joven macho saludable. Irene podia adivinar en el recorrido de esos dedos, en los sitios donde audaces se detenian, en la concienzuda labor de sus labios y de su lengua y de sus dientes, el aprendizaje minucioso, los delicados secretos que habria ido descubriendo en manuales alusivos o en alguna clandestina transmision oral. Pero lo que el hirsuto no sospecharia jamas era la estolida mudez de las yemas de sus dedos, ni la silenciosa vibracion de otros dedos que hacen nacer estrellas en la piel de una mujer, ni el secreto de ciertos contactos que pueden despertar a un cuerpo hasta en sus rincones mas oscuros, como si un vino maligno y embriagador se fuera derramando en el lentamente. Oh, si, ella le auguraba a este que ahora guiaba su mano hacia la enhiesta resultante de estos juegos un destino auspicioso de fornicacion y eyaculaciones, y hasta le anunciaba que en el centro de la noche oiria aullar de placer a una ardorosa mujer en celo; pero sus manos no conseguirian hacer nacer el amor, sus peces evasivos, como a una loca estrella titilante. No importaba ahora, que no temiese el circunstancial esposo, la piel de Irene ya estaba estrellada. Lentamente, voluntariamente, su cuerpo iniciado se fue disponiendo al amor, y ella hizo nacer estremecimientos al mero contacto de estos dedos informados pero no sabios, como una maga que creara el fuego de la nada -porque el mago no estaba y era ella esta vez quien debia actuar toda la magia. Si le da el cuero, marquesa. Me da el cuero, conde, parece mentira pero esta soy yo, la sacerdotisa, la que usted labro en arduas tardes de enderezarme el alma, yo, la estremecida ante estos contactos forasteros e inhabiles, pero estremecida al fin, abandonada a estos contactos, permitiendo -permitiendome- que una bruma densa se vaya derramando dentro de mi, pero no en la cabeza, ah, ninguna bruma en la cabeza, que debe estar muy atenta. No perderse nada de este desconocido cuya espalda tensa ella acariciaba ahora con una irrespetuosidad y un dominio que nunca se habria permitido con otra espalda mas autoritaria o mas sensible a todo roce inoportuno, en la epoca en que ella oficiaba de alumna aventajada y todo lo que debia hacer era esperar que otras manos la doblegaran, la guiaran, y olvidar, olvidar.
Ya no habria olvido para Irene, nunca mas la alumna aventajada, la adolescente corrompida que finge sorprenderse ante la voracidad del violador. Ahora, traicionera y sin culpa, habia abierto los ojos y hasta le habia dedicado una sonrisa ironica a la que, en el espejo del techo, protagonizaba una escena bastante ortodoxa debajo del audaz que, en este momento, oficiaba de lactante. Ignoraba la del espejo, dichosamente restringida a su exterioridad, a esta nitida mision de formar un conjunto grato a la vista con el circunstancial mamon, ciertos matices que la de abajo si percibia, habituada como estaba a otra boca capaz de reinventar, en un acto similar, toda la impiedad del inocente hambriento que un dia habia sido, mientras la mano, adulta e implacable, buscaba entre los muslos de la postrada lo mismo que el hirsuto -con el solo afan de ganar terreno y no perderse una sola de las oportunidades que vientos favorables le ofrecian- estaba buscando ahora. Pero sin que pareciese captar el juego pecaminoso de esta simultaneidad, dejandola a Irene por primera vez solita con su alma, sintiendose a la vez la nodriza y la violada que, con una ternura casi sin destinatario, enreda sus dedos entre el pelo espeso y crespo del desconocido mientras, sobreponiendose a la ineptitud de unos dedos que ignoran la compleja rutina de su cuerpo, deja que el intruso haga lo suyo hasta que, lentamente, la respiracion agitada y los latidos del corazon infiel -?escuchara el intruso los latidos de mi corazon?- le esten indicando que todo va bien. Todo iba bien. El hirsuto habia levantado la cabeza y la contemplaba con mirada turbia. Como quien recita una leccion, murmuro: Muchacha, pechos de miel. Ella secretamente rio. En que manual, muchacho hirsuto, en que texto atento a la delicada sensibilidad femenina aprendiste lo oportuno de dejar deslizar alguna frase poetica. Irene lo imagino aterrado ante la palabra “poetica” pero, prolijo al fin, repasando un pequeno repertorio: India, bella mezcla de diosa y pantera, Tu eres la crema de mi cafe, Salta, salta, salta, pequena langosta, pero no te alejes mucho de la costa. No estaba mal, al fin y al cabo. Muchacha, pechos de miel, no llores mas, quedate hasta el alba. Ella, la habituada al silencio ritual del amor, a la muda musica de los cuerpos que se buscan en las tinieblas, sonrio sin embargo (con quien iba a compartir esta risa secreta), dando a entender que habia recibido el impacto del poeta. Y tal vez un dia fuera cierto. Tal vez un dia este muchacho hirsuto repetiria la frase estudiada, pero captando hasta el centro de su alma -?como seria esa alma?