desde la fiesta del hotel hasta el cuartel donde les aguardaba, listo para partir, el tren de avituallamiento en el que ahora se encontraban-. Tengo que aclarar un par de cosas con la gente de mi equipo, cosa de media horita.

Entonces Soas, fielmente escoltado en todo momento por el capitan Rodrigo Huertas, habia dejado solo a Ferrer, que una vez habituado al traqueteo del tren logro concentrarse en la lectura del manuscrito. Lo tomo de nuevo, convencido de que era mejor utilizar el margen de tranquilidad nocturna en la lectura que en la elaboracion de incomprobables teorias sobre la relacion entre Lars y la Montana.

Al parecer, los indios leonitenses habian vivido durante siglos en esa inhospita esquina del pais sin molestar a nadie, y siendo molestados solo cuando, ciclicamente, rebullian determinadas leyendas sobre el supuesto tesoro oculto en el interior de la tal Montana. Mi llegada a Leonito habia coincidido con una de esas fiebres de codicia, aunque yo, enfrascado en mi propia prosperidad, no supe hasta el dia del frustrado atentado que casi me cuesta la piel que Leon Segundo, el hijo del triunviro Jose Leon Canchancha, se habia encaprichado desde meses atras en la busqueda de ese tesoro mitico, provocando una serie de tropelias ecologicas y humanas que esos salvajes habian decidido vengar con su atentado fallido. Ni ellos ni los coroneles llegaron a imaginar jamas lo feliz que me hizo aquella declaracion de guerra. Gracias a ella pude pasar de nuevo a la accion.

Como primera medida, reuni a un grupo de jovenes seleccionados entre las filas del ejercito regular por su talento innato para la violencia. Animados por la impunidad que les otorgue, los Pumas Negros -asi los bautizo la imaginacion, al fin y al cabo adolescente, de Tete, que fue nombrado su jefe honorifico- asaltaron un poblacho indigena donde cabia pensar que los indios se abastecian, degollando a sus habitantes con injusta racionalidad: ni mas ni menos muertos que treinta, diez por cada una de las esculturas ecuestres descabezadas en el atentado fallido; la escalada de violencia no se hizo esperar, y pocos dias despues tuvo lugar la llamada Emboscada del Desfiladero del Cafe, que gracias a la publicacion en prensa de las declaraciones del unico superviviente espeluzno a la opinion publica del pais y decidio a los coroneles a darme carta blanca en la represion de los insurrectos. La Emboscada del Desfiladero del Cafe tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.

Iba a ser un dia caluroso, pero aun no habia amanecido cuando

Lars se lanzaba a narrar en detalle el suceso. Ferrer, contrariado, consulto de nuevo su reloj: no podia detenerse en narraciones precisas como la anunciada del Desfiladero del Cafe y salto las paginas hasta que el frances retomo el relato de su ascendente carrera en Leonito.

Como todas las guerras, y mas si son civiles, esta se emponzono pronto con la comision de actos de barbarie que encontraban inmediata represalia amplificada en el campo contrario. En este tira y afloja, en el que, tambien como siempre, el odio progresivamente irreversible era el unico vencedor, mis coroneles y yo teniamos las de ganar, duenos como eramos de la fuerza, pero ese matiz no me impidio percibir que el pueblo de Leonito simpatizaba intimamente con los indios que habian osado enfrentarse a los expoliadores de uniforme. Sin duda contribuia a esta apreciacion un hecho que no tardo en hacerse legendario: la llamada Montana Profunda, amigo mio, parecia no existir a pesar de su monumentalidad visible desde tierra, mar y aire, pues solo no existiendo podia darse explicacion al hecho de que tras cada batida, tras cada emboscada, tras cada frustrante -por escasa en resultados- confrontacion armada se desvaneciesen los indios en el aire. La causa de su sorprendente invisibilidad, claro esta, solo podia hallarse bajo tierra, en cuevas subterraneas de entrada secreta que tarde o temprano descubririamos, pero eso no resolvia el enigma de su avituallamiento: el tupido bosque que rodeaba la Montana no era propicio para la siembra, y el cerco militar que estrechamos alrededor de cada acceso garantizaba que no llegase a los sitiados una sola taza de arroz; sin embargo, su resistencia no se debilitaba. Antes al contrario, parecia crecer y vigorizarse, y pronto se concreto en golpes mas eficaces.

