repente cogiendose de la mano o del brazo.
?Cogerse de la mano! Ignacio no sabia lo que era. Solo habia llevado de la mano a Pilar, algunas veces en que esta le acompanaba a misa, cuando Carmen Elgazu le decia a la muchacha: «?A ver si eres mas devota, Pilar, que parece que en la iglesia te pinchan!», y otra vez le tomo de la mano Cesar, en ocasion de aparecer en el cielo el arco iris. Pero su hermana era su hermana, y lo de Cesar le resulto desagradable; en cambio, ir de la mano con una chica de quince, de catorce, de dieciseis…
Aquel pensamiento se le clavo en la mente como los auriculares de la galena se clavaban en las orejas de su padre. Y por mas que hizo no consiguio arrancarlo. A veces se contemplaba su palma derecha, impecable, casta, que no habia rozado nada que no fuera sagrado. Y notaba en ella un ligerisimo temblor, en las diminutas estrias de la piel, en la raya del corazon, en la de la cabeza y, sobre todo, en la de la vida. Sufria mucho por ello y se daba cuenta de que, aun sin mirarlas, habia visto las carteleras de los cines. ?Santos Dios! «Madre, hay que preparar las camisas, los calzoncillos, los calcetines.» «Vicario de pueblo, para ayudar a las ninas bizcas y a la gente que viaja en tercera.» A veces se despertaba sobresaltado. Le parecia tener ante si el Padre Superior senalandole con el indice: «?Alvear! ?Por que has tirado otra vez la pelota de trapo al otro lado de la tapia?»
Ignacio volvio al Seminario arrastrando los pies. Una docena de personas rezaba por su vocacion, entre ellas Cesar. Y, sin embargo, en cuanto la puerta se cerro tras el, se dijo: «No hay nada que hacer». Ya no se trataba del hambre, del horario absurdo, de los corredores sombrios. Ponia objeciones tremebundas, desarrolladas con la edad. ?Por que los profesores no le hablaban nunca de la pobreza, de la miseria que sufria el mundo, de la que habia en Gerona, por el barrio de Pedret y la calle de la Barca? ?Por que aquella religion puramente defensiva? Tenia catorce anos. Iba para quince. ?Como entenderselas luego, cuando saliera sacerdote, con las personas que pecaban en el mundo, con los amigos de su padre que bromeaban al ver pasar la procesion, con los chicos que escamoteaban el dinero en sus casas para comprarse helados, con las parejas cuyas manos temblaban al enlazarse…? A Ignacio le parecia que las trescientas cabezas que se educaban alli acabarian siendo trescientas cabezas tragicas. Tragicas… ?Era preciso salir de alli! De lo contrario, entre las trescientas cabezas se contaria la suya.
Combatio hasta que las imagenes entrevistas en el verano se acumularon de tal suerte en su cerebro que le mancharon. No supo como ocurrio, no acerto a explicarselo. Navidad se acercaba; la cupula de Correos resplandecia al sol invernal. Todo el dia estudio y jugo como un jabato para agotarse. De pronto, al toque de silencio, despues de rezar las oraciones en la capilla, todos los seminaristas subieron en fila a los dormitorios, haciendo resbalar las manos a contrapelo en la barandilla de la escalera.
En silencio entro cada cual en su pequena morada, corrio las blancas cortinas, se desnudo. Al cabo de diez minutos todas las camas habian crujido, incluyendo la suya. Oyeronse los pasos del ayo, la luz se apago.
Entonces Ignacio, sin saber como, descubrio su cuerpo. Quedo inmovil y aterrorizado. Le parecio que acababa de verter su ultima probabilidad. Lloro quedamente y hubiera jurado que oia el llanto de Carmen Elgazu. Y no obstante, una extrana dulzura invadia su cuerpo… ?Que misterio, Senor! Escucho el silencio del dormitorio. Y al no oir una sola respiracion fatigosa, una sola convulsion, entendio que todos los demas seminaristas dormian un sueno santo y se sintio culpable unico.
Le aterro la perdida de la gracia, la perdida de la blancura de su mano. Bajo las sabanas, el y Dios. Le aterrorizaba la confesion del dia siguiente, la noche seria interminable.
Al toque de la campana fue a los lavabos. Un seminarista le tiro, bromeando, agua en la cara. El frotaba, frotaba sin cesar.
Luego, en la capilla, se arrodillo en el confesionario. El confesor era el padre Anselmo, hombre sin tacha.
– Padre, he pecado.
