punado de metros podian crear un mundo intimo y aun infranqueable.
En aquellos pisos era posible porque las casas eran antiguas. Por lo demas, la mayor parte de las puertas no solo cerraban, sino que a veces se cerraban por si solas, lo cual era un encanto teniendo en cuenta la proximidad del rio y que este a veces olia mal.
En efecto, el lugar era tenido por insalubre. Tal vez el trecho en que vivian los Alvear fuera el menos afectado, pues el agua del Onar alcanzaba alli, casi siempre, ambas orillas. En cambio, quinientos metros mas abajo, cercana su confluencia con el rio Ter, la corriente se encharcaba, formando pequenos remansos pantanosos.
Otro inconveniente lo constituian las periodicas inundaciones. Tampoco estas afectaban a los Alvear, dada la altura de la ventana y el balcon; en cambio, los inquilinos de la planta baja, cuando el Onar llegaba crecido, no tenian remedio. El Ter no le admitia el caudal y entonces el pequeno rio se hinchaba y se introducia por todas las brechas y agujeros de la casa, cruzaba con furia cocina, comedor y pasillo, y salia en tromba por la puerta de la fachada, vertiendo, en la Rambla, frente por frente del Neutral, mil secretos familiares.
El piso de los Alvear era mas bien pequeno -pasillo y tres habitaciones, comedor y cocina-, pero mucho mejor que los que habian ocupado en Madrid, Jaen y Malaga, en las temporadas que residieron en estas ciudades. El cabeza de familia, Matias Alvear, estaba encantado con el, especialmente porque el sol le rondaba todo el dia, por la calidad y tono discreto de los mosaicos y por la estrategica situacion de ambos balcones. El de la Rambla lo utilizaba despues de comer para controlar la entrada en el cafe de las componentes de su pena de domino; el del rio lo utilizaba a la caida de la tarde, para pescar. Pescar desde el propio hogar, recordando a menudo la penosa esterilidad del Manzanares, en Madrid.
En el domino era un as, una suerte de seis doble; como pescador, cero. Tan raramente era mordido su anzuelo, que cuando ello ocurria, en algun verano bochornoso, el hombre se ponia a horcajadas, izaba sigilosamente la cana, entraba con ella en el comedor y haciendo bailotear el pececillo, lo restregaba con sorna por las narices de sus hijos. En una ocasion la presa fue de tal tamano que, algo asustado, entro cana en alto en la mismisima cocina y deposito el pescado directamente en la sarten, ante los atonitos ojos de su esposa, Carmen Elgazu, recia mujer que cuando le llamaba loco lo hacia en vascuence.
Matias Alvear tenia cuarenta y seis anos, era funcionario de Telegrafos y en Gerona formaba entre los forasteros. Era madrileno. Llevaba cinco anos en la ciudad y parecia haberse aclimatado a ella.
En Madrid dejo un hermano, Santiago, anarquista militante, que no vivia feliz sino rodeado de mujeres y folletos clandestinos. En Burgos otro hermano, casado, tambien empleado de Telegrafos, de ideas avanzadas pero algo mas teorico que Santiago, y con el que Matias solo se ponia en contacto por Navidad, felicitandose a traves de sus respectivos aparatos telegraficos.
Toda la familia de Matias Alvear fue siempre extremista, y sobre todo anticlerical. El padre, muerto joven, proponia fundir todas las custodias de la nacion y repartir el oro entre los pobres de Almeria y Alicante. Ahora Santiago, en Madrid, encorajinado con la Republica, repetia por los tranvias la propuesta, si bien Carmen Elgazu, que se preciaba de conocerle bien, decia siempre que le veia capaz de fundir las custodias de la nacion, pero no de emplear el oro en lo que su padre propuso.
Matias fue siempre el mas reposado. Republicano toda la vida, y tambien anticlerical, hasta el punto que cuando se caso con Carmen Elgazu apenas si sabia como se dobla, ante el Senor, una rodilla; pero Carmen Elgazu habia heredado del Norte el tipo de fe que «mueve las montanas», y en este caso la montana movida fue Matias Alvear. El funcionario de Telegrafos amaba tanto a su mujer, que de pronto la idea de que con la muerte todo termina le horrorizo. Le parecia imposible que Carmen Elgazu no fuera eterna y a su vez deseo vivamente disponer de toda una eternidad para continuar viviendo junto a ella. A los diez anos de matrimonio, su deseo era conviccion. Creia en todo lo que negaban sus hermanos y se sorprendio persignandose con respeto. Hallo gran consuelo en este nuevo orden de pensamientos y acabo escuchando la historia del gallo de San Pedro con una naturalidad que el mismo, pensando en su juventud, no acertaba a explicarse.
La familia de Carmen Elgazu era, ciertamente, lo opuesto. Vasca, tradicional y catolica hasta la medula. El padre murio abrazado a un crucifijo, y al morir dijo a sus hijos: «No os caseis con personas que no crean en Dios». La madre vivia aun en un pueblo de Vasconia, erguida a pesar de sus ochenta y tantos anos, escribiendo sin cesar cartas y mas cartas a sus ocho hijos, en tinta violeta y letra increiblemente energica dada su edad; cartas apostolicas que solo Carmen Elgazu leia enteras, pero que ninguno se atrevia a tirar o quemar.
Carmen Elgazu llevaba en el cuerpo el sello de esta reciedumbre. De mediana estatura, cabellos negrisimos, recogidos en mono, cabeza bien sentada entre los hombros. Cuando, arremangada, lavaba ropa se veia hasta que punto tenia los brazos bien torneados. En la cintura se le notaba que habia tenido hijos. Sus piernas eran las dos columnas del hogar.
Lo que mas destacaba de su persona eran las cejas, pobladas y tambien muy negras. Matias Alvear las comparaba, riendo, a los arcos de la Rambla. Carmen Elgazu consideraba aquello un piropo, pues para ella una mujer sin cejas no era nada.
Y luego los ojos. Imposible imaginar ojos mas opuestos a los de un ciego. Brillantes, expresivos, sin rodar como los de los locos, sin permanecer extaticos como el de Dios. Ojos humanos, cambiantes, autenticas ventanas del alma. A causa de los ojos, las cejas y el alma, le bastaba con ponerse un vestido negro y unos tacones altos para parecer una reina. Una reina con gran ternura en su porte, especialmente cuando se hablaba de alguien que sufria o cuando, terminado el trabajo en la cocina o en los dormitorios, se quitaba el delantal y se sentaba en el comedor a repasar la ropa, bajo un precioso calendario de corcho que representaba una tempestad.
Matias Alvear, seco, tenia mas distincion; pero era menos impresionante. Llevar bata gris en Telegrafos, y sobre todo lapiz en la oreja, acaso le restara cierta autoridad. Sin embargo, era un hombre. El sentido del humor se le manifestaba en el bigote, ameno siempre, en un sinnumero de expresiones ironicas, en la manera de llevar el sombrero. Sus ojos eran mas pequenos que los de Carmen Elgazu, pero tambien negros. La energia se le concentraba en la nariz, pegada a su cara como un impacto. Sus manos eran de funcionario, pero cuando escuchaba tonterias les imprimia unos espasmos de duda muy sutiles, de gran expresividad. Era cuidadoso, vestia preferentemente de gris corbatas discretas excepto en las fiestas onomasticas de sus hijos. Le gustaba el domino porque decia que era un juego limpio, que las fichas eran limpias y agradables al tacto. Sin una pena de amigos para cambiar impresiones, hubiera muerto.
Sus querellas con Carmen Elgazu se limitaban a temas religiosos relacionados con la educacion de los hijos, y a comparar Madrid y Bilbao. Para Matias Alvear, Madrid; para Carmen Elgazu, Bilbao. Cuando estaban de buen humor, Carmen Elgazu comparaba el Onar con el Cantabrico y Matias Alvear el edificio de Telegrafos de Gerona con la Telefonica de Madrid, pero luego uno y otro se arrepentian de ello y admitian que Gerona, sobre todo en la parte antigua y la Dehesa, era muy hermosa.
Carmen Elgazu decia a veces que Matias Alvear no era nada sabio, pero que tenia mucho sentido comun. Los componentes de la pena de Matias Alvear corroboraban lo segundo y le rebatian lo primero. Creian que Matias era conocedor de mas cosas de las que Carmen Elgazu sospechaba, porque sabia leer el periodico y porque los telegramas le habian ensenado a comprender el cruce de los acontecimientos y a sintetizar. De todos modos, lo que mas amaba en el Carmen Elgazu eran los sentimientos. Le queria tanto que era evidente que solo consentiria en parecer reina a condicion de que el rey fuera Matias Alvear.
Matias Alvear, despues de ganar oposiciones en Madrid, habia sido destinado sucesivamente a Jaen, Malaga y Gerona. Todos sus hijos Ignacio, Cesar y Pilar, habian nacido en Malaga, lo cual se prestaba a muchas bromas. «Los aires del Sur -decia Matias-; los aires del Sur.»
Cuando les llego el traslado de Malaga a Cataluna, Ignacio, el mayor, tenia diez anos. Habia nacido el 31 de diciembre de 1916, a las doce de la noche, o sea en un instante solemne y trascendental. Carmen Elgazu, que siempre habia prometido a Dios ofrecerle el primero de sus hijos, dio a aquella circunstancia una interpretacion profetica. Varias vecinas malaguenas, entre ellas una gitana, entendieron que, segun los astros, su hijo seria un talentazo, probablemente obispo y sin duda alguna un gran predicador. Matias Alvear arrugo el entrecejo; pero, en efecto, Ignacio a los pocos meses discurseaba de lo lindo: «?Ya lo ves! -gritaba Carmen Elgazu, alborozada-. ?Es un angel y en un santiamen convertira a la gente!»
Cesar tenia, al llegar a Gerona, ocho anos, y era mucho mas timido que Ignacio. Dotado de grandes orejas, miraba a los que le rodeaban y al mundo como si todo fuese un milagro. Matias siempre contaba que, al bajar del tren y ver la Catedral y a su lado el campanario de San Felix, habia dicho que aquello «le gustaba mas que el mar de Malaga» Luego las vecinas le informaron: «Pues, chico, por campanarios aqui no te vas a quejar».
Pilar tenia un ano menos que Cesar: siete. A ella todo lo que fuera viajar le encantaba. Al darse cuenta de