Ignacio habia entrado en el Seminario, habia cedido, no hacia otra cosa que medir sus gestos, que pensar en su vocacion. Comprendia que sus antiguos deseos de entrar en un templo y permanecer en el, que su alegria inexpresable al ver que el campanero de la Catedral era izado triunfalmente por las cuerdas al tocar a gloria, no fueron sino un preludio. Asi, pues, el milagro era ya suyo y se detendria en el toda la vida. Por de pronto, no iba mas que al Museo Diocesano o a la iglesia, y regresaba a leer o a hablar con su madre. De vez en cuando hacia una visita al Hermano Director, a sus profesores o al Hermano Alfredo, sacristan, que siempre le daba regaliz, que el traspasaba luego a Pilar.
Solo se olvidaba de si mismo y de su vocacion para pensar en los demas, especialmente en Ignacio. Porque le parecia que este, con quererle mucho, sentia cierto resquemor hacia el. No siempre, claro esta. Lo que ocurria era que el humor de Ignacio era muy variable. Debia de sentirse aun un poco desplazado.
Tambien le parecia que su padre tenia a Ignacio en mayor estima. Entonces penso: «Yo debo de ser terriblemente antipatico». Se preguntaba si seria por las orejas. Sus enormes orejas y sus grandes pies, que le daban al andar un aire un tanto desmazalado. Ello le planteo varios problemas. Su deseo hubiera sido pelarse al rape en seguida, pues le hubiera parecido que, en cierto modo, «recibia las primeras ordenes». Pero comprendia que, con la cabeza al rape, sus orejas aumentarian aun de tamano. El segundo problema era que su padre le intimidaba. ?Como hablar con el de lo que sentia, de las cosas que le ocurrian?
Por ejemplo, no sabia si confesarle o no que todos los dias hacia una visita al cementerio. Temia que su padre considerara aquello enfermizo, pero tampoco queria enganarle. Asi que se lo dijo. Matias Alvear se quito los auriculares de la radio y miro a su hijo como se mira a un loco. «Pero…», y no acerto a continuar. Luego se paso la mano por la cabeza y grito: «?Carmen!» Carmen Elgazu acudio y sonriendo se puso de parte de Cesar. Entonces el padre perdio los estribos y, dirigiendose al rincon del comedor, cogio la cana de pescar.
El cementerio, que habia descubierto Ignacio a los pies de Montilivi, en un recodo de la carretera que venia de la costa, ocupaba la vertiente sur de la montana de las Pedreras, prolongacion de la de Montjuich. A Cesar le gustaba porque en aquella montana estaban las canteras de piedra con la que se habian construido la Catedral, los puentes y todos los monumentos de la poblacion, asi como las tumbas y los panteones del cementerio.
Lo cierto es que Cesar entraba en el recinto de los muertos pisando levemente. Su padre hubiera errado creyendole morboso; era la suya una actitud familiar hacia la muerte; simplemente se sentia rodeado de hermanos. Contemplaba las cruces del suelo sin que le parecieran punales. De las fotografias de los nichos le impresionaban especialmente los hombres que aparecian con uniforme de la guerra de Africa, y un nino que habia en un rincon con marinera blanca, sosteniendo un pato de celuloide. Cesar iba alla para rezar, y asi lo hacia. Al entrar, el cementerio parecia enorme. Visto desde las Pedreras era un rectangulo diminuto, que daba ideas de la raquitiquez de los esqueletos por mas que intenten agruparse.
Aquel era el problema. Matias Alvear juzgaba que Ignacio picaba mas alto; a su entender, Cesar se entretenia en minucias. Carmen Elgazu lo veia de otro modo: «Dejale, dejale, el obedece a mosen Alberto y bien esta que lo haga».
Un detalle habia que resolver: lo del Seminario. Cuando Ignacio comprendio que la intencion de sus padres era llevar a Cesar a la Sagrada Familia, ocupando su puesto, reacciono en forma que los dejo perplejos a todos.
– ?Cesar alli? Se moriria.
Carmen Elgazu le interrogo con abrumadora severidad. Entonces Ignacio, que siempre les habia ocultado lo que ocurria en el interior del edificio, les explico. Hablo del regimen alimenticio, de la humedad, del frio. «Yo he aprendido a declinar tiritando.»
– ?Tan mal estabas?
– La verdad… Cesar no lo soportaria.
