y se alejo.

– No es de extranar que la economia de este pais vaya de capa caida -dijo el conde con un furor repentino-. El mejor vino que se produce en esta tierra, y no pueden servirlo, probablemente, por alguna pamplina legal sobre el contenido en alcohol, o porque en Bruselas algun cretino ha decidido que se parece demasiado a otro vino que se produce en Portugal. Los que mandan son una coleccion de tarados.

Brunetti penso que este era un comentario curioso en boca de un hombre que, a sus ojos, siempre habia estado entre los que mandaban. Pero, antes de que pudiera responder, Valeria estaba de vuelta con una jarra de litro de un palido vino blanco y una botella de agua mineral, que nadie le habia pedido, por cierto.

El conde sirvio dos copas de vino y acerco una a Brunetti.

– Ya me diras que te parece.

Brunetti tomo un sorbo. Siempre le habian irritado los ditirambos sobre el vino y su sabor, que si «nobleza de solera», que si «aromas afrutados»… por lo que se limito a decir:

– Muy bueno -y dejo la copa en la mesa-. Hablame del chico. Dijiste que no te merecia una gran opinion.

El conde habia tenido veinte anos para acostumbrarse a su yerno y sus modales, por lo que tomo un trago de vino y contesto:

– No; era corto y presuntuoso, lo que es una combinacion muy cargante.

– ?Que clase de trabajo hacia dentro del grupo?

– Creo que lo llamaban consulente, aunque no se que podian consultarle. Cuando habia que llevