mi pais son los cielos mas hermosos del mundo”, penso. Desvio la mirada hacia el rio pardo, tan ancho como un mar, anorado en las tardes limenas cuando veia el oceano estrellarse contra los murallones en espumaradas blancas y se le anudaba el pecho pensando que por nada cambiaria las aguas revueltas de su viejo rio.
Dos cosas habia extranado en Lima: la rambla costanera y el dulce de leche. Lo demas la habia envuelto en un torbellino de sensaciones nuevas sin tiempo para nostalgias, pero por las noches, cuando la cama se volvia demasiado ancha, hubiera dado cualquier cosa por una cucharada. Anduvo dias buscando algun sustituto que le calmara el antojo. Cuanto probaba le sabia a una mala copia, hasta que en la universidad alguien le dijo que en un restaurante argentino vendian dulce de leche casero a precio de oro.
El restaurante era una parrillada decorada con elementos camperos: rebenques, estribos y una rueda de carreta contra la pared del fondo, junto a un aljibe. La fachada colonial, con un imponente balcon de estilo morisco, no presagiaba el interior vicario de los campos del sur. Adentro, las carnes alineadas con un encanto que oscilaba entre el rigor cientifico y el arte buscaban su punto exacto; los ajies abiertos a la mitad interrumpian la monotonia de achuras cuyo origen era mejor ignorar; envueltos en papel plateado, crujian papas y boniatos. Y alla al fondo, ardiendo en brasas intensas como un infierno bajo control, crepitaba la lena y se deshacia en humos aromaticos.
El asador era un hombron de espaldas cuadradas que se rehuso con vehemencia a llevar gorro de cocinero y prefirio un casquito blanco que apenas le tapaba la pelada tan perfecta como una tonsura clerical. Vestia un delantal salpicado con sangre, que exhibia orgullosamente como prueba de su condicion de parrillero de ley, y se enfurecia cuando alguien lo llamaba chef, oficio para maricones, segun decia, porque aquello era cosa de machos y mejor que se cuidara quien se atreviera a meter mano en su parrilla.
Gabriela no reparo en el gigante la noche en que fue por primera vez a La Pampa. Se sintio perdida cuando le preguntaron si preferia el area para no fumadores.
– Dulce de leche -dijo.
La moza puso cara de fastidio y explico lo obvio con obligada cortesia.
– Eso es un postre, senorita.
Gabriela, que necesitaba poco para activar su arrogancia, se sento a la primera mesa que encontro libre y exagero su acento rioplatense para que aquella limenita boba entendiera quien sabia mas alli.
– ?No digas? Vos sabes que yo pense que era un aperitivo.
– La senorita tiene que cenar, primero.
Horacio seguia la conversacion desde atras del mostrador. Observo a Gabriela y penso que aquellas caderas serian maravillosas en accion. Se acerco con sigilo. Antes de verlo, Gabriela olio su presencia por encima de los vahos de la parrilla.
– ?Puedo ayudarte?
A la primera mirada, le parecio atractivo. Trato de disimularlo, pero ella tambien despedia un olor diferente, esa luz verde que habilita el segundo paso. Tiempo despues, recordando aquella noche, Gabriela penso que cada vez que un hombre y una mujer se encuentran, el instinto hace una rapida evaluacion que presagia un posible “si” o el “no” mas inquebrantable.
La arrogancia se transformo en nerviosismo. Queria controlarse, pero el esfuerzo parecia empeorar las cosas. Con un ademan coqueto, acomodo el mechon rojizo que le caia sobre los hombros. La segunda senal. Horacio sabia que una mujer turbada por la presencia de un hombre casi siempre se toca el pelo. Decidio que era momento para el golpe de gracia y, sin esperar invitacion, se sento junto a ella.
– ?Entonces? -pregunto casi divertido.
– Entonces, que no se cual es el problema. ?Hay o no hay dulce de leche?
