Seminario era pobre; pero tenia hambre. Y ademas, le dolian los ojos a causa de las bombillas. No habia pantallas en ningun sitio. Las bombillas pendian del techo desnudas, amarillentas, temblando por dentro como viejos gusanos. ?No mirarlas y sanseacabo! Pero una de ellas pendia precisamente frente a sus ojos, en la sala de estudio. Una bombilla horrible con hilillos internos que temblaban como fuego. Aquella bombilla le causaba intenso dolor en las sienes, y le parecia oir un zumbido. «Si pusieran una pantalla…»

La sola idea de que acaso no tuviera vocacion le producia tal malestar, que se sentia capaz de soportarlo todo. ?Vicario, vicario del pueblo! Y las asignaturas le interesaban. ?Que hermoso el latin, que hermosa la Historia! El profesor de Historia era un hombre magnifico, que hablaba de los cartagineses como su padre, Matias Alvear, contaba aventuras de Madrid. «Musa, musae.» A su madre se le caeria la baba oyendole: «?Hijo mio, estas hecho un predicador!»

Pero no todo el mundo se parecia al profesor de Historia. Los ayos, los ayos le tenian obsesionado, aunque en esto no estaba solo; a muchos otros seminaristas les ocurria lo mismo. Todos los ayos llevaban lentes con montura metalica y al leer libros santos durante las comidas arrancaban de sus pechos el mas lugubre tono de voz de que eran capaces. Ignacio pensaba: «Tal vez sea su voz». Pero le extranaba que las voces de todos los ayos, sin excepcion, fueran tan lugubres. Su vecino le dijo: «Yo, durante el almuerzo, ni lo noto». Y era verdad. Durante el almuerzo llegaba luz de afuera, del patio, rayos de sol que brincaban en las cabezas redondas de los chicos, alegrandolas; pero a la hora de la cena era otro cantar. La tristeza de la noche habia ganado los muros. El ayo se sentaba en el pulpito y una de las bombillas amarillentas, pegada a sus sienes, le iluminaba entre sombras chinescas. Y de este modo se ponia a leer.

Cuando sus padres fueron a verle, todo se le paso. «?Ya lo creo que me gusta!» Carmen Elgazu le llevo butifarra, queso, chocolate. Hubiera querido abrazarlos a todos una y otra vez, pero no daba tiempo. Diez minutos de conversacion. Cesar miro un momento al patio y dijo: «?Que bien debes de estar ahi!», y Pilar le tiraba de las orejas. Matias Alvear echo un vistazo a las paredes y luego al chico. Carmen Elgazu hablaba con el padre rector: «Muy bien, muy bien. Estudia mucho. Tal vez un poco criticon…» y se rio.

?Criticon! Falta de obediencia, poco espiritu de sacrificio. Ignacio, en senal de penitencia, penso en repartir entre sus condiscipulos la butifarra, el queso y el chocolate. Pero tenia hambre, un hambre atroz. Y en cuatro dias se lo comio todo.

?Que bien le supo la visita de la familia! Le dieron a leer la ultima carta de la abuela: «Decidle a Ignacio que rezo por el todos los dias».

Terminadas las provisiones, se planto ante uno de los ventanales y vio su silueta. Entonces enrojecio. ?Medias! Llevaba medias. Le parecio grotesco. Se paso las manos por las piernas. «Aunque seminarista, soy hombre», se dijo. Luego vio la forma de su craneo pelado. Se paso la mano por el. Cien veces. Penso en el mechon de pelo que caia sobre la frente de Cesar. ?Penso incluso en las trenzas de Pilar! En el mono de su madre. Y en las plateadas sienes de su padre. Menos mal que sus trescientos condiscipulos iban de identica suerte. Menos mal que, aparte la familia, no se recibian visitas nunca.

La hora mas alegre para el continuaba siendo la de la clase de Historia. Y luego, la de la pelota de trapo. Un dia la tiro a proposito, por encima de la tapia, al patio de las chicas del colegio vecino. En todo el Seminario se hizo un silencio aterrador, y el mismo quedo sorprendido de su acto. Un ayo paso por alli.

– ?Que le ocurre, Alvear? ?Juega al tenis?

Y todo el mundo se rio.

El combate duro tres anos. Durante el curso conseguia aclimatarse, porque se nutria en el Sagrario todas las mananas y porque habia una docena de personas que rezaban por el; pero al llegar las vacaciones estaba perdido. El contacto con la ciudad traia el desconcierto a su espiritu.

En primer lugar, la familia. El piso era alegre, pues Carmen Elgazu les sacaba brillo a todos los metales, y Pilar lo barria de arriba abajo a diario. Luego, el perchero. El flamante perchero en el que Matias Alvear colocaba el sombrero, siempre en el mismo gancho, hasta el punto que el, Cesar y Pilar tenian una apuesta hecha para el dia en que se equivocara. Luego, la radio galena. Matias Alvear habia comprado una radio galena. Por desgracia, solo se oia la emisora local, y aun en forma vaga y lejanisima. Pero algo es algo y todo aquello era alegre.

Luego, las distintas iglesias. Podia variar de templo, no ocupaba siempre identico banco en la misma capilla. Hoy al Sagrado Corazon, manana a San Felix, pasado manana a la Catedral.

