Salio a mirar, y yo creo que estaba tan embebido con aquella luz, que de verdad lo llenaba todo y le dejaba a uno ciego, que no vio que se acababa la plataforma. Y se fue abajo, cayo. Murio en el acto, reventado contra el suelo. Lo he sentido como la muerte de un hermano. Roberto Soas era…

Ferrer apago el motor. La voz de la radio se desvanecio, permitiendole disfrutar del silencio. Soas muerto… Finalmente absorbido por la «luz blanca» con la que le reclamaba su esposa… Soas muerto: un alivio infinito, de intensidad nitidamente fisica para Ferrer. Cruzo los brazos sobre el volante y apoyo en ellos la barbilla. Tenia la vista fija en la carretera, donde unos pocos kilometros mas alla comenzaba el camino secundario. Procuro acallar su mente y escuchar el silencio, pero no pudo. Oia a Laventier, y se pregunto si no habria ocurrido todo precisamente para eso, para que el hubiese escuchado de labios del moribundo Laventier -y volviese a escuchar ahora- aquellas palabras:

– Su hermano descansa en el orfanato del que, como usted, salio hace cuarenta anos.

«Alli le aguarda tambien lo que yo me atrevo a calificar como su destino, senor Ferrer. Visite la tumba de su hermano, lea lo que le resta de las palabras de Lars y decida…

Con Roberto Soas muerto, Ferrer ya no tenia excusas para retrasar el destino aludido por el frances. Saco del bolsillo el manuscrito, reparando en que, a pesar de sus infinitas peripecias, la casualidad -o ese destino: el suyo- no le habian apartado de el; era lo unico que habia conservado, lo unico que llevaba consigo. Era lo unico que tenia. Busco el punto donde habia dejado de leer.

Ese mismo dia dispuse un regimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera Maria.

Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- habia justificado el despliegue que merecio la esposa

Ese mismo dia dispuse un regimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera Maria.

Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- habia justificado el despliegue que merecio la esposa de Leonidas; creo que hasta el mismo Nino se azoro inicialmente ante

Pero no… No era ese el lugar donde debia leer el resto.

Puso el motor en marcha tras apagar previamente la radio -no queria que las noticias volvieran a importunarlo; no ahora- y busco la carretera secundaria que llevaba al orfanato.

Cuando atisbo el primer cartel que senalizaba el centro de caridad, redujo la velocidad. A un kilometro de la reja de entrada del orfanato detuvo el coche y continuo a pie.

La gran casa aparecio de repente, tal y como la recordaba el: aislada entre los arboles, imponente tras la misma curva amplia del camino por la que cuatro decadas atras vio desaparecer, en direccion contraria a la que ahora recorria, el gran coche negro donde su hermano iniciaba, en palabras de Panizo, el «camino hermoso de la felicidad sin retorno».

Llego a la verja sintiendo que el silencio crecia y se instalaba dentro de el, y se concedio cumplir el oculto deseo infantil con el que durante anos habia sonado: comprobar si el timbre continuaba en la cara interior de la columna derecha de la verja, el lugar donde lo habia pulsado aquella vez en que su hermano y el se extraviaron del grupo de paseo al desviarse en busca de quien sabe que aventura sugerida por la soledad de las entranas del bosque… Introdujo la mano entre los barrotes y sintio una honda decepcion cuando sus dedos tan solo rozaron el cemento de la pared. Busco en el exterior el timbre con mucha calma -la angustia permanente que vivia dentro de el desde la muerte de Pilar se hallaba de pronto apaciguada, en tregua- y, al no encontrarlo, decidio esperar a que alguien entrara o saliera del recinto. No tenia prisa, ninguna prisa, se estaba repitiendo cuando cayo en la cuenta… Se aproximo otra vez a la columna derecha de la verja, se acuclillo y probo a introducir la mano. Ahora si, comprobo sin poder reprimir una sonrisa; ahora, logicamente, si: el timbre estaba donde siempre habia estado, alli donde aquella vez el, por su estatura de nino, habia tenido que estirar el brazo para alcanzarlo… Lo pulso. Al escuchar el timbrazo en algun lugar remoto del silencio sintio un mareo subito: el viaje al pasado se torno inquietantemente real, casi palpable, cuando vio surgir de la casa la figura, minimizada por la distancia, de una monja menuda de cara color chocolate y habito blanco que se acerco a la verja muy deprisa, con los punos apretados y la cara inclinada a modo de proa afanada en cortar el aire para mejorar la velocidad. Ferrer jugo a permitirse creer que podia ser la misma que, tambien corriendo, habia venido alborozada para recibir a los hermanos perdidos que sollozaban ante la verja angustiados por la inminente caida de la oscuridad.

