para fastidiarla. Empezaban con un dolor de cabeza y una creciente sensacion de morirse para seguir con los «me quiero ir a casa» o con los «llama a una ambulancia». No es que ella reaccionara mal, no es que no fuera suficientemente comprensiva o maternal, pero claro, tener a un cenizo asi a la vera se convertia en un verdadero calvario con cruz de plomo.

Desde luego que no lo hacia a proposito -a no ser que algunos de sus propositos escondieran insospechadas derivaciones hacia el masoquismo y la degradacion-, pero el mero hecho de que ella pudiera creer que todo era un simulacro, le irritaba y le agraviaba en lo mas hondo. Era verdad que Antonio notaba palpitaciones y sudores frios, era verdad que percibia un insufrible hormigueo en las manos, era verdad que habia sentido claros preludios de insuficiencia hepatica y explosiva presion arterial, era verdad que al ponerse la mano en el corazon no se lo notaba palpitar, pero era tambien innegable que todos esos sintomas se convertian en psicologicos una vez que volvia a casa y conseguia relajarse un poco, y que la sonora ambulancia, el eventual medico que de forma espectacular le habia suministrado un boca a boca en Finisterre o la melodramatica visita semanal -con despedidas para siempre y lagrimas en los ojos- a las urgencias de la clinica Quiron, incrementaban en las mentes de los demas -tambien en las de sus companeros de facultad- un curriculum lamentable.

Aquella misma manana habia estado haciendo el amor con Teresa, y el hallarse ahora con Silvia representando el papel social de marido consolidado, aumentaba su sentimiento de culpabilidad. Por un momento recordo que despues del dilatado acto sexual, cuando Teresa se durmio, se habia mareado mas que otras veces. Penso que debia de ser por la mezcla del hachis con el popper que inhalaba siempre con ella en los umbrales del orgasmo. Se habia levantado para beber agua cuando sintio que estaba a punto de desvanecerse. Fue al cuarto de bano y abrio la ventana de par en par a pesar del frio. Seis meses antes, la primera vez que Teresa le dio a inhalar la sustancia liquida, creyo por un momento que esa intensa sensacion en las visceras y ese extrano calor en el pecho eran un signo inequivoco de la inminencia de su muerte. Silvia aceptaba compartir el hachis pero no el popper, por lo que este se habia convertido en otra secreta particularidad de su relacion con Teresa. Pero el mareo de la manana habia sido inusualmente intenso y prolongado; ademas, a diferencia de otras veces, no acababa de pasarle totalmente. Todavia se sentia muy fatigado y, de no tener el compromiso del premio literario, se hubiera metido en la cama y hubiera intentado combatir el insomnio con los casi siempre inutiles ejercicios de tension y distension muscular recomendados en su dia por el psiquiatra que se mato en las costas de Garraf. Ademas de los encuentros con Lloveras, Antonio estaba ahora siguiendo un tratamiento nuevo que consistia, en lo esencial, en asistir a «sesiones de rutinizacion y desdramatizacion fobica» y en la compulsiva ingesta de un arco iris de pastillas.

Mientras conducia el coche, noto como si se moviera el suelo, como si no percibiera bien los pedales, como si la ausencia de gravitacion le fuera a hacer levitar por encima de los coches del atasco, por encima de los semaforos y los arboles de la Diagonal. Descarto la posibilidad de que tales sensaciones pudieran ser atribuibles al hachis o al popper, por lo que creyo estar en las cercanias de una nueva fobia declarada. A pesar de esta evidencia empirica, resistio y fingio unas palabras de normalidad. El atasco de la Diagonal dilato hasta lo increible el suplicio de este fingimiento. Abria al maximo la ventana como buscando desesperadamente una salida, pero tenia que volver a cerrarla porque el frio se instalaba en el interior del coche y Silvia se lo hacia notar.

– ?Te encuentras bien?

– Si, si, solo me agobia un poco el atasco.

– Bueno, es igual, no pasa nada, si llegamos tarde ya comeremos el segundo plato o el postre. Ademas, en general, la comida que se sirve en estas ocasiones es peor que la del cuartel.

Victor y Ana les esperaban de pie, frente al cafe Paris, en la misma acera de otras veces. Tan pronto como les vieron llegar levantaron los brazos en un doble signo de alivio y reproche.

– ?Que pasa, tios? Es tardisimo -dijo Victor entrando y cerrando la puerta de un golpe.

– Este senorito se ha tirado una hora en la banera, y la Diagonal esta intransitable -respondio Silvia para desentenderse de toda responsabilidad.

– Llegaremos cuando esten fotografiando al ganador -agrego Victor con cara de muy pocos amigos.

Se impuso un silencio de reprobacion que Ana no tardo en romper con una carinosa sonrisa y con su tipico: «Bueno, ?que tal?, ?que contais?».

