habian amputado una pierna. Por iniciativa propia, aquella manana habia propuesto que los miembros de la familia, ya que estaban todos alli, se reunieran en su casa para que el les hablase de Juliette. Esta visita de pesame a un magistrado con una sola pierna me parecia un poco absurda, pero lo unico que yo debia hacer era seguir a los demas.

No recuerdo nada del primer contacto con las ninas que acababan de perder a su madre. Me parece que estaban bastante tranquilas, no lloraban ni gritaban, en cualquier caso. A continuacion hicimos la visita al velatorio del hospital. Es un edificio moderno, compuesto de una sala muy espaciosa, de techo muy alto, muy luminosa, una especie de atrio que recordaba los decorados unicos de la tragedia clasica, y sobre la cual convergen varias salitas: el tanatorio, la capilla, los lavabos, por ultimo, donde se tira de la cadena con cierta reserva, porque es un lugar tan sonoro como silencioso. Eramos los unicos visitantes aquella manana de domingo, y nos recibio un hombre con bata de enfermero que nos hizo sentarnos en un rincon de la sala grande para explicarnos como se harian las cosas, tecnicamente hablando, los dias que precedian al entierro. De hecho, no era enfermero, sino un voluntario encargado de recibir a las familias, y trazaba con claridad la frontera entre lo que correspondia, por una parte, al hospital y al servicio publico al que el representaba y, por otra, a los profesionales de las funerarias. Hasta que estos ultimos depositaban al difunto en el ataud, el hospital se ocupaba de las visitas, velaba por que el cuerpo fuera trasladado desde el deposito a los salones mortuorios y presentado lo mejor posible, es decir, lavado, peinado y, eventualmente, maquillado. Todo esto era gratuito, no se debia dudar en solicitarlo, las personas como el estaban al servicio de las familias; en cambio, los cuidados cosmeticos mas pesados que pudieran resultar necesarios, sobre todo en verano, cuando transcurrian varios dias antes del entierro, los facilitaban las funerarias y eran, por tanto, de pago. Insistia mucho en lo que era gratuito por un lado y de pago por otro, repetia la leccion para asegurarse de que la habiamos comprendido y, pensando en las familias con menos ingresos que la de Juliette, me parecia bien. En el parlamento que debia recitar, casi el mismo, a todos los visitantes, aparecia varias veces una frase: «Estamos aqui para hacer las cosas del mejor modo posible.» Sin duda esta frase era un topico en todas las profesiones que rodean a la muerte y la desgracia, pero aun asi daba la impresion de que el hacia realmente todo lo que podia para que las cosas se hicieran del mejor modo posible.

Ahora veriamos a Juliette, la habian preparado para nuestra visita, pero sus hijas vendrian por la tarde y la madre de Patrice tuvo la idea de que ellas eligieran entre la ropa de Juliette un vestido que a ella le gustara o que a ellas les gustaba que se pusiera. En realidad, Juliette apenas usaba vestidos, sino mas bien pantalones informes y confortables, pero lo que le importaba de verdad era que sus hijas estuvieran bien vestidas, tenian que vestirse como unas princesas, en sus propias palabras, y no por nada, indudablemente, Amelie dibuja con tanta obstinacion princesas. Asi que la madre de Patrice, la manana del domingo, habia llevado a las dos mayores al ropero para que escogieran el vestido que querian que su madre llevase en el feretro, y nosotros llevamos el vestido elegido para que lo tuviera puesto la tarde en que vinieran las ninas. El voluntario aprobo esta iniciativa y acto seguido dijo que teniamos suerte porque el colega que pronto iba a sustituirle era en el equipo el especialista indiscutible del maquillaje. Marie-Aude se mostro un poco inquieta: Juliette casi no se maquillaba. Precisamente por eso, dijo el voluntario, estaria bien solicitar los servicios de su colega, el especialista: haria un trabajo muy delicado y daria la impresion de que ella no estaba maquillada, sino viva. Cuando salimos del tanatorio, al cabo de diez minutos de los que no tengo nada que decir, el especialista acababa de llegar. Informado de las reticencias de la familia, se esforzo en tranquilizarla y pregunto si alguno de nosotros, quiza una de las hermanas, tenia deseos de ayudarle, de maquillar con el a la difunta. Preciso que es un gesto que puede parecer penoso pero que tambien puede ser muy beneficioso. Por lo demas, si en el ultimo minuto la persona no se sentia con animo, el lo haria en su lugar, nadie estaba obligado a imponerse duras pruebas. Helene y Cecile se miraron sin conviccion, al final ninguna de las dos maquillo a su hermana. Vuelvo a pensar en aquel especialista del que Antoine, Helene y yo nos burlamos un poco en el coche: era un tio con bermudas rosa, gordito, ceceante, que con su flequillo de pelo tenido tenia pinta de interpretar al peluquero homosexual en una comedia ligera, y solo ahora mismo, al escribirlo, me pregunto que podria inducirle a ir voluntariamente el domingo a maquillar cadaveres guiando sobre sus rostros los dedos de los parientes mas proximos. Quiza simplemente el gusto de ser util. Es para mi una motivacion mas misteriosa que la perversidad.

He retrasado todo lo posible el momento de llegar aqui, pero aqui estamos los ocho en la escalera del juez con una pierna amputada. El inmueble, antiguo, burgues, se encuentra en una calle peatonal que desemboca en la estacion de Perrache y pienso que esto facilitara el regreso. La escalera es de piedra, estrecha, no hay ascensor y me parece raro para un lisiado, pero nos detenemos en el primer piso. Llamamos, nos abren, uno tras otro franquea el umbral, se presenta y estrecha la mano del dueno de la casa, que, como se ha apagado el minutero de la luz de la escalera, no ve que queda todavia un visitante mas en el rellano y me cierra la puerta en las narices. No se por que, me parece divertido, y a el tambien, que mi relacion con Etienne Rigai haya comenzado asi. Tampoco se por que me habia imaginado que el juez era soltero y que vivia en un apartamento minusculo y oscuro, atestado de expedientes polvorientos, y que quiza oliese a gato. Pero no: la vivienda era espaciosa, clara, con muebles hermosos y bien cuidados, y no hacia falta echar un vistazo por la puerta entreabierta de un cuarto de ninos para intuir que alli vivia una familia. A la mujer y los ninos, sin embargo, debia de haberles rogado que salieran a dar un paseo: Etienne nos recibio solo. Cuarenta y pocos anos, grande, macizo, en vaqueros y camiseta gris. Ojos muy azules, a ras de la cara, detras de unas gafas sin montura. Rostro franco, voz suave, un poco aguda. Cuando nos precedio para guiarnos hasta el salon, vimos que cojeaba y, apoyandose en la derecha, arrastraba la pierna izquierda, completamente tiesa. El salon daba a la calle, el sol que entraba por las ventanas abiertas inundaba de luz, hasta la pared opuesta, un bello parque antiguo. Tomamos asiento, pareja por pareja: los padres en dos butacas vecinas, Helene y yo apretados en un extremo de un sofa muy largo, Antoine y su mujer en otro, Cecile y su marido en sillas. Encima de una mesa baja habia un frutero lleno de cerezas y una bandeja con vasos y zumos de frutas, pero Etienne pregunto si alguien queria cafe, todo el mundo respondio que si y fue a la cocina a prepararlo. Ni una palabra se pronuncio en su ausencia. Helene se levanto para ir a fumar en la ventana, yo la segui despues de haber recorrido los anaqueles de la biblioteca, que revelaba gustos mas personales, o mas cercanos a los mios, que la de Rosier. Etienne volvio con el cafe: utilizaba una cafetera expres que solo hacia una taza a la vez, y aun asi, misteriosamente, las nueve llegaron humeantes en la bandeja. Pidio un cigarrillo a Helene y preciso: lo he dejado hace mucho tiempo, pero hoy es especial, tengo mucho miedo. Sin acuerdo previo, todos le habiamos dejado libre el sillon situado delante del sofa, porque ocupaba una posicion central, un poco como el banquillo de los testigos ante un tribunal. Pero prefirio sentarse en el suelo, o mas bien acuclillarse sobre la pierna derecha flexionada y con la izquierda extendida hacia delante: una postura que parecia monstruosamente incomoda, pero que sobrellevo, no obstante, durante mas de dos horas. Todos le mirabamos. Nos vio mirarle, uno por uno, yo no consegui saber si estaba absolutamente sereno o febril. Solto una risita, para hacernos patente su turbacion, y luego dijo: que situacion mas extrana, ?eh? De repente me parece absurdo, y despues presuntuoso, hacerles venir asi, como si tuviera que decirles cosas que no saben sobre alguien que era su hija, su hermana… Tengo muchisimo miedo, la verdad. Tengo miedo de decepcionarles, y tambien de parecer ridiculo, no es un miedo muy digno pero, bueno, es lo que siento. No he preparado nada. Ayer intente construir en mi cabeza una especie de discurso, confeccionar una lista de las cosas de que queria hablar, pero no pude, desisti, de todos modos no valgo para esto. Asi que voy a decir lo que se me ocurra. Se callo un momento y luego continuo: hay una cosa de la que creo que ustedes no tienen conciencia y que quisiera que comprendiesen, y es que Juliette era una gran jueza. Saben, por supuesto, que amaba su profesion y que la ejercia bien, deben de pensar que era una magistrada excelente, pero era algo mas. Durante los cinco anos en que trabajamos juntos en el tribunal de Vienne, ella y yo hemos sido grandes jueces.

Esta frase me alerto, la frase y su manera de decirla. Habia en ella un orgullo increible, algo de inquieto y de jubiloso a la vez. Yo reconocia esta inquietud, reconozco a las personas que la sienten, la reconozco de espaldas, en una multitud, en la oscuridad, son mis hermanos, pero la alegria mezclada con ella me pillo desprevenido. Se intuia que el hombre que hablaba era un individuo emotivo, ansioso, permanentemente al acecho de algo que se le escapaba y que al mismo tiempo poseia, que estaba afianzado en una confianza inexpugnable. No era serenidad, ni sabiduria ni dominio de si mismo, sino una forma de apoyarse en su miedo y desplegarlo, un modo

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