El confesor le escucho. Luego le hizo preguntas. «No se, padre, no se…» El padre Anselmo le hablo de la perdida de la vocacion, le pregunto si los muros del Seminario se le antojaban tristes. «Pues… un poco si, padre…»
?Natural! El pecado entristece los ojos del alma. Le hablo de las pasiones, cito las palabras «estercolero» e «infierno». Le dijo: «Si no te dominas, estas perdido».
Ignacio asentia con la cabeza, presa de un sufrimiento inexplicable. Porque en lo intimo de su ser pensaba que lo que el necesitaba eran armas para defenderse, y, sobre todo, consuelo. Sufria ya que, por esfuerzos que hiciera, no conseguia justificar la palabra estercolero, ni la palabra infierno le causo el horror esperado.
Por lo demas, ?como era posible que estuviera perdido? Salio del confesionario hipando.
A las pocas semanas se proclamo la Republica. Matias Alvear se alegro lo indecible. Al parecer, se alegro Gerona entera. Una llama tricolor iluminaba las casas a derecha y a izquierda del rio. En Telegrafos, un companero de trabajo le dijo al padre del seminarista: «?A ver si tu hijo, en vez de dar hostias, las recibe antes de tiempo!» Matias se quito el lapiz de la oreja, sin contestarle como se merecia, porque penso que es ley que en todo movimiento haya exaltados.
Carmen Elgazu tambien se alegro. Ella no entendia de politica, pero uno de sus hermanos, que habia sido
Ignacio, al recibir la noticia, se conmovio. Las caras de los profesores reflejaban una miedosa expectacion. La palabra republica, oida desde el interior del Seminario, sonaba a algo nuevo, reformador. Ignacio suponia que de un momento a otro llegaria un delegado de la autoridad y diria: «?A ver, los seminaristas pobres, un paso al frente!» Y que por lo menos los alimentarian con abundancia durante un mes y que luego instalarian calefaccion, celdas individuales, pantallas.
Un chico le dijo:
– Si, si. Todo eso lo haran en las escuelas laicas, pero en el Seminario…
Y, sin embargo, a Ignacio la noticia le habia alegrado sin saber por que, acaso porque le constaba que su padre consideraria aquello un gran adelanto, lo mismo que toda la familia.
Y asi era. En realidad, solo una persona en el piso de la Rambla lamento la venida del nuevo regimen: Pilar.
Para su mentalidad infantil las palabras rey y reina eran magicas. Significaban fiestas, carrozas, coronas; por el contrario, las palabras «presidente de la Republica» dejaban su imaginacion totalmente huera. Cuando se lo dijo a su padre, este sonrio:
– No seas tonta. Cuando seas mayor comprenderas que lo bueno que tiene es precisamente eso, que el presidente de la Republica sea un hombre como los demas.
Pero Pilar se retorcia las trenzas inquieta.
CAPITULO III
Al mes exacto de la proclamacion de la Republica, en mayo de 1931, estando Matias Alvear de servicio en la oficina, el aparato telegrafico a su cargo comunico que en Madrid ardian iglesias y conventos, entre ellos el de los Padres jesuitas en la calle de la Flor. Inmediatamente penso que su hermano Santiago habria figurado entre los asaltantes. Y en efecto, no erro.
A los pocos dias el propio Santiago se jactaba de ello en una carta, en la que decia que ya era hora de acabar con tanto cuento. Luego anadia que su hijo Jose -que por entonces debia de rozar los veinte anos- se habia portado como un hombre.
La preocupacion de Matias Alvear fue escamotear periodicos y cartas para que Carmen Elgazu no se enterara de aquello, y lo consiguio. En cambio, en el Seminario se filtro la noticia. Faltaba un mes para terminar el curso. Ignacio, pasado el primer estupor, reacciono como su padre: «Unos cuantos exaltados, unos cuantos exaltados…»
Cesar se entero porque en los Hermanos de la Doctrina Cristiana no se hablaba de otra cosa. ?Iglesias quemadas! El chico quedo hipnotizado. Tambien penso: «Quien sabe si mi primo de Madrid… Y mi tio…» Pero tampoco habia visto la carta. Le parecio un deber desagraviar de algun modo a Dios. Al salir del Colegio tomo automaticamente la direccion de la Catedral. Y alla permanecio, solo y diminuto bajo la boveda inmensa, hasta que el sacristan salio de un muro haciendo tintinear sus gruesas llaves.
El aspecto de la ciudad habia cambiado. Carmen Elgazu regreso de la compra diciendo: «No se que les pasa.