Me parece que el whisky te pone inquieta, dice el muchacho de anteojos. Soy inquieta, dice Irene, me la paso corriendo de aca para alla. Varios hombres rien encantados. Ciertas mujeres pueden estar pensando por que dejaran a estas mocosas venir a las reuniones de gente seria. La muchacha de blanco, la de vestido brilloso y una muy hermosa recien localizada deben de estar preguntandose si ciertas viejas reblandecidas no tendran verguenza de andar coqueteando con los hombres jovenes. Por fin la muy hermosa avanza con decision y, senalando a un senor muy menudito, le dice algo a la de negro. La de negro mira con perfidia a la muy hermosa y va a servirle whisky al senor muy menudito. Irene se siente un poco aturdida; le duele la cabeza. Etchart le esta explicando algo a la muy hermosa. Como te brillan los ojos, dice el de las sienes. ?Si?, dice Irene; voy a mirarme. Atraviesa el living y va hacia el espejo del vestibulo. Etchart dice que lo que suele llamarse poder parapsicologico puede no ser otra cosa que una exacerbacion de la sensibilidad y de la inteligencia, pero no la ha mirado pasar. ?Y?, pregunta el de las sienes. Cierto, dice Irene; pero no es el whisky, es el calor. Varios hombres rien porque no le creen. Irene tampoco se cree. Rie. Acepta otro whisky. La gente parece cansada y fea. El senor de las sienes ha puesto su pierna contra la pierna de Irene, quien no se retiro. La muchacha de blanco ha vuelto a acercarse a Etchart. Sos encantadora, dice el de las sienes. El muchacho de anteojos habla sobre los trastornos de la vejez. Irene asiente con ambiguedad. Nunca vi otros ojos como los tuyos, dice el de las sienes. Irene le sonrie. Que tengo que avisarle a esta chica, Irenita, que se prepare porque ya nos vamos, dice la profesora Colombo. ?Ya te vas, Alfredo?, pregunta la de negro. No, que voy a estar mareada, dice Irene, y trata de avanzar sin caerse.
El vestibulo esta lleno de gente. ?No viste mi vison?, pregunta una voz. Alcanzame esa cartera, dice otra. Irene se ha detenido. Una mano, detras de ella, ha dado un leve tiron a su pullover. No se da vuelta: se queda inmovil, de espaldas al dueno de la mano. Sabe lo que acaba de ocurrir y no esta sorprendida. La sorpresa viene despues, por una especulacion: lo que la sorprende es no estar sorprendida, aceptar con tanta naturalidad que sabia esto de antemano.
– Que sea la ultima vez que me traiciona -acaba de decir Alfredo Etchart-. Mi venganza puede ser peligrosa.
Lo ha dicho casi sobre la oreja de Irene, a su espalda. Y ella nunca va a olvidar el escalofrio leve en la espina dorsal.
Ahora si se da vuelta. Lleva la rebeldia estampada en la cara. Los dos contrincantes quedan frente a frente.
Y hay algo que parece estar desde antes, agazapado. Cierta cualidad que los dos pueden reconocer en los ojos del otro. O tal vez se trata solo de una virtud de espejo por la que Irene puede reconocerse en la mirada de el. Un signo o una suprema voluntad que ya empieza a derramar su luz sobre las disonancias de esta noche, sobre ciertas risitas a hurtadillas, sobre aquel deseo intolerable de gritar bajo los astros, sobre la cara oculta de la luna, de la cara de luna de una infanta tramposa y clandestina, hostigada por el malefico sueno de un destino de privilegio que la espera para devorarla en los rincones oscuros de su alegre vida diurna.
El ha dicho algo y ella ha hecho que si con la cabeza. El dice el nombre de un lugar. Dice una direccion y una hora.
– ?Se va a acordar? -dice.
– Claro -dice ella-, tengo una memoria impresionante.
Entonces advierte en el algo que muchas veces leyo en los libros: se ha reido con los ojos. Despues se va.
La contienda ha terminado: ni vencedores ni vencidos.
Manana se encontraran en el Constantinopla.
– ?A que hora? -pregunto Irene.
Pero una pequena catastrofe postergo la respuesta de Alfredo. La musica de la radio se detuvo abruptamente, la luz se apago.
– Sonamos, saltaron los tapones -dijo Irene, desentendiendose con astucia de lo que Alfredo le venia contando mientras arreglaba su amplificador.
