desconocida, como si su propia boca no le perteneciera, como si su cabeza pudiera volar todavia hasta las elevadas cumbres, ignorando por completo lo que hacia su boca. Y no. Estaba a punto de darse cuenta de que no: ella no habia venido a este espejado cuarto de hotel para eso. Ahora que manos extranas la subian empezaba a darse cuenta de que el cuerpo que se incorporaba y caia por fin hasta quedar debajo del cuerpo desconocido era ella misma. Y ella misma, con toda su carga, ya no cabia en la aurea zona de la irisada. Asida a la espalda del desconocido empezo a disponerse, abandonada y ritmica, a la fugaz borrachera, al fugaz olvido del amor. Pero no era amor, no. Ella no se enganaba. En eso consistia esta prueba, este ritual iniciatico en la penumbra. Este era un acto despojado de amor, un acto impio, debia recordarlo, debia repetirlo mientras su cuerpo, turbulento y pecaminoso, latia al ritmo del cuerpo desconocido, mientras su respiracion se agitaba, mientras en algun rincon de su cerebro una adolescente altiva repetia: ?este es el destino que elegimos, el mundo que elegimos?, mientras una mujer asustada decia: No tengas miedo, Alfredo, soy yo, es mi maldito orgullo el que ha querido todo esto. ?No supe a que precio? Supe a que precio. Y no me arrepiento.

Y aferrada a la espalda del desconocido, como quien se aferra feroz y definitivamente a la soledad, Irene se arqueo, se abandono a la fugaz locura, al fugaz olvido. Hasta que su cuerpo blando y pesado fue despojado tambien de este cuerpo forastero, como si ocurriera un desgarramiento.

Ahi estaba la del techo, languida y trivial, junto al muchacho sudoroso.

– Sos toda una sorpresa -dijo el muchacho-. Una cosita genial.

De pronto la miro con real interes y le hizo una pregunta. Fue una pregunta tan vulgar, tan prosaicamente fisiologica, y la formulo con palabras tan extranas, que Irene no supo si debia reir o llorar. La observaba con curiosidad. Le pregunto:

– ?Vos tambien fuiste feliz?

E Irene miro a la del techo y penso: He perdido el paraiso. Ya no tenia con quien compartir esta risita subita; esta historia ya no se la podia contar a nadie. Soy tu par, penso sin alegria. Y supo que ahora estaba tan sola como el estaba solo, que ya nadie vendria a abrigarla con su rara luz, que de estos descensos sin expiacion tendria ella que hacer brotar un dia su propia luz, que con esta madera tendria que encender fogatas y pasiones. Si le da el cuero, marquesa. Ella sonrio con cierto cansancio. Me dara el cuero, conde.

Entonces cerro los ojos. Y abandonando a la muchacha del cristal, llena de si misma, reconcentrada en si misma, cargando por primera vez sobre su cuerpo el pavoroso peso del mundo, caotica y unica y desolada, dijo:

– Fui feliz.

Liliana Heker

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