Matias se mordio los labios. Algo habia barruntado la primera vez que visito a Ignacio. Ahora comprendia que este tenia razon. Cesar no era fuerte. Nada concreto, pero no era fuerte. Varias veces le habian sorprendido apoyandose con la mano en la pared. El medico les habia dicho: «Sobre todo, cuidado con la humedad». Por eso en el piso le habian destinado la habitacion que daba a la Rambla, no la que daba al rio.
Cesar habia escuchado a Ignacio estupefacto. «?Hambre, frio!» ?Era posible sentir hambre y frio en el Seminario?
Carmen Elgazu dijo:
– Todo esto es una locura. Hay que consultar con mosen Alberto Mosen Alberto, por una vez, dio la razon a Ignacio.
– Si, la Sagrada Familia es algo duro.
Carmen Elgazu exclamo:
– ?Que hacer, pues?
Mosen Alberto reflexiono un instante.
– Podria ir al Collell.
?El Collell! Ignacio puso una objecion.
– En el Collell hay que pagar.
Mosen Alberto dijo:
– Si, pero esta entre montanas, se puede decir que son los Pirineos.
Matias dijo que pagar una pension crecida le era imposible. Ignacio anadio:
– ?Pues no es poco! Es un internado de ricos. Casi todos estudian comercio.
Mosen Alberto le dejo hablar. Luego intervino:
– Si he hablado de Collell, por algo sera -dijo-. El Collell es un internado de ricos, de acuerdo. Pero… hay quince plazas gratis destinadas a seminaristas. Claro, que los seminaristas son los que se encargan de los trabajos cotidianos: de barrer, cortar el pan, hacer las camas, etcetera…
Matias Alvear corto:
– Para hablar en plata, los criados.
Mosen Alberto levanto los hombros.
– ?Bueno! Es un poco teorico. Yo no los iba a enganar. El trabajo es escaso -hay muchas monjas- y estan bien tratados. Los profesores son muy competentes; nutricion, la que quieran. ?Y el aire! En fin, les aconsejo que vayan a ver.
A Carmen Elgazu la palabra criado la habia levantado en vilo. Pero tenia confianza ciega en mosen Alberto.
– Matias, no perdemos nada. Vamos a ver.
El viaje de Matias, Carmen Elgazu y Cesar a Nuestra Senora del Collell fue un acontecimiento. Tomaron el autobus de linea, destartalado. La comarca era esplendida y pronto todo aquello adquirio un tono de inefable intimidad. A cada curva de la carretera esperaban mujeres con cestos, un hombre con el correo, o simplemente la novia de un soldado con un paquete.
El conductor frenaba el carromato, se apeaba y no solo los atendia a todos, sino que se sentaba un rato en la cuneta a platicar con uno y otro, liando un cigarrillo.
Matias, que se habia tomado todo el dia de vacaciones, no tenia prisa. Por ello gozaba de lo lindo, especialmente al oir en el techo del vehiculo el bailoteo de los que se habian instalado arriba y que armaban un jaleo de mil demonios. Cualquier incidente bastaba para que todos los viajeros estallaran en una risotada. Un neumatico que hubiera reventado, y la gente habria alcanzado el limite de la felicidad. A Matias todo aquello le recordo ciertos aspectos del espiritu madrileno.
En Banolas hubo trasbordo. Otro autobus, este de color azul. A la salida del pueblo aparecio el lago, de indescriptible serenidad matinal. A Cesar se le antojaba que entraban en un paraiso.
Luego empezaba la cuesta. El paisaje iba adquiriendo gravedad, entre colinas de un verde profundo y bosquecillos de salvaje aspecto. El Collell surgio inesperadamente, sobre un promontorio, con esa fuerza telurica de los monasterios erigidos lejos de la civilizacion.
El Colegio estaba casi deshabitado; el curso tardaria todavia tres semanas en empezar. Todo les gusto. La naturaleza circundante, la dignidad del edificio, la campechania del Director, el aspecto diligente de las monjas de la enfermeria. El trato quedo cerrado, y fueron advertidos de que a los seminaristas alli se los llamaba «famulos».
Cesar hubiera querido quedarse. Le encanto su celda, en el ultimo piso, con un reclinatorio que parecia hecho a su medida. El Director parecio acogerle con simpatia. Le dio un golpecito en la espalda y dijo: