Liliana Heker
Zona de clivaje
© 1987, Liliana Heker
Primera parte
Amame sin piedad. Deja que los
amantes faciles se amen cuando es facil amar. Amame hasta por haberte traicionado.
WILLIAM SAROYAN
El calavera no chilla, acababa de decirle el viejo. Y tenia razon. Si a ultimo momento Irene habia desechado la Hermes Baby y se habia decidido por una Remington que, entre otros males, no trababa las mayusculas y carecia de jota, mejor aceptaba sin chistar que el viejo se tomase su tiempo para arreglarla.
– Pero ocho dias me parece demasiado -dijo sin muchas esperanzas.
El viejo puso los ojos en blanco, murmuro Mamita querida, en que mundo me metiste y giro la cabeza como buscando un testigo de lo que acababa de escuchar.
Pero lo unico vivo en ese cubiculo atestado de maquinas de escribir (fuera de Irene y del viejo mismo) era Alfredo, que no podia ver al viejo porque estaba en una situacion extrana. Con la cabeza metida en la Remington y empenado en alterar con los dedos cierto mecanismo. Dispuesto a resolver in situ el problema de las mayusculas, penso Irene, para no hablar de la jota. Y todo porque no se resignaba a que un viejo charlatan arruinase los festejos del cumpleanos de ella justo el dia en que el habia decidido celebrarlo.
Era apenas una contingencia que el cumpleanos de ella hubiese ocurrido en febrero y ahora estuviesen en agosto; para Alfredo (cosa que Irene habia maliciado trece anos atras, en el Constantinopla) toda medicion del tiempo era una practica bizantina; solo contaban los actos. Y si seis meses atras (acababa justamente de explicarle el cuando iban a lo del viejo), si seis meses atras le habia parecido estupendo regalarle a ella una maquina de escribir; si durante todo ese tiempo (cada vez que yo te lo recordaba, le recordo Irene) se habia mostrado resuelto a regalarsela, y si ahora estaban por entrar a comprarla, ?donde residia el desperfecto? El desperfecto (habia dicho Irene) residia en que ella no tenia una nocion del tiempo tan singular como la de el, ella mas bien vivia con un cronometro en la cabeza, asi que habia pasado estos seis meses entre parentesis, con la desagradable impresion de que, mientras no tuviera la maquina, no acabaria de consumarse su trigesimo cumpleanos. O sea con la guadana en el pescuezo, se le cruzo. Pero en realidad no dijo trigesimo ya que esa era una cuestion que ninguno de los dos mencionaba. Aunque por distintos motivos (escribiria despues Irene); para Alfredo, la mujer de treinta anos era un ejemplar balzaciano, definitivamente adulto, que se daba en ciertos casos pero no en el mio, como si un hilo dorado me atara a la adolescente que el habia conocido trece anos atras, asi que mi insistencia en una maquina de escribir solo indicaba para el que la que ayer nomas decia que queria comerse la luna se habia decidido por fin a mostrar la hilacha. En cambio para mi la maquina era un ensalmo contra la incerteza. La gente me tuteaba en el colectivo, nunca nadie me habia llamado senora, todavia tenia cara de que me preguntaran cuantos anos tenes. Treinta. Ahi estaba la madre del borrego. Algo se congelaria en el preciso instante en que yo lo dijera. El sentimiento maternal que despertaba en los otros -una celada para incautos, ?o mi cara no venia a ser la mejor estafa de mi cerebro?-, el gesto del panadero regalandome una palmerita, la ancha risa de mi vecina al pasarme por el balcon un plato con tortas fritas, se tornarian de hielo apenas yo lo enunciara. En ese marasmo vivia, sonando que una maquina de escribir me iba a transformar de golpe y sin dolor en una cabal -aunque adorable- mujer de treinta anos que exhalaria su grata treintanedad por toda la piel. No era de extranar entonces que a ultimo momento desechara la diminuta portatil de nombre sospechoso y me decidiera por una Remington como un tanque de guerra. Solo que, por el momento, no podia tolerar la idea de que esta franja ambigua de mi vida se extendiera ocho dias mas.
– ?Ocho dias? -dijo Alfredo, emergiendo del interior de la maquina como si acabara de despertarse-. Si yo con una pincita de depilar y un alambre arreglo esto en diez minutos.
– No, por favor -susurro Irene-. Dejalo al senor, si al fin y al cabo no hay tanto apuro.
– Se ve que la chica le tiene confianza -dijo el viejo.
– No comprende mi genio -dijo Alfredo.
– Ah, son todas iguales -dijo el viejo, y suspiro.
Fue un suspiro tan extraordinario que Irene y Alfredo se buscaron simultaneamente la mirada, como para verificar en el otro este pequeno prodigio. Y la tarde dio un viraje hacia la felicidad.
– En serio no me importa esperar unos dias -dijo Irene. Y creyo prudente agregar-: Hasta me gusta eso de que haya una demora, cosa de tener tiempo para preparar el alma.
Porque sabia que, resuelto a colmarla de dicha como el estaba ahora, era capaz de luchar, ayunar, desgarrarse, tragar vinagre y hasta comerse algun cocodrilo, con tal de que ella tuviera la maquina ya. Y porque acababa de reparar en lo que, un minuto antes, habia dicho el viejo. Algo que habia dado en el carozo mismo de su Westalshauung. El calavera no chilla, si senor. Y al que quiera celeste, que le cueste.
Por fin Alfredo dejo la plata y salio a comprar cigarrillos. Dos minutos despues salio Irene, corriendo; agitaba el recibo para que Alfredo pudiera verlo, aunque, como solia pasarle, sin averiguar en que lugar fisico de la realidad estaba el. Cruzo la calle tan radiante y desbocada que no vio a tiempo a una adolescente rubiona que corria en sentido contrario.
El choque fue violento e inesperado. Las dos se rieron y la adolescente prosiguio su carrera. Pero Irene no. Acababa de notar que no tenia la mas palida idea del lugar al que se dirigia. Atemperada, giro sobre si misma buscando a Alfredo. Lo ubico junto al quiosco de cigarrillos que -esas cosas tambien solian ocurrirle- no quedaba enfrente sino en la misma vereda de donde venia.
Y algo la hizo sentirse hermosa de la cabeza a los pies: la cara de Alfredo. La miraba riendo, subitamente joven contra la pared gris. ?No era asombroso que los arrebatos de ella aun tuvieran la virtud de hacerlo reir? Camino y en su cuerpo iba floreciendo una sensacion antigua, cierto estado de privilegio que solia embriagarla a los diecisiete anos y que, en momentos como este, todavia la embriagaba.
Aleteante llego junto a Alfredo.
– A que no adivinas con quien chocaste -oyo.
Se sobresalto pero no acuso el impacto: apenas hubo una imperceptible dilatacion de los ojos. Choque, si, ahora se acordaba, habia chocado con alguien al cruzar la calle.
Predispuso su animo para una revelacion porque eso prometia la expresion de Alfredo. O el descubrimiento de algun chiste excelso que en pocos instantes compartiria con Irene, siempre dispuesta a paladear hasta el espinazo ciertas tramas absurdas o perversas que urde la realidad.