Ferrer se puso en pie, se presento a la monjita sin ocultar que el asilo habia sido una vez su hogar y le expreso su deseo de visitar en el cementerio del asilo la tumba del hombre fallecido el dieciocho de abril. La monjita lo acompano y le explico, innecesariamente, el sencillo sistema de ordenacion cronologica de lapidas.

– Tambien me gustaria hablar con Panizo. Creo que sigue al frente de esto…

– Panizo esta esperando la lluvia. Para despedirse. Pero voy a avisarle -explico desconcertante y confidencial la monja antes de correr hacia la casa, cortando otra vez el viento con la cabeza y los punitos.

Ferrer se quedo solo ante las tumbas. Solo los latidos de su corazon se imponian sobre el apacible silencio de los muertos.

Camino entre las cruces hasta encontrar la lapida. Tal vez, penso estremecido, el frances se habia referido a eso: el destino que le aguardaba, morir solo como su hermano. Acabar enterrado alli. Volver al lugar del que ambos habian salido… En ese instante le asalto por primera vez la conciencia de que alli yacia, ademas del desgraciado y terrible Nino de los coroneles, su pobre y querido hermano. Se arrodillo, no por sentido religioso sino por cercania, intimidad… Leyo el texto de la lapida:

Innombrables dragones

desfiguraron tu rostro,

y nunca tuviste nombre.

Pero siempre senti latir

desde el otro lado del mar

tu corazon desolado.

Leonito (?? – 18/4/92)

Laventier se habia tomado el tiempo de traducir torpemente unos versos que Ferrer no reconocio pero agradecio igualmente. Ahora se sento en el suelo, muy cerca de la tumba, y saco el manuscrito.

«Nunca tuviste nombre»… Esa era la obsesion de lo huerfanos, y tambien habia sido la suya propia, tal vez por eso siempre habia recordado las primeras palabras de su madre al recogerlo en el aeropuerto de Madrid, tantos anos atras…

– Te llamas Luis. Eres mi hijo.

Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- habia justificado el despliegue que merecio la esposa de Leonidas; creo que hasta el mismo Nino se azoro inicialmente ante los focos y las camaras de video que invadian su maloliente guarida, y para que se relajase hube de pedir al personal que operaba los aparatos que abandonase la estancia y dejase solos a los protagonistas de mi pelicula, el torturador artificialmente estimulado hasta la esencia de su animalidad y la prisionera de altivez y belleza inusuales en este tipo de lances. Que no te parezca gratuito el subrayado de orden estetico: de no haber sido por esa caracteristica, nada se habria desencadenado. La belleza de Maria fue su maldicion. Y en parte, tambien la mia.

Absorto ante el monitor de control que desde otra habitacion me permitio seguir aquella primera sesion de tortura, fui testigo de como los dientes del Nino rechinaban de crueldad enloquecida hasta el paroxismo por la piel sudorosa y dorada de la india. El placer y el dolor se entremezclaban y resultaban inidentificables: los relinchos de el se confundian con los alaridos de ella, y las embestidas pelvicas masculinas competian en brutalidad con los espasmos que la electricidad desencadenaba entre las piernas abiertas de Maria. Su cuerpo desvanecido soportaba una ultima eyaculacion cuando irrumpi en la celda para suspender momentaneamente aquel primer tratamiento: la indiecita tenia que durar viva el tiempo suficiente para servir a mis planes. Pero es preciso resenar aqui que, al imponerle la separacion fisica de su juguete, el Nino se me enfrento por primera vez en su vida. Lo confieso sin disimulos: mi inteligencia tenia que haber captado en la obcecacion de su sexualidad encabritada los

Вы читаете El Nino de los coroneles
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату