Al salir de casa Salviati, Brunetti miro el reloj. La una menos veinte. Volvio a tomar el traghetto y, en San Leonardo, cruzo el campo y torcio por la primera calle de la izquierda. Habia varias mesas vacias bajo el toldo del restaurante.

A la izquierda de la entrada estaba el mostrador y, detras de este, en un estante, varias damajuanas de cuyos golletes salian largos tubos de caucho. A la derecha, dos arcos daban acceso a otra sala, y alli, en una mesa situada junto la pared, vio a su suegro, el conde Orazio Falier. El conde, con una copa de lo que parecia prosecco delante, leia Il Gazzettino, el diario local. Brunetti se llevo una sorpresa al verlo con esta publicacion, lo que era indicio de que o bien habia sobreestimado al conde o infravalorado al periodico.

– Buon di -dijo Brunetti acercandose a la mesa.

El conde miro por encima del diario y, dejandolo abierto en la mesa, se levanto.

– Ciao, Guido -dijo tendiendo la mano y estrechando la de Brunetti-. Me alegro de que hayas podido venir.

– Recuerda que era yo el que queria hablar contigo.

El conde dijo entonces:

– Ah, si, los Lorenzoni, ?verdad?

Brunetti aparto la silla situada frente al conde y se sento. Miro el diario, preguntandose si, a pesar de que el cuerpo aun no habia sido identificado, ya habria llegado a la prensa la noticia del hallazgo.

El conde, interpretando la mirada de su yerno, dijo:

– Todavia no dicen nada. -Sin apresurarse, doblo el periodico meticulosamente por la mitad una vez y luego otra.

– Que horror, ?verdad? -dijo levantando el diario entre los dos.

– No si te gusta el canibalismo, el incesto y el infanticidio -respondio Brunetti.

– ?Has leido el de hoy? -Brunetti movio la cabeza negativamente y el conde explico-: Viene la noticia de una mujer de Teheran que mato al marido, pico el corazon y se lo comio en un guiso que se llama ab goosht. -Antes de que Brunetti pudiera manifestar sorpresa u horror, el conde prosiguio-: Y, ademas, te dan la receta del ab goosht tomate, cebolla y carne picada. -Meneo la cabeza-. ?Para quien escriben? ?Quien quiere saber estas cosas?

Hacia tiempo que Brunetti habia perdido toda la confianza que pudieran haberle merecido los gustos del gran publico, por lo que contesto:

– Yo diria que los lectores de Il Gazzettino.

El conde lo miro y asintio.

– Tienes razon, seguramente. -Lanzo el diario a la mesa vecina-. ?Que quieres saber de los Lorenzoni?

– Esta manana has dicho que el chico no tenia el talento del padre. Me gustaria saber talento para que.

– Ciappar schei -respondio el conde en dialecto.

Brunetti, sintiendose ya mas comodo al oir veneciano, pregunto:

– Hacer dinero, ?de que manera?

– De todas las maneras posibles: acero, cemento, barcos. Si quieres transportar algo, los Lorenzoni te lo llevan. Si quieres construir o fabricar, los Lorenzoni te venden los materiales. -El conde penso en lo que acababa de decir y agrego-: Seria un buen eslogan, ?no crees? -Cuando Brunetti asintio, el conde agrego-: Y no es que los Lorenzoni tengan necesidad de hacer publicidad. Por lo menos, en el Veneto.

– ?Tienes tratos con ellos? Quiero decir de negocios.

– Antes utilizaba sus camiones para llevar tejidos a Polonia y traer… No estoy seguro, porque de eso hace cuatro anos por lo menos, pero me parece que era vodka. Ahora, desde que se han relajado los controles de fronteras y las disposiciones aduaneras, me resulta mas economico utilizar el tren, por lo que ya no trato con ellos.

– ?Y socialmente, los tratas?

– No mas que a unos cientos de personas de la ciudad -dijo el conde y levanto la mirada al acercarse la duena.

Era una mujer joven que llevaba una camisa masculina embutida en un pantalon vaquero recien planchado y el pelo tan corto como un hombre. Aunque no iba maquillada, su aspecto no tenia nada de androgino, por la forma en que el vaquero se arqueaba sobre sus caderas, y la camisa, con los tres ultimos botones desabrochados, revelaba que, aunque no llevaba sosten, tampoco estaria de mas.

– Conde Orazio -dijo la mujer con una voz de contralto profunda, calida y prometedora-, celebro volver a verlo. -Miro a Brunetti haciendole extensiva la hospitalaria sonrisa.

Brunetti recordo que el conde le habia dicho que regentaba el local la hija de un amigo, por lo que quiza era en su calidad de viejo amigo de la familia que el conde pregunto:

– Come stai, Valeria? -Aunque el tuteo nada tenia de paternal, y Brunetti espio la reaccion de la mujer.

– Molto bene, signor conte. E lei? -respondio ella, en un tono que no armonizaba con la formalidad de la frase.

– Bien, muchas gracias. -El conde indico a Brunetti con un ademan-. Mi yerno.

– Piacere -dijo el, y la mujer correspondio con la misma palabra, acompanada de una sonrisa.

– ?Que nos recomiendas hoy, Valeria? -pregunto el conde.

– Para empezar, tenemos sarde in saor o latte di seppie. Las sarde las preparamos anoche, y las sepias han llegado de Rialto esta manana.

Pues serian congeladas, penso Brunetti. Aun era pronto para lechas de sepia frescas. Pero las sardinas estarian bien. Paola nunca tenia tiempo para limpiar sardinas y hacerlas marinar con cebolla y pasas, por lo que poder tomarlas ahora seria un regalo.

– ?Que dices tu, Guido?

– Sarde -respondio el sin vacilar.

– Si. Para mi tambien.

– Spaghetti alle vongole -dijo la mujer, menos como una recomendacion que como una orden.

Los dos hombres asintieron.

– Y despues, tenemos rombo o, quiza, coda di rospo. Los dos son muy frescos.

– ?Como estan hechos? -pregunto el conde.

– El rombo, a la parrilla y el coda, al vino blanco, con zucchini y romero.

– ?Es bueno el coda?

Por toda respuesta, la mujer hundio el nudillo del indice de la mano derecha en la mejilla y lo hizo girar relamiendose.

– Entonces decidido -sonrio el conde-. ?Y tu, Guido?

– Para mi, rombo -dijo Brunetti, a quien el otro plato le habia parecido muy sofisticado, una de esas cosas servidas con un trozo de zanahoria recortada en forma de rosa o decorada con una ramita de menta.

– ?Vino? -pregunto la mujer.

– ?Teneis del Chardonnay que hace tu padre?

– Es el que bebemos nosotros, senor conde, pero no solemos servirlo. -Al ver su gesto de decepcion, agrego-: Pero puedo traerles una jarra.

– Gracias, Valeria. Lo he bebido en casa de tu padre y es excelente.

Ella movio la cabeza de arriba abajo, en reconocimiento de esta verdad y bromeo:

– Pero que no le oigan los de Hacienda.

Antes de que el conde pudiera hacer un comentario, sono una voz en la otra sala, y la mujer dio media vuelta

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