– Con quien -pregunto. De pies a cabeza hambrienta de diversion y de conocimiento.

Y el se lo dijo. Era la silenciosa, la que los dos llamaban la mirona. Esa que, desde hacia mas de cuatro meses, acechaba discretamente al profesor Alfredo Etchart.

Alfredo la habia notado el primer dia de clase. Y no debio de ser facil, se habia dicho Irene, que lo escuchaba sin mucha dedicacion porque estaba abocada a un racimo de uvas que acababa de lavar: entre seiscientos alumnos verla resplandecer como si fuera una reina. Sobre todo porque esa adolescente jetona y de ojos chiquitos (segun el le acababa de informar) no podia tener mucho de reina. Ahi estaria lo tentador, en ese apenas rielar de la belleza, un mero soplo, demasiado inconsistente para ser percibido por el ojo humano en estado normal. El sin embargo lo vio. Acababa de decir algo sobre la funcion del arte, cierta ilusion que ellos debian perder de un arte utopico que caeria sobre la sociedad como una bomba. En una palabra, que asistir a esta primera clase de Introduccion a la literatura no era el mejor camino para hacer la revolucion, podian ir pensandolo como primer trabajo practico. Y la jetona se enojo. Yo tambien me hubiera enojado, penso Irene comiendose una uva. ?O a los diecisiete anos no necesitaba creer que cada uno de mis actos acarrearia su fatal granito de arena a la? ?Y a los treinta? Al parecer, esa noche de abril en el Aula Magna todos necesitaban creerlo porque Alfredo advirtio el revuelo. Seiscientos alumnos dispuestos a saltar sobre el -pero demasiado enfaticos, aclaro y le robo una uva, mucho mas fervorosos que ideologicos-. ?No se estara poniendo viejo?, penso Irene. Pero no fue el revuelo lo que lo inquieto. Fue la jetona. Su enojo, dando lugar a ciertas transformaciones. Fruncimiento de la boca, medio giro de la cabeza. Y el pelo, el modo en que se le balanceo el pelo cuando dio vuelta la cabeza. Y la boca trompuda vista ahora de perfil. Un efecto simultaneo y complejo que fulguro un segundo entre las seiscientas cabezas y produjo en Alfredo un estado de ebriedad. ?Lo fugitivo dejandole un rastro de angustia? Comprensible, penso Irene, ?acaso no me ocurre tambien a mi? Una muchacha que de pronto pasaba a su lado y le provocaba un relampago de maravilla y de miedo. La hermosura es como un iman, escribiria, o como un pozo sin fondo. Sobre todo cierta hermosura… ?inocente? No, nada inocente. Maligna y arrogante pero desentendida de si misma. Esa belleza escurridiza y versatil que se percibe en ciertas adolescentes. La trompudita parecia ser de la familia. Peligrosa, iba a pensar Irene despues, de las que se toman su tiempo. Pero eso al cabo de dos meses, cuando los alumnos hubiesen perdido la desconfianza inicial que solia provocar Alfredo y ya lo odiaran o lo idolatraran sin dobleces. Entonces se iniciaria un rito al que Alfredo estaba habituado. Los alumnos mas vehementes abordarian su escritorio al final de cada clase para seguir discutiendo. La trompudita no. Ella se quedaria a mitad de camino, mirandolo de lejos, como si no se animara a acercarse pero, en el fondo (iba a pensar Irene), como si no quisiera que el la confundiese con el monton. Entonces pensaria: peligrosa. Ahora todavia no. Ahora, en esta primera clase que Alfredo le sigue contando mientras Irene come uvas y en el preciso momento en que el profesor ha dicho que no era con libros que cambiarian el mundo y ha captado -pero ya menos voraz- el acecho general, la cabeza de la jetona se ha vuelto hacia el y su mirada ?no le esta prometiendo a Alfredo cierta posibilidad de salvacion? Si. Claro que los libros tambien entran en ese mundo mejor. Ciertos libros. Ya que toda obra de arte es una busqueda solapada de belleza, una condena entonces a lo que embrutece al hombre, a aquello que lo degrada a un destino indigno. Estos locos perseguidores de lo bello -y esta pensando en Baudelaire, y esta pensando en Wilde- son mas peligrosos para las buenas conciencias que ciertos farsantes que te enchufan dos o tres clises politicos en un novelon mediocre y se creen los angeles de la barricada. E Irene podia imaginarlo realmente apasionado por lo que decia y al mismo tiempo controlando a la trompudita que poco a poco se va transformando, confiadamente deja ahora que las palabras de Alfredo penetren en su alma virgen, todavia mas embriagada (piensa Irene) por el sonido de las palabras que por lo que de verdad significan. Ya que toda formacion es un proceso largo e intrincado, escribiria. Las alumnas intuitivas perciben tonos, matices, hasta omisiones en las que deben confiar. Como perras. Olfatean la verdadera sabiduria, y se disponen, desenfadadas y putas, alegres y desenfrenadas, a que las ideas audaces entren en sus cabecitas.

– Si lo sabre -dijo Irene. Y se comio otra uva.

