desde la fiesta del hotel hasta el cuartel donde les aguardaba, listo para partir, el tren de avituallamiento en el que ahora se encontraban-. Tengo que aclarar un par de cosas con la gente de mi equipo, cosa de media horita.
Entonces Soas, fielmente escoltado en todo momento por el capitan Rodrigo Huertas, habia dejado solo a Ferrer, que una vez habituado al traqueteo del tren logro concentrarse en la lectura del manuscrito. Lo tomo de nuevo, convencido de que era mejor utilizar el margen de tranquilidad nocturna en la lectura que en la elaboracion de incomprobables teorias sobre la relacion entre Lars y la Montana.
Al parecer, los indios leonitenses habian vivido durante siglos en esa inhospita esquina del pais sin molestar a nadie, y siendo molestados solo cuando, ciclicamente, rebullian determinadas leyendas sobre el supuesto tesoro oculto en el interior de la tal Montana. Mi llegada a Leonito habia coincidido con una de esas fiebres de codicia, aunque yo, enfrascado en mi propia prosperidad, no supe hasta el dia del frustrado atentado que casi me cuesta la piel que Leon Segundo, el hijo del triunviro Jose Leon Canchancha, se habia encaprichado desde meses atras en la busqueda de ese tesoro mitico, provocando una serie de tropelias ecologicas y humanas que esos salvajes habian decidido vengar con su atentado fallido. Ni ellos ni los coroneles llegaron a imaginar jamas lo feliz que me hizo aquella declaracion de guerra. Gracias a ella pude pasar de nuevo a la accion.
Como primera medida, reuni a un grupo de jovenes seleccionados entre las filas del ejercito regular por su talento innato para la violencia. Animados por la impunidad que les otorgue, los Pumas Negros -asi los bautizo la imaginacion, al fin y al cabo adolescente, de
Iba a ser un dia caluroso, pero aun no habia amanecido cuando
Lars se lanzaba a narrar en detalle el suceso. Ferrer, contrariado, consulto de nuevo su reloj: no podia detenerse en narraciones precisas como la anunciada del Desfiladero del Cafe y salto las paginas hasta que el frances retomo el relato de su ascendente carrera en Leonito.
Como todas las guerras, y mas si son civiles, esta se emponzono pronto con la comision de actos de barbarie que encontraban inmediata represalia amplificada en el campo contrario. En este tira y afloja, en el que, tambien como siempre, el odio progresivamente irreversible era el unico vencedor, mis coroneles y yo teniamos las de ganar, duenos como eramos de la fuerza, pero ese matiz no me impidio percibir que el pueblo de Leonito simpatizaba intimamente con los indios que habian osado enfrentarse a los expoliadores de uniforme. Sin duda contribuia a esta apreciacion un hecho que no tardo en hacerse legendario: la llamada Montana Profunda, amigo mio, parecia no existir a pesar de su monumentalidad visible desde tierra, mar y aire, pues solo
Algo mas de un ano despues del primer atentado, los indios consiguieron su objetivo: una bomba exploto en el interior del mismisimo palacio, enterrando bajo toneladas de cascotes a los presentes en el consejo de ministros rutinario; las primeras noticias hablaron de que los tres coroneles y sus hijos se hallaban entre las victimas. Yo, que providencialmente me encontraba en el aeropuerto, camino del cercano Haiti para resolver, a peticion de mis jefes, cierto embrollo economico del dictador Paul Magloire, valore de inmediato las consecuencias de la deflagracion -quedaba abierto un insondable vacio de poder-, y fue la ansiedad por conocer la nueva disposicion del tablero la que me afano en asumir el mando de las brigadas de rescate, a las que pronto se sumo el joven Menendez, ausente de la reunion fatidica a causa de un lance amoroso. El primero de los cadaveres en salir a la luz fue el del coronel Jose Leon Canchancha, el dictador menos dotado neuronalmente del trio: un orangutan que, acaso consciente de sus limitaciones e inseguridades, se refugiaba en una petrea mascara de crueldad entrenada para no sonreir jamas, objetivo que en la presente circunstancia lograba sin esfuerzo. Canchancha y yo siempre nos habiamos mirado con distante respeto, y no lamente sumuerte; sin embargo, si me alegro ver asomar, en trozos minimos pero identificables, a Walter Menendez, cuya apariencia de bobalicona bondad me habia desconcertado desde el principio: mejor verlo muerto que seguir tratando de imaginar merced a que conocimiento sobre terribles secretos de sus socios seguia tan solidamente aferrado al poder. En cambio, suspire de alivio al ver aparecer, escupiendo polvo y sangre y por tanto vivo, a mi querido
Como yo, Jeannot, has sido testigo de la Historia desde distintos puntos de vista: fuimos ninos felizmente indiferentes al transcurso de la Primera Guerra Mundial y hombres jovenes arrastrados por el torrente de la Segunda, y hemos visto, desde entonces hasta nuestra lucida vejez, operar muchos cambios en los gobiernos del mundo. Todos, los dos lo sabemos bien, con un denominador comun: su condena de antemano a la caducidad, al fracaso, a la desaparicion final inimaginable durante los momentos iniciales de multitudinarias euforias publicas y victoriosas banderas al viento. Yo lo sabia cuando me sume, al dia siguiente de la tragedia, a la reunion apresuradamente improvisada en el Palacio de la Presidencia de Leonito; lo sabia y, sin embargo, redacte un ardiente discurso trufado con citas de la Biblia, Pio XII y Goebbels -en este ultimo caso, claro esta, sin nombrar al autor- que el superviviente