partir la traquea que habia en aquel delgado cuello. Coloque los pulgares sobre ella y oprimi con el resto de los dedos sus claviculas. Por los ojos de Lucrecia atraveso un destello de excitacion. La deje dudar momentaneamente si aquello no era el final, pero termine explicando:
– Vamos a hacerlo asi. Si me parece que no pones interes apretare con todas mis fuerzas.
Lucrecia sonrio y se preparo, con docilidad. En aquel instante yo tenia que luchar contra el recuerdo de todas las mujeres sin rostro ante las que habia fracasado. Pense que ella no era una mujer, que aquello no era un acto de amor, ni de piedad, ni de lujuria, ni de cualquiera de las cosas que lo hubieran justificado en otras ocasiones. Aquel cuerpo era el emblema de cuanto me habia herido: era Pablo trastornado, ajustando los detalles de la trampa que habia provocado tanto dano inutil; era Claudia arruinandome la juventud, corrompiendome la lealtad; era yo, que no habia sabido esquivarla; y era ella misma, Lucrecia, intrusa absurda en nuestro infortunio. No experimente mas placer que el de constatar que el vigor que habia podido creer imposible no me abandonaba. Entre en aquel templo de dioses aridos y no me importo que estuviera helado y anegado de niebla. Reitere mi ataque una y otra vez, ignorandola, enfrentandome no a lo que ella queria ser sino a lo que mi odio habia decidido que fuese. Cuando supuse que podia estar en sazon, me someti a la prueba definitiva. Vividamente, la sonrisa de Claudia mientras Oscar me ultrajaba se dibujo en mi pensamiento. Redoble mi furia, y con el jubilo mas negro que jamas he sentido adverti que aquella sonrisa ya no podia debilitarme. Lucrecia empezo a temblar, pero no pare hasta que grito que lo hiciera. Entonces solte su cuello, me incline sobre ella y la bese en los labios. Despues, le susurre al oido:
– Te quiero, Claudia. Ahora estamos en paz.
Sabia que aquello la humillaria. Me empujo, tratando de separarse. Pero yo aguante hasta que se canso de intentarlo. Con su voz mas brutal exigio:
– Sueltame, cerdo.
Me incorpore y disfrute viendo su cara todavia sucia de placer y ahora inundada de ira. Era pequena, debil, equivocada. Si acaso lamente que fuera tan poco, por lo que decepcionaba mis expectativas. Tenia que conformarme con ella y en cierto modo me desalentaba la perspectiva de rematar la tarea que me habia llevado alli. Pero no podia dejar nada por hacer.
Me levante y fui hasta la silla sobre la que habia puesto mi ropa. Me vesti rapidamente. Luego cogi mi Astra y pase el dedo por su canon frio y liso. De pronto me poseia una mortal indolencia, deseaba estar ya lejos de alli. Me volvi hacia ella. Se habia sentado sobre la cama y me observaba con la barbilla levantada.
– Vas a hacerlo, despues de todo -dijo.
– Tengo que hacerlo. Si ahora me voy de aqui y te dejo podrias tener un hijo mio.
– No te preocupes por eso. Mis ovarios no funcionan. La enfermedad tiene un nombre complicado.
– Era una excusa. Tengo que hacerlo porque sone que lo hacia. Ya sabes.
– Tienes que hacerlo porque sigues sin entender nada.
– Es posible, Lucrecia. Pero ante la duda prefiero atender mis motivos y desoir tus consejos.
– Vas a estar muy solo. Todos los asesinos lo estan.
– Hace tiempo que estoy solo. Diez o cuarenta anos.
Sin bajar la cabeza, sin dejar de escrutarme desdenosamente, reflexiono durante un segundo.
– ?Sabes algo, Galba? -sonrio, perversa-. Pablo era mejor que tu, en todos los aspectos. Tenia encanto, imaginacion, en fin, cualidades. Solo le sobro enredarse en Claudia. Tu, en cambio, encontraste en ella tu destino. Tu desgracia es que siempre pasas por los sitios despues que el. Su recuerdo es mas fuerte que tu presencia.
– No trato de seducirte. Voy a matarte, Lucrecia, y para eso no necesito ser mejor que nadie. Me basta con esto que tengo en la mano.