Alfredo Etchart: asi le han dicho que se llama. Hace casi dos horas que Irene Lauson no le quita los ojos de encima. El, en cambio, no la ha mirado. La senora Colombo le dijo a Irene que el tradujo a Lawrence Sterne; le dijo: asi joven como lo ves, es uno de los teoricos de literatura mas brillantes de la Argentina; le dijo lastima que sea marxista. Irene no tiene la mas remota idea de quien es Lawrence Sterne, no consigue vincular la palabra “marxista” con este hombre rubio de sonrisa maligna, no cree en absoluto que se lo pueda llamar joven. Ella tiene diecisiete anos y los hombres de treinta le parecen irreparablemente viejos. Lo que si cree es que si el mirara hacia la silla en que esta sentada se sorprenderia mucho y, a lo mejor, hasta se acercaria a preguntarle algo. Esta convencida de que su presencia ha de ser desconcertante y atractiva en este living donde, con mundanidad, conversan cineastas, pintores, senoras muy paquetas, senores atildados, gente barbuda y, al parecer, literatos marxistas. ?Gente importante? Vaya a saber. Salvo a la senora Colombo, su ex profesora de literatura que la trajo y la dejo abandonada, Irene no conoce a nadie. Pero eso no es un dato: no hay mas que reparar en su pollera tableada, en la inquietud con que una y otra vez se acomoda en la silla, en su cara redonda e infantil, para adivinar que viene de otro mundo. Se siente mirada por todos. Menos por Alfredo Etchart, quien en este momento explica con pasion a varias personas que habria pasado si en el cincuenta y cinco Peron le daba al pueblo la orden de salir a la calle mientras dirige miradas turbadoras a una senora muy fina y a una pelirroja tetona que se ignoran mutuamente y todo el tiempo hacen que si con la cabeza. Como si estuvieran muy de acuerdo en eso de la revolucion social -reflexiona Irene desde su silla-, aunque las dos deben estar pensando que el saco ese tema ten antipatico porque con toda este gente le resulte imposible rifarselas ahi mismo. Que tarado, piensa; que gracia puede hacerle levantarse a esas dos que por poco no se le sientan encima. Despues de mas de dos horas de observarlo, esta dispuesta a jurar que el no tiene nada que ver con toda esta gente, por eso le da rabia que les preste atencion y mire a cualquier parte pero no hacia el lugar que le depararia la grata sorpresa. Es un engrupido, decide, y tambien decide: tengo que llegar a ser una gran dama. Se levanta y atraviesa el living. Ahora esta ante un gran espejo: ahi no hay nada que se parezca a una gran dama. Tiene las mejillas coloradas, lo que hace que su cara parezca todavia mas redonda. Se chupa un momento las mejillas, se las cubre con el pelo. Bah. Con determinacion se tira hacia abajo el borde del pullover, le hace una reverencia a la del espejo y, luego de atravesar otra vez el living, se sienta en un sofa.

Pero el tampoco ahi nota su presencia. Irene se revuelve en el sillon, reverberando de furia. Querria que este buen senor la viera ahora, solo para que notase su mirada de desden. Tranquilamente podria chantarle yo me rio de sus buenos modales, querido profesor: soy una nina libre como el viento, indomable y superdotada, dificil aun para usted. ?Parezco ingenua? Estoy llena de malicia. ?Parezco asustada? Los doy vuelta a todos. ?Parezco pendiente de usted? No pienso en otra cosa que en asesinarlo. ?No parezco capaz? Soy capaz. Dentro de un segundo voy a hacerle traicion.

Despues de serle fiel mas de tres horas, Irene Lauson traiciona a Alfredo Etchart. ?Que se creia herr professor?, ?que ella no conoce el juego? Esto es moco de pavo: el abece de la lucha por la vida. Hay que hablar poco, sonreir mucho, decir ?oia! y abrir ojos despavoridos. Parpadearle con timidez a un hombre de piel oscura que quiere saber la causa por la cual una jovencita tan angelical ha venido a parar a este antro de perdicion, embarullarse al contestarle, mirar con devocion, como a abuelas, al resto de las mujeres, cederles el asiento, oir que un hombre con canas en las sienes dice como vamos a permitir que la damita se quede de pie mientras Alfredo Etchart escucha con aire secretamente divertido a una muchacha rubia de vestido blanco quien, desesperada, se lleva las manos al pecho como si tratara de que el comprendiese algo muy intimo que la de blanco guarda en el corazon. A mi este ruido me aturde la cabeza, le dice Irene al senor de las canas. Bueno, que tonta, ?no?, meaturdelacabeza ji ji, ?que me iba a aturdir, si no? El senor de las canas rie, otro de barbita que la ha escuchado rie, Irene se tapa la cara con el pelo, dice siempre digo palabras de mas y candorosa rie. La muchacha de blanco, tranquilizada de golpe, tambien rie por algo que le acaba de decir Etchart, a quien le ofrece whisky una senora de vestido negro que se interpone entre el y la de blanco, quien se enfurece y rechaza un whisky. A mi el whisky no me hace nada, dice Irene, y acepta otro vaso. Si seguis asi te vamos a tener que llevar alzada, le dice un muchacho de anteojos. No seria un trabajo muy duro, dice el de las sienes. Irene emite risitas, les dice a los dos que no se preocupen porque un ano nuevo ella se tomo como once copas de sidra y no le hizo nada. La de negro parece haberse olvidado de que venia sirviendo whisky; esta detenida ante Etchart y le cuenta algo en actitud confidencial. A la de blanco no le ha quedado mas remedio que retirarse; ella y otra, que tiene un vestido brilloso y conversa con un senor muy feo al que no presta atencion, no le quitan los ojos de encima a Alfredo Etchart. La de negro se ha colocado de tal manera que a Irene no se lo deja ver. Irene se corre.

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