros en los que las paginas de escuetos elogios o insultos se alternaban con extensas consideraciones de todo tipo. Lo que leyo no era una excepcion. Las frases de admiracion eran educadamente torpes mientras las de agresion, convenientemente hirientes. Siempre sucedia lo mismo: el estilo del insulto era mas meditado y brillante que el del elogio. Las largas reflexiones eran el fruto de los que se tenian por expertos en la materia o, simplemente, de los aficionados a los libros de firmas. Habia autenticos especialistas que recorrian exposicion tras exposicion para dejar sucesivas huellas de su maestria literaria. Invariablemente, en todas las ocasiones, habia alguien que escribia: me ha gustado pero no se para que sirve. Y asimismo invariablemente, segun Victor sospechaba, esta mano anonima lograba, con tan pocas palabras, resumir la opinion general.
Cuando salio de la galeria la luz del atardecer era ya muy debil. Habia refrescado pero el ambiente era agradable. Victor se entretuvo observando los escaparates anejos de pequenos comercios que salpicaban las callejuelas del barrio antiguo. Alli se conservaban restos de otras epocas, si bien al lado de la amarillenta tienda de comestibles o del minusculo taller habian empezado a emerger modernos reductos dedicados al negocio del arte o de la decoracion. No obstante, a pesar de esta imparable invasion de la estetica mas avanzada, todavia las calles rezumaban el sabor rancio de viejas presencias.
Victor dejo que transcurriera el tiempo extraviandose por calles que, aunque conocia desde siempre, siempre lograban desorientarle. Era un entretenimiento inofensivo y gratificante al que se sometia con cierta frecuencia. A medida que aumentaba la oscuridad los transeuntes se hacian mas escasos. Los dias, en pleno otono, eran cortos y las calles se vaciaban antes. Los ciclos de la ciudad se cumplian meticulosamente y el mero hecho de comprobarlo disolvia cualquier sombra de turbacion. Victor se habia convencido, casi por entero, de ello cuando, subitamente, una figura se interpuso entre el y su calmada conciencia de reiteracion.
Surgio como surgian los vagabundos: como una generacion espontanea de la penumbra. Pero no era un vagabundo. Sus ropas lo demostraban. Por su apariencia en nada se diferenciaba de tantos ciudadanos que exhibian su pulcro bienestar por las aceras de la ciudad. Tras un examen de su indumentaria se deducia de inmediato que se habia enfundado el uniforme mayoritario. Y esto era lo sorprendente. Ese tipo de abrigo, ese tipo de traje, ese tipo de corbata: la posesion del uniforme mayoritario implicaba, al mismo tiempo, la posesion de un rumbo. Era inimaginable que esta especie de ciudadano no supiera hacia donde dirigia sus pasos. Lo sorprendente era, de pronto, la irrupcion de un ejemplar que desmintiera esta regla.
Victor tuvo inmediatamente esta impresion cuando el recien aparecido casi se abalanzo sobre el. La figura se detuvo a escasa distancia, de modo que sus cabezas quedaron separadas unicamente por un par de palmos. Apresado en el inevitable cruce de miradas Victor sintio que un frio repentino se apoderaba de su cuerpo. Instantaneamente supo que el origen de esta sensacion debia buscarlo en sus ojos, en los que convergian todas las lineas de una cara velada por la oscuridad. Eran unos ojos opacos, sin brillo, portadores de una repulsion anclada en fondos lejanos. Causaban repugnancia. Tambien pedian, aunque de un modo indefiniblemente desagradable, piedad. Victor reacciono ante ambos estimulos. Primero, con un movimiento defensivo de repliegue sobre si mismo, tratando de esquivar aquellas pupilas obsesivamente fijas. Luego, sobreponiendose y obligandose a una solidaridad que le costaba experimentar:
– ?Le ocurre algo?
Los ojos contrarios no sufrieron cambio alguno. Tampoco obtuvo respuesta. Insistio:
– ?Esta usted enfermo? ?Puedo hacer algo por usted?
Insistio sin ganas, no esperando nada y no consiguiendo nada. El silencio del hombre no contribuyo a disminuir su tension. Eran los ojos de un idiota en los que, tras una capa de desesperacion, se insinuaba un hiriente atisbo de desinteres. A Victor le parecio que en ellos, junto a la demanda de piedad, aparecia una oferta de burla y, por un momento, penso que lo mejor era desembarazarse de aquel molesto interlocutor, abriendose paso a empujones. Pero no tuvo necesidad de seguir este proposito pues, por fin, el hombre, desviando la mirada hacia otra direccion, se aparto de el, caminando cansinamente algunos metros. Victor continuo observando la conducta de aquel bulto vacilante, indeciso entre mantener un camino o pararse. Lo vio, por ultimo, detenerse ante la persiana metalica de una tienda. Alli, siempre de espaldas a el, permanecio inmovil durante un rato. El suficiente como para que Victor decidiera dar por finalizado el encuentro, alejandose rapidamente del lugar.
Ceno en casa de Angela, como hacia, cada vez con mayor frecuencia, en los ultimos tiempos. En un principio, cuando llevaban pocos meses juntos, recurrian mucho a los restaurantes. Luego, casi inevitablemente, se impuso el criterio de Angela. Preferia cenar en su casa, reservando los restaurantes para los dias senalados. Asi, decia, se sentia mas a gusto. A Victor le era indiferente, aunque, sin confesarlo abiertamente, se habia adaptado con facilidad a las costumbres que, sin exigencias, Angela le iba imponiendo. Mantenia todavia la pequena independencia de vivir en su propia casa, pero sabia que estaba dispuesto a renunciar en cualquier momento a esta pequena independencia. Angela, sin pedirselo, lograria que el mismo lo propusiera. Esta era su fuerza: una fuerza tan sutil que actuaba sin que, aparentemente, ello fuera en detrimento de la de Victor. Este no percibia nunca la sensacion de hacer algo en contra de su voluntad y en ello, precisamente, se cumplia la voluntad de Angela.
Por lo demas este era un reto que Victor comprendia y aceptaba. En otra epoca de su vida quiza se hubiera resistido. Ahora no veia razon para ninguna resistencia. Tampoco se preguntaba de que modo amaba a Angela. Esta pregunta la habia dejado atras, unida a tiempos y mujeres anteriores. Ya no tenia sentido, y el haber llegado a esta conclusion habia tenido efectos benefactores. Se habia deslizado hacia la atmosfera creada por Angela como si esta fuera la unica atmosfera en que se pudiera respirar. No era por tanto una cuestion de amor sino de respiracion. Y siendo asi el poder de Angela era irresistible. Habia experimentado demasiado el aire enrarecido de