Y, sobre todo, la gente. Ver pasar gente distinta, varia, la humanidad. Claro esta, le estaba prohibido salir de paseo en horas de bullicio y mas aun levantar la vista en direccion a paredes y carteleras. Pero… en su casa habia un balcon que daba a la Rambla. Esplendido palco al mediodia, a la hora en que toda la juventud de la poblacion se daba cita bajo el sol, y antes de cenar, a la salida del trabajo.

El balcon de la Rambla turbaba el espiritu de Ignacio. Tanto, que consiguio que su madre accediera a ponerle pantalones largos, porque no queria ser visto con medias; por desgracia, en lo tocante al pelado al rape no habia nada que hacer y mosen Alberto, sabio sacerdote que a traves de las confesiones de la madre de Ignacio se habia convertido en amigo de la familia, le habia dicho al muchacho: «Mala senal, si verdaderamente deseas llevar el pelo largo».

Y con todo, en los primeros veranos no le habia ocurrido nada de particular, salvo que en los paseos que daba con su hermano Cesar, el seminarista parecia este y no Ignacio, habida cuenta la manera de andar y los comentarios que los incidentes provocaban luego en uno y otro.

Este era uno de los detalles que mas habian llamado la atencion de Matias Alvear. El contraste se iniciaba en el momento de elegir itinerario. Ignacio proponia siempre correrias alegres: al valle de San Daniel, donde cantaban aguas y pajaros; a un lejano recodo del Ter, donde podian banarse… ?con poca ropa! Cesar, por el contrario, no se prestaba a tal complicidad, sino que decia: «No, no, yo prefiero las murallas, la Catedral, el Camino del Calvario».

Ignacio se veia obligado a acceder, y entonces el regocijo era el de Cesar. Porque para el pequeno la Catedral, mole inmensa, con sus corredores, escalinatas -?como llegar al campanario?-, altares jamas iluminados, y fosos, era una granitica caja de sorpresas que le encandilaba y en la que hubiera pasado las vacaciones enteras. Lo mismo que en los conventos, cuya sola fachada le enamoraba, por su seriedad. Lo mismo que el Camino del Calvario, con las catorce capillitas blancas que iban jalonando la colina, hasta llegar a la cima, donde una ermita presidia todos los alrededores de la ciudad. ?Si, si, definitivamente Cesar preferia esto al mar de alla abajo, al mar de Malaga! Sobre todo desde que Ignacio le dijo un dia: «Un seminarista me ha asegurado que por ahi, por San Felix, deben de encontrarse las Catacumbas».

?Las Catacumbas! Cesar sono noches enteras con esta palabra.

Luego, Matias Alvear oia los comentarios que hacian uno y otro. Al parecer, los dos hermanos discutian siempre durante el trayecto, si no de palabra, pues Cesar era muy timido y muy callado e Ignacio le queria mucho y ademas procuraba refrenar sus propios impulsos, por lo menos de obra. Matias Alvear contaba siempre lo que les ocurria al subir al castillo de Montjuich, montana arida e impresionante, donde todavia asomaban huesos de cuando la guerra con los franceses.

Al parecer, Ignacio queria saltar entre las piedras y los huesos, respirar hondo, y golpearse el pecho de felicidad; Cesar, no. Se detenia, y en cada piedra, brizna de hierba o reflejo mineral, veia lo de siempre: el milagro. «?Bien, darlo por sabido y adelante, echar a correr!» No, al parecer Cesar queria darle vueltas a ese milagro, y meditarlo. Con lo cual la tarde corria de prisa y habia que regresar a casa sin que Ignacio hubiera podido ver la mitad ni la cuarta parte de las cosas que se habia propuesto.

– ?Te parece logico todo esto? -le decia Matias Alvear a Carmen Elgazu. Esta contestaba:

– ?Que mal hay en ello? Ignacio esta encerrado todo el ano. Necesita expansionarse.

Carmen Elgazu no dudaba en absoluto respecto de Ignacio. Sabia que al llegar septiembre el muchacho le diria: «Madre, hay que preparar las camisas, los calzoncillos, los calcetines. Y que las iniciales sean visibles…» Por ello, cuando los veia regresar, les daba a uno y otro la merienda que se merecian y luego les decia, con la mayor naturalidad: «Sentaos, chicos, que hay carta de la abuela». Y en la manera de sentarse uno y otro para escuchar, Carmen Elgazu se convencia de que estaba en lo cierto. «Nada, nada -pensaba-. Cesar parece mas respetuoso porque es mas timido. Pero Ignacio oye todo sin pestanear.»

Y, no obstante, el tercer verano fue decisivo. Ignacio se contuvo mas que nunca, disimulo, se mordia los labios y el alma, pero el balcon de la Rambla le atraia de una manera fatal. Y asi como en las vacaciones anteriores contemplaba el ir y venir en abstracto, el de la vida discurriendo tranquila, los chicos que compraban mantecados, la gente que bailaba sardanas, al verano siguiente los ojos se le iban tras las parejas. Muchachos y muchachas mayores que el… unos y otras con brillante cabellera. Riendose, cuchicheandose cosas al oido, de

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