Horacio asintio a la moza que aparecio con un bol pequeno rebosante de dulce. Gabriela quedo perpleja. Todo aquello resultaba ridiculo.
– Me exprese mal. Lo que quiero es comprar dulce de leche. Llevarmelo.
– Se extrana, ?verdad?
– Mucho -respondio Gabriela y sintio que algo se aflojaba en su voz.
El le alcanzo la cuchara sin dejar de mirarla. Noches mas tarde, una madrugada boca al cielo, Gabriela le confeso que aquel minimo gesto le habia quebrado la guardia. Una pequenez apenas, una mirada o la palabra justa que desarma cualquier defensa; de todo se sirve el amor para ir expandiendo sus redes mucho antes de que uno se de cuenta.
– Quedaste callada -dijo Diana.
– Extranaba esto. El aire huele distinto.
– No me dijiste hasta cuando pensas quedarte.
Gabriela la miro como si aquella pregunta fuera un absurdo. Diana desvio el auto hacia una loma que trepaba varios metros y ofrecia un descanso con una vista imponente sobre la costa. Bajaron. Gabriela estiro los brazos y respiro profundamente, con los ojos cerrados. Diana abrio la puerta y se quedo sentada de costado, con las piernas hacia afuera.
– No se.
– ?Como que no sabes?
– Y si, no se. ?Molesto?
– Podes quedarte el tiempo que quieras, no es eso…
– Hablas como si fuera extranjera. Por supuesto que puedo quedarme el tiempo que quiera. Esta es mi casa.
– No seas boba, Gaby. Nadie te esta echando. Pero llegas asi, de golpe. Hasta hace poco contabas maravillas…
– Vamos a la playa.
– ??Ahora?! ??Con este frio?!
– Si, ahora, ?que gracia tiene bajar en verano?
Diana rezongo y cerro el auto. Apenas habia guardado las llaves en la cartera cuando sintio un tiron de la mano y se vio arrastrada cuesta abajo en una carrera de tacos altos que tuvieron que frenar para no ser arrolladas por los autos que transitaban por la senda costanera. Estaban agitadas, las mejillas rojas, como en los mejores tiempos de la ninez, cuando jugaban a deslizarse por los taludes de la casa de verano. Gabriela respiraba con dificultad.
– ?Estas bien?
– Hace tiempo que no me sentia asi. Crucemos.
Se descalzaron al pisar la arena. Gabriela fue hasta la orilla y pateo el agua, que se deshizo en una miriada de gotitas plateadas. Diana observaba. Aquello empezaba a gustarle, pero por algun motivo sentia que alguien debia mantener la cordura y trataba en vano de decir algo solemne. El viento hubiera sido una excusa coherente, tambien las medias de seda empapadas, el auto mal estacionado, la arena cubierta de ramas y plasticos que la resaca habia dejado la noche anterior; o el frio que subia por los pies y calaba cada centimetro de piel. El frio bastaba para volver. Pero no pudo articular una sola razon mas poderosa que las ganas de estar alli.
Gabriela practicaba un paso de ballet. Los brazos estirados a los lados para buscar el equilibrio; un pie en punta describia un semicirculo al frente. Descanso. Luego, el otro pie por delante del primero, en otro semicirculo, hasta ir dejando tras de si un rastro de arcos inacabados que el agua venia a lamer tan pronto ella daba unos pocos pasos. Giro. Se habia apagado la euforia y estaba agotada. La arena recien surcada aparecia lisa, como si nadie la hubiera pisado.
– ?Ves? Se me hace dificil dejar una huella.
Diana la imito sobre la arena seca. Un pie adelante. Descanso. El otro pie. Las marcas quedaban a salvo del rio, pero eran tenues, casi imperceptibles. Los granitos sueltos iban llenando los espacios que los pies dejaban. Diana quedo suspendida en el escenario de aquella playa vacia, como si acabara de recibir una revelacion divina. Miro a su hermana con infinita ternura.