Camine hasta ella. La tumbe de un empujon y me sente a horcajadas sobre su vientre. Cogi la almohada y se la puse sobre el pecho. Sus ojos de color indefinido estaban clavados en mi. Una nausea intermitente me desasosegaba el estomago.
– Hay algo que no sabes -dijo.
– Ya no te queda tiempo.
– Yo le mate.
– ?Que?
– Yo le pegue los seis tiros, con su propia pistola. La puso en la mano y me lo pidio. Quiero que lo hagas tu, me suplico. Y lo hice.
Fue entonces, ante la torva complacencia que exhibia aquel rostro, cuando la luz penetro en mi conciencia y le infundio un sentido que tal vez no era justo, que acaso insultaba la realidad y que sin embargo resultaba demasiado intenso y exacto para que me cupiera o me quepa ahora otra cosa que acatarlo. Despues del largo sendero de ruina que habia tenido que recorrer, dejandome el pellejo y acumulando miserias, en la mirada de aquella mujer adversa encontre de pronto tendida la mano de mi amigo, no del que me habia enganado y puesto en peligro, sino del que contra el seismo de su razon habia confiado en que terminariamos juntos. Comprendi en que consistia el juicio de Dios, y supe para que estaba alli. Iba a matar a Lucrecia, pero no para vengarme de Pablo, como habia estado creyendo, sino para vengarle. Los sucesos y las ofensas que nos habian separado se desvanecian, volviamos a ser uno porque yo habia llegado hasta alli para que su muerte no quedara impune, para destruir a aquella mujer en la que el, tendiendole su arma, habia decidido encarnar todo cuanto le habia atormentado hasta el suicidio. Monte la pistola. Ahora tenia la razon y el derecho que ella habia estado negandome. Regresaba al principio incontaminado de los tiempos, a cuando podia sentir bajo mis actos el fundamento de estar peleando por mi hermano. Recorde su primera carta: Lo que hagas, hazlo por ti. No podia culparle, porque esos habian sido sus terminos y cualquier inadvertencia o exceso que yo hubiera consentido era mi exclusiva responsabilidad. Ahora era plenamente consciente, y lo que venia a continuacion iba a hacerlo por los dos.
Vacie el cargador contra la almohada, mientras a Lucrecia se le caian los parpados y se le mustiaba el gesto. Inevitablemente me acorde de mi abuelo, que tambien habia matado a una mujer con aquella pistola, ochenta anos antes, bajo una chumbera a medio camino entre Melilla y Monte Arruit.
15 .
Pude escapar del edificio sin que me vieran los ocupantes del coche azul. Despues fui a la calle Zamora y recogi la tela que ahora no dudaba que seria La musica de Klimt. A medianoche estaba a doscientos kilometros de Madrid y antes de que amaneciera habia llegado a Lisboa. Nadie me paro en la frontera.
Me aloje en un hotel del Chiado durante tres o cuatro dias. Lei en un periodico de Madrid que Jauregui habia sido detenido y que Begona estaba sana y salva y en libertad sin cargos. Tambien lei que se me acusaba de la muerte de Lucrecia y que el jefe policial encargado del caso no terminaba de discernir mi movil. Pero por encima de esta incertidumbre estaban mis huellas y el sello inconfundible de mi pistola, supuse. Junto a la noticia se publicaba la foto de mi ultimo DNI verdadero y otra tomada de alguno de los documentos falsos que habia estado utilizando. La primera fotografia era de hacia nueve anos y en la segunda aparecia con unas gafas de montura gruesa, siguiendo las indicaciones del falsificador. Si me dejaba barba nadie podria identificarme jamas, al menos por aquellas fotografias.
Despues de los primeros dias en Lisboa remonte el curso del rio hasta llegar a un pequeno pueblo que se extendia entre su orilla y unas colinas. Encontre al pie de estas una casa apartada que estaba a punto de derrumbarse. Logre comprarla y la reconstrui. Al cabo de algun tiempo ingenie un modo de ganarme la vida. Asumi la identidad de uno de los dos DNI falsos que me quedaban y desde entonces he de arrostrar el nombre de Hipolito y un apellido irreproducible. Tuve una mujer portuguesa, pero ya hace treinta anos que llegue y cinco que ella esta enterrada en el pequeno cementerio blanco que hay junto a la curva del rio.
He recordado minuciosamente lo que ocurrio porque dentro de no mucho tendre que morir. Tal vez no sea