- la precaria belleza de las palabras, y una muchacha conmovida hasta las lagrimas por la ternura de este hombre poeta tan distinto de los otros iniciaria por amor este descenso que ahora Irene, inducida apenas por las manos del hirsuto, estaba cumpliendo. Este lento doblegarse, no exento de horror por si misma, hasta que su boca alcanzara lo que arduos trabajos de amor habian levantado. El le habia dicho que no, que no hiciera eso. No de esta manera, no con la docilidad y el desamor con que ella lo estaba haciendo. Si un dia yo no estoy (pero estaba, estaban los dos desnudos en la cama, exhaustos de amor, y emprendiendo el otra vez este otro trabajo de horadar el alma de Irene, de rastrear en ella los tesoros escondidos que la muchacha de veinte anos a veces temia no tener, de obligarla a pensar en toda posibilidad por horrorosa que fuese, de imponerle una lucidez que Irene misma habia deseado pero a la que, en este momento, junto al hombre desnudo que la protegia de todo mal, cobardemente se negaba), si un dia yo no estoy, si alguna vez vos estas por primera vez con otro hombre (y ella en la oscuridad cerro los ojos y penso, nunca, Alfredo, como podria), sabe que hay cosas que (y se interrumpio, ?por ella o porque a el mismo le daban cierto temor sus propias palabras? Se rio, y todo parecio volverse menos grave, una mera conversacion conjetural). En fin, que usted sabe demasiadas cosas, marquesa, que tiene malos habitos. Y esta bien. Esta muy bien que sea asi. Todo esta permitido en el amor. Pero hay cosas que un hombre medio desconocido (y volvio a interrumpirse, como si la posibilidad que el mismo estaba senalando le desagradara. Pero ella, la alumna avanzada, la maligna conocedora habia comprendido ahora lo que a el le estaba costando tanto trabajo decirle). Ya se, ya se (salto), hay cosas que un tipo tiene que ganarselas. Que le cueste conseguir que una las haga, ?no? Y se reia, orgullosa de comprender tan bien lo que el le estaba insinuando. ?Pero habia comprendido la imbecil, la que ahora derramaba absurdas lagrimas sobre las despreocupadas pelotas del hirsuto, todo el amor que encerraban las palabras de el? ?Habia comprendido ella el amor con que el, el iluso, el empecinado forjador de una Irene mucho mejor que esta puerca derramadora de lagrimas, el amor con que el la preparaba para la vida, aun al precio de perderla para siempre? Y sin embargo ella lo estaba desobedeciendo. Laboriosamente y a sabiendas. Porque lo que el hombre desnudo de esa noche no podia saber era que sus palabras no estaban dirigidas a la muchacha que, segura y alegre contra su costado, creia comprenderlo tan bien. El hombre no sabia que la que un dia iba a abandonar su costado ya nunca mas seria esa muchacha. Que de nada le valdria ahora fingir inexperiencia y candor porque si algo iba a salvarla, si algo algun dia iba a redimirla de sus vacilaciones y de su cobardia y de su soberbia y de sus traiciones, era el tomar toda esa carga pavorosa sobre si misma; aceptar sus anos y lo que habia aprendido en sus anos y aun esta curiosa sabiduria diestramente comunicada a un desconocido que alla arriba, tendido, librado a si mismo, ?que estaria pensando, en que ignoradas ensonaciones se estaria hundiendo mientras con lentitud, casi con ternura, le acariciaba la espalda? El otro, que habia conocido a una muchacha avida de saberlo todo, no podia concebir entonces a esta mujer experimentada, del mismo modo que ella, nunca hasta esta tarde y en este cuarto de hotel, habia imaginado que el hombre que sabiamente habia ido despertando su cuerpo a la embriaguez del amor y amorosamente habia ido despertando su alma a la embriaguez del mundo debio ser algun dia un adolescente temeroso, un ignorante tanteador del cuerpo de la muchacha inaugural, un hombre arrojado solo en el ancho mundo, que no conocia del mundo mas que el fuego que vanamente, despiadadamente, ardia en su corazon.
Era asi entonces, era esto lo que ella habia venido a aprender a este espejado cuarto de hotel, esta soledad que la libraba a si misma y que dejaria este acto, y todos sus actos, sin expiacion. No era la mirona de ojos chiquitos, no, no era la pequena Cecilia quien le venia a robar su exigua felicidad. No era esa que ahora empezaba a vivir sin saber aun que sus trampas y sus alegrias estaban tejiendo ya una red que nunca seria destramada quien le estaba quitando su lugar en el mundo. Era ella la que tal vez ya no podia entrar en la aurea burbuja de la irisada. Esa que en su tiempo dorado de correr bajo los arboles, una tarde de sol, deteniendo de golpe su desenfrenada carrera, escuchando los golpes descontrolados de su corazon, sintiendo debajo de la piel la vertiginosa borrachera del mundo, comprendio de golpe la maravilla de estar viva y dijo: Esta soy yo sobre la tierra; el mundo existe porque yo lo siento, aca, parada sobre la tierra.
Y esa que un dia habia latido al ritmo del corazon del universo era la que ahora, como enajenada aun de si misma, como si todavia no se animara a creer que la muchacha de los latidos era ella misma, y la infanta calculadora cara de luna era ella misma, y la engreida que a los diecisiete anos rechazo por tediosa la leyenda del Principe Azul y quiso tenerlo a Don Juan, y la que perversamente se habia divertido con las aventuras de Don Juan, y la que en silencio lo habia amado, y la que muy temprano habia reconocido que el mundo era algo mas que este resplandor dorado que la aureolaba, que los hombres morian de indignidad y de miseria sin haber conocido este dorado resplandor, esta dicha de saberse existiendo sobre la tierra; ella, que a ningun conocimiento se habia negado porque tenia la vanidad de creer que podia abarcar todo conocimiento, pero que era incapaz de llevar sobre sus hombros el mundo que habia conocido, incapaz de ser en el mundo con toda su pesada carga, era la que ahora, ritmicamente, desesperadamente, hasta casi sentir arcadas, hundia su boca en la enhiesta carne