Al llegar al hotel Lluna Palace, Antonio volvio a sentir la presion en el pecho y, cuando los dejo a todos frente a la puerta y se quedo solo en el coche, tuvo por un instante la tentacion de conducir el vehiculo hacia la clinica Quiron. Alli, en urgencias, seguro que se encontraria de nuevo con el mismo joven de otras veces, quien, despues de hacerle esperar interminables minutos junto a sangrantes accidentados, le tomaria la tension y le repetiria los humillantes consejos de siempre: «Tienes que hacer un poco mas de deporte, y los calmantes, tomatelos regularmente, porque asi se crea como un colchon, ?entiendes?». No, no entendia nada porque cumplia cada manana sin fallar la penitenciaria hora de ejercicios de tension y relajacion, tomaba las malditas pastillas -los viernes y sabados por la noche, en racion doble- y, sin embargo, seguian apareciendo aquellas malditas fobias que le convertian en un ser cuyo orgullo se dispersaba por las cloacas mas abyectas de la ciudad.

Sabia que ir a la clinica equivaldria a montar un nuevo numerito dramatico de sabado por la noche, pero tambien sabia lo mal que lo iba a pasar si aparcaba el coche y se dirigia andando hacia el hotel, para -no lo descartaba- escenificar una compleja representacion ante los efusivos aplausos del publico. En la clinica, penso con algo de sarcasmo proyectado hacia si mismo, «al menos la escenita queda en familia, porque ese joven que hace la guardia los fines de semana y me toma la tension, me resulta ya tan familiar que terminare por enviarle una botella de Moet en Navidad».

Puso el intermitente y detuvo el coche un momento frente a la entrada del aparcamiento. Con un sudor frio ya instalado definitivamente en su cuerpo, penso que si se dirigia a urgencias tendria que llamar a Silvia por telefono desde alli, para intentar explicarle lo inexplicable. Decidio que al menos iria a comunicarle personalmente su indisposicion. Entro en la rampa y guardo el ticket que una maquina rectangular amarilla escupio con un sonido hostil. Se sentia ahora tan horriblemente mal que le sorprendio su capacidad para conducir por el sinuoso laberinto de cemento sin chocar contra las paredes. Aparco y, despues de cerrar con el mando a distancia, busco sin exito las escaleras peatonales hasta que no tuvo otro remedio que subir andando por la rampa. Como otras veces, trato de tomarse el pulso en la muneca izquierda, pero no lo encontro. «Mi corazon se ha detenido -se dijo-, voy a morir en esta rampa del parking de la calle Viladomat.» Se imagino yaciendo en el suelo, se imagino enfocado por los faros del primer coche inocente que bajara, se imagino la reaccion de sus familiares al conocer su muerte: su madre llorando vestida de negro, su hermano Luis viniendo desde Valencia al entierro, Silvia atrapada en la contradiccion que le supondria llorar de pena y de alegria liberadora. Escucho las conversaciones de algunos allegados a la familia el dia de su entierro: «Parece que el pobre llevaba una temporada con muchos problemas». «Yo le habia dado el biberon en mis faldas.» «De pequeno era una monada.» «Sin duda abusaba de las drogas y eso el corazon no lo tolera bien.» «Sobre todo la madre, la madre esta deshecha.» Cada una de estas frases llegaba a su memoria junto con el rostro correspondiente; la senora Corrons entraba en la sala mortuoria con sus imponentes joyas; los Dalmau se abrazaban en bloque a su madre y a su hermano; el tufo del perfume que en su infancia habia vertido en el aire la senora Rodenas se extendia por la iglesia y se mezclaba irreverente con el incienso y el olor de las velas. Todo lo percibia envuelto en una nebulosidad lejana donde convergian su pasado y su fatidico presente. Vio su propio cadaver en la capilla ardiente, vio al sacerdote que le habia bautizado oficiando ahora su ausencia, vio a algunos de sus amigos del colegio desgastados por el tiempo y la calvicie. Perdido en esta paranoia de lo que ya creia su realidad post mortem, se detuvo apoyando la mano en una gruesa columna cilindrica. La rampa se movia y serpenteaba como jugando con su destino. Su infancia asmatica en un pueblo del Pirineo, su padre agobiado por los negocios dando punetazos en la pared, su hermano Luis socorriendole en la Plaza de Cataluna el dia en que se tomo el primer acido lisergico, la bigotuda prostituta con la que sintio el primer goce carnal, el cachorro de Fox Terrier que le regalo un nino y que su padre no le permitio tener en casa, los amarillentos gusanos de seda muriendose por falta de hojas de morera, el senor Palacios suspendiendole eternamente las matematicas en una amenazadora mueca inconclusa, sus estudiantes esperando desconcertados el final de una frase interrumpida sobre Virgilio.

Cuando por fin pudo zafarse de estas alucinatorias circularidades del recuerdo y dar con la salida, vio en una cabina a un hombre que seguia absorto un ruidoso programa concurso a traves de un pequeno monitor. Hipnotizado por el cuadro luminoso, comia como un cerdo un aceitoso e inverosimil bocadillo de sardinas, de esos que uno cree -por gigantescos- que ya no existen y que, si alguna vez existieron, lo hicieron contaminados de leyendas populares como las que todavia circulan sobre las suecas o el extraordinario priapismo nipon…

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