– Fusibles -dijo Alfredo-. Te dije mil veces que se llaman fusibles.
– Mira a quien se lo venis a contar. ?Te crees que no se que se llaman fusibles porque vienen de fundir?
– Fundir que. Conseguime una vela.
– El alambrecito -dijo Irene.
Y mientras revolvia los cajones le explico como los electrones, debido a algun contacto contra natura, podian eludir toda resistencia y entrar en un circuito corto, que eso era el cortocircuito y no, como seguramente creia el bruto intuitivo humanista, un corte de circuito. El corte venia despues, ya que el alambrecito o fusible era lo primero que se fundia -el ya sabria que el hilo se corta por lo mas delgado- interrumpiendo el pasaje de electrones y evitando asi la quemazon de todo el cablerio y adyacencias.
– Mucha teoria, si -dijo Alfredo-, pero ni siquiera una vela sos capaz de conseguir.
– Pobre de vos, mira esto -dijo Irene, levantando triunfal una vela usada.
Volvio a tientas, cosa que no la afectaba demasiado ya que tambien a plena luz solia llevarse por delante las cosas que se interponian en su camino y le permitian comprobar a los tropezones que el mundo no era una pura abstraccion.
– Ahora conseguime un alambre finito -dijo Alfredo.
– Eso si que no tengo.
Gol en contra. A esta altura de su vida -y no sin haberse hecho violencia- podia sostener con cierta pericia una conversacion acerca de tarugos o bulones, manejaba con discrecion el taladro electrico y contaba con un acopio bastante interesante de tachuelas, tornillos en ele, cinta aisladora y otros utensilios, pero alambre finito no tenia.
– No importa. Lo saco del cable del amplificador.
– ?Ah, no! -grito Irene.
Demasiado tarde: Alfredo ya habia empunado la tijera. El cable blindado, terso, impoluto, estaba definitivamente cortado en dos.
Con vago terror, mientras lo seguia con la vela, observo como Alfredo pelaba el cable, sacaba piezas misteriosas de la caja de fusibles, luchaba con el alambre, penetraba en lo desconocido, atornillaba y listo: la luz se hizo.
Lo que solucionaba el asunto de la oscuridad pero dejaba, iluminado y desnudo hasta la impudicia, otro problema: el corazon destripado de su amplificador (para no hablar ahora del cable) que ya nunca volveria a ser lo que fuera. Y que a su vez encubria otro problema, todavia de naturaleza incierta, que habia estado al acecho mientras Alfredo desarmaba el amplificador y le contaba lo que habia sucedido esa tarde: la mirona, que por fin le habia hablado.
– ?Vos tenes idea de donde podra ir esto? -dijo Alfredo, mirando con aire sospechoso una especie de lamparita.
Irene fue invadida por el presentimiento de que las cosas empezaban a andar mal.
– Te dije que mejor lo llevaramos al Palacio del Amplificador -dijo.
– No me vas a comparar a mi con un palacete de morondanga -dijo Alfredo, y encajo muy resuelto la lamparita donde se lo dictaba el corazon-. ?Que te crees que les hacen alla?
Irene penso que justamente eso, no saberlo, era lo tranquilizante. Podria haberse confiado sin vacilar a un Palacio regido por leyes ignotas. Con un vago temor, es cierto, con la incomoda sospecha de que un mecanismo natural iba a ser mancillado -tenia fe ciega en los productos de fabrica y las armazones primitivas le parecian alentadas por cierto soplo divino-, pero igual se habria confiado a el a condicion de que le devolvieran algo en apariencia igual a lo que habia sido y a condicion de no padecer esta zozobra de estructuras transitorias.
?Acaso no era por algo asi que habia abandonado la fisica nueve anos atras? Mucho ecuaciones de Lagrange, como no, mucho integral de Hamilton y divagar sobre la naturaleza del cortocircuito, por que no cae la Luna y por que vuela la plumita. Pensamientos incontaminados, eso si, elaboraciones que ella podia corregir, retorcer, borrar sin que quedara huella. Pero todo acto deja su huella -penso con terror viendo como Alfredo unia con cinta aisladora los dos munones del cable cortado, y se fue a hacer cafe-, razon por la cual el cristalino mundo matematico salto en pedazos y solo le quedo un malestar literalmente fisico, un prosaico calambre en el estomago el primer dia que le toco contemplar, sin padrinos, las diminutas tripas de un circuito o futuro circuito electronico,