Algo mas de un ano despues del primer atentado, los indios consiguieron su objetivo: una bomba exploto en el interior del mismisimo palacio, enterrando bajo toneladas de cascotes a los presentes en el consejo de ministros rutinario; las primeras noticias hablaron de que los tres coroneles y sus hijos se hallaban entre las victimas. Yo, que providencialmente me encontraba en el aeropuerto, camino del cercano Haiti para resolver, a peticion de mis jefes, cierto embrollo economico del dictador Paul Magloire, valore de inmediato las consecuencias de la deflagracion -quedaba abierto un insondable vacio de poder-, y fue la ansiedad por conocer la nueva disposicion del tablero la que me afano en asumir el mando de las brigadas de rescate, a las que pronto se sumo el joven Menendez, ausente de la reunion fatidica a causa de un lance amoroso. El primero de los cadaveres en salir a la luz fue el del coronel Jose Leon Canchancha, el dictador menos dotado neuronalmente del trio: un orangutan que, acaso consciente de sus limitaciones e inseguridades, se refugiaba en una petrea mascara de crueldad entrenada para no sonreir jamas, objetivo que en la presente circunstancia lograba sin esfuerzo. Canchancha y yo siempre nos habiamos mirado con distante respeto, y no lamente sumuerte; sin embargo, si me alegro ver asomar, en trozos minimos pero identificables, a Walter Menendez, cuya apariencia de bobalicona bondad me habia desconcertado desde el principio: mejor verlo muerto que seguir tratando de imaginar merced a que conocimiento sobre terribles secretos de sus socios seguia tan solidamente aferrado al poder. En cambio, suspire de alivio al ver aparecer, escupiendo polvo y sangre y por tanto vivo, a mi querido Tete: hubiera sido incomodo no contar con el en los planes de futuro que alli mismo, entre expresiones falsas de abatimiento y rabia ante la carniceria, me di a elaborar sin dilacion. Los zapadores tambien lograron extraer con vida al vastago de Canchancha y a Larriguera El Viejo: habian sobrevivido los tres cachorros -con uno de los cuales me unia un eterno pacto de amistad- y el anciano que mas me apreciaba. Obviamente, el reparto de cartas de la Muerte me habia favorecido.

Como yo, Jeannot, has sido testigo de la Historia desde distintos puntos de vista: fuimos ninos felizmente indiferentes al transcurso de la Primera Guerra Mundial y hombres jovenes arrastrados por el torrente de la Segunda, y hemos visto, desde entonces hasta nuestra lucida vejez, operar muchos cambios en los gobiernos del mundo. Todos, los dos lo sabemos bien, con un denominador comun: su condena de antemano a la caducidad, al fracaso, a la desaparicion final inimaginable durante los momentos iniciales de multitudinarias euforias publicas y victoriosas banderas al viento. Yo lo sabia cuando me sume, al dia siguiente de la tragedia, a la reunion apresuradamente improvisada en el Palacio de la Presidencia de Leonito; lo sabia y, sin embargo, redacte un ardiente discurso trufado con citas de la Biblia, Pio XII y Goebbels -en este ultimo caso, claro esta, sin nombrar al autor- que el superviviente Viejo Larriguera leyo por radio con el objeto de tranquilizar al pais y tambien de tranquilizarse a si mismo: el magnicidio habia desatado una situacion que ni siquiera yo sospechaba. Fueron miles los leonitenses que, espoleados por el golpe de los indios, se lanzaron a la calle para exigir la expulsion definitiva de los coroneles. La policia se empleo a fondo para reprimir a los manifestantes, pero su violencia solo consiguio echar mas combustible a la hoguera de la rabia popular. En el palacio, el Viejo gritaba ordenes furibundas aferrado a un vaso de whisky permanentemente lleno, mientras Tete y los otros dos huerfanos, incapacitados para tomar decisiones eficaces, se multiplicaban con objeto de hacer frente a las decenas de lineas de fuego abiertas por sorpresa en los lugares mas inesperados de la capital. La situacion amenazaba con desbordarse… Al anochecer del cuarto dia de disturbios, la imagen de un grupo de soldados cargando de dolares el avion presidencial rae trajo desasosegantes recuerdos del desastre parisino del Reich, y un mazazo depresivo me agolpo la sangre en los talones… La noche, Jeannot: de nuevo larga, triste y solitaria, de nuevo mensajera del final… Podia verme a mi mismo: casi diez anos mas viejo pero condenado otra vez a un incierto comienzo, a una vida en sombras, a la indignidad de una huida temerosa de volver la vista atras… Al ritmo de tiroteos remotos, descontroladas columnas de humo se elevaban desde distintos puntos de la ciudad hacia el rojizo cielo del nuevo dia. Tal vez me decidio ese color del aire, tal vez fue la esencia magica y vertiginosa de las luces del amanecer… El hecho es que mi quimica se sulfuro de pronto: yo era superior a la ira, al afan de libertad y a la inteligencia de los civiles armados que avanzaban en revanchista desorden hacia el palacio. Si, las llamas de la ciudad podian consumirlo todo, pero no a mi. Note como la determinacion crecia en mi interior, observe los dos objetos sobre la mesa que a lo largo de la noche habian configurado mi sesudo dilema -el maletin con la documentacion de acceso a las cuentas repartidas por los bancos mas discretos del mundo y el revolver cargado: empezar de nuevo o acabar de una vez-, y la idea del suicidio fue una revelacion irresistible y lucida como ninguna otra de mi vida. Amartille el arma, abandone el despacho, entre en la habitacion donde el Viejo dormitaba a solas su borrachera, apoye el revolver contra su sien, lo dispare, lo puse en la mano derecha del cadaver, dedique una ultima mirada de control a la verosimilitud del escenario, regrese a mi asiento frente al amplio ventanal y me dispuse a esperar, impavido como el jugador que ha apostado su alma al diablo y sabe que su mirada no debe mostrar debilidad ante el envite de los

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