pistas necesarias habria tenido que confiarle a Pertua detalles que Dalmau me habia revelado en la reserva de nuestras conversaciones, y que nada me autorizaba a compartir con nadie, ni siquiera con el. Por otra parte, si Dalmau no habia querido que nadie, y esto me incluia, supiera su verdadero nombre, tampoco era aquel un pretexto suficiente para contrariar su deseo. De modo que me contente con que reposara en el mismo recinto en el que, en algun sepulcro que nunca podriamos reconocer, habian dado a la tierra a los suyos, y para lograrlo Pertua tuvo que encontrar la manera de eludir todas las ordenanzas y las restricciones que lo impedian.
No me opuse a que hubiera un sacerdote en la inhumacion, segun ofrecia el cementerio, porque recorde lo que Dalmau me habia dicho poco antes de morir: aun sin creer en Dios, era catolico. Mientras el cura recitaba sus oraciones, en las que se postulaba el acceso del difunto a la gloria y a una resurreccion de la carne que el propio Dalmau habria sido el primero en declinar, observe a sus descendientes. Enlutadas, escuchando las peculiares palabras espanolas con que se encomendaba a Dios a aquel hijo prodigo tardiamente regresado, se las veia mas rubias y mas extranjeras que en ningun otro momento de los que habia habido desde que habiamos tomado tierra en Madrid. Me produjo una emocion confusa, la imagen de aquellas dos mujeres rubias contemplando el agujero abierto en la tierra espanola, intentando comprender por que el hombre cuya sangre llevaban era devuelto a aquel pais extrano en el que ni siquiera el invierno era demasiado frio.
Despues, cuando bajaron el ataud y empezaron a cubrirlo de tierra, me acorde de el, de Dalmau. Le vi de nuevo, en la semioscuridad de su despacho, extendiendo ante mi con teson, casi con una especie de furia, el mapa quebrado de su conciencia. Le vi cuando miraba venir o irse a Charlotte, cuando hablaba de sus minuciosos recuerdos de Espana, o cuando confesaba con impudicia sus culpas. Le vi, en fin, cuando me enfrentaba los ojos, tratando de vadear con los suyos la niebla que los anegaba, y cuando habia llorado, por unica vez, al relatarme el final de su hijo. Todas estas escenas sombrias que desfilaban por mi mente contrastaban intensamente con la luz poderosa de aquella manana, el azul hiriente del cielo sin una sola nube y el soplo tenue y vivificante del viento que se arrastraba sobre la colina en que estaba el cementerio. Me percate de que Sybil, tras las gafas oscuras, que solo parcialmente podian atenuar su color, estaba absorta en la nitidez de aquel cielo al que el libro de su abuelo habia conferido caracter casi legendario. Entre tanto, la tierra iba cubriendole. Habia vivido lejos, habia rehusado volver, pero antes de morir se habia asegurado, por mi mediacion, de que se le restituiria a aquella tierra; al principio, donde solo podia terminar su viaje. Pense, aunque esto no tuviera que ver con Dalmau y puede que el nunca lo pensara, que lo que hace sublime a una patria (si es que ha de existir tal cosa como una patria, mas alla de los trompetazos huecos de los que la palabra suele acompanarse) no es la forma en que recompensa el arrojo o la inmolacion de sus paladines y sus martires. Lo que hace sublime a una patria, al contrario, es la dulzura con que acoge a sus desertores, como la tierra acogia a Dalmau, que habia hecho el unico camino posible, el mas largo y ominoso, para aprender a quererla sin reservas. Los hijos necesitan un sacrificio ingente, para acertar a corresponder a la madre.
Despues fui con Sybil al Retiro, aunque no era mayo y los arboles estaban pelados y las flores ausentes. Era una hermosa manana y los dos aspiramos fuerte el aire del parque, sin avergonzarnos, porque el que ella y yo sobrevivieramos a Dalmau, contra lo que habria podido suceder con otro, no era su derrota, sino su triunfo.
5.
La noche anterior, mientras paseabamos por la orilla oscura del Arno, desde el hotel hacia el Ponte Vecchio, Sybil me pregunto:
– ?Por que lo aceptas?
Esperaba esa pregunta. La esperaba desde hacia dias o semanas, desde que yo le habia comunicado mi extravagante deseo de desposarla en Florencia, en una pequena iglesia catolica donde estaba enterrado Botticelli, y ella habia adivinado que aquel deseo no era originalmente mio, sino de el, de aquel difunto que siempre gravitaria sobre nosotros. Sybil habia nacido y vivido en un pais donde se concede una importancia un tanto dramatica a la religion. En Estados Unidos, nadie que declarase profesar una religion dejaria de manifestarlo cumpliendo meticulosamente con el correspondiente rito semanal, o diario, o lo que fuera. Para un americano, era arduo considerar catolico a alguien que nunca iba a misa, y de ahi que en la mente de Sybil mi propuesta de una boda religiosa suscitara una perplejidad que tarde o temprano habia de manifestarse. Aquella noche, cuando al fin se manifesto mientras caminabamos junto al rio, elegi devolverle la pregunta:
– ?Por que lo aceptas tu?
– Yo aceptaria casarme contigo por cualquier rito, ya que he decidido hacerlo -afirmo, con seguridad y una punta de desafio.
– ?Insinuas que yo dudo?
– No se si lo haces por mi o por el. No solo lo de la iglesia.
– Lo hago por ti, naturalmente. El esta muerto.
– ?Por que la iglesia, entonces?
– Por fe. Si Dios existe, deseo que nos bendiga. La idea fue de el, pero no me costo hacerla mia. Yo tambien fui bautizado, cuando naci.
– ?A eso llamas fe?
– A mi me parece mucha, mas de la que he tenido nunca. Es posible que la sienta en parte por el, pero la siento sobre todo por mi, por nosotros. Y creo que esta bien todo, incluso su recuerdo. Nunca olvides que nos conocimos gracias a el.
A Sybil no la convencieron mis palabras, que eran sinceras. Rebasamos el puente y llegamos ante la galeria de los Uffizi. Por la noche, el escenario habitual de interminables colas diurnas aparecia desierto y adquiria, en esa soledad insolita, un aire indeciblemente familiar. Al fondo se veia la torre del Palazzo Vecchio y arriba, en el palido y velado firmamento que la humedad evaporada del rio extendia sobre nuestras cabezas, centelleaban solo las estrellas mas luminosas. Nos aventuramos bajo el arco, entre las estatuas de los grandes artistas florentinos. Al fondo, en la plaza de la Signoria, alguien tocaba una musica ruidosa, para amenidad de los turistas. No llegamos hasta alli. Nos quedamos observando las efigies de aquellos hombres solos en mitad de la noche, todos desaparecidos, algunos olvidados. No podia dejarla dudar, porque entre ambos todo habia sido fruto de un destino ferreo y preciso, el unico que podia atribuirle a mis pasos desde su comienzo. La tenia abrazada, a Sybil, y alli, entre los florentinos extintos, contra la provisionalidad de la vida, acate el deber de convencerla y de mantenerla convencida siempre.
Al dia siguiente, en la iglesia tenebrosa, todavia mas despues de atravesar desde el hotel la plaza sobre la que el sol se desplomaba, pude jurarselo tambien a ella, ante el sacerdote, acaso el mismo con el que Pertua habia negociado desde Nueva York. Y cuando ella me correspondio, asumiendo su compromiso ante el Dios y todos los santos en quienes nadie la habia ensenado a creer, se abrio paso en mi espiritu algo semejante a lo que debia haber sentido Dalmau, cuando habia rezado en aquella misma iglesia, despues de muchos anos y para no volver a hacerlo en su vida. De pronto era cierta la frase temeraria de aquel filosofo griego: la iglesia, los objetos, los presentes (mis padres, Sue y Paul, quietos y estupefactos), todo estaba lleno de dioses. Entre ellos, perfecta como quiza nunca pudiera repetirse, efimera y por ello definitiva, sobrevino la intuicion de un aliento que enaltecia la existencia de todas las cosas: la madera de los bancos y la piedra de las paredes, la luz y la penumbra, los vivos y los que solo eran recuerdo. Entonces Sybil se acerco para besarme y, por primera y ultima vez, se parecio a el.
6.
Sybil esta en la terraza, dormida. Mas alla de ella, desde donde la contemplo, se ve el hoy tranquilo lago Monona. Es verano, es por la tarde y hace un calor leve, expuesto a cualquier brisa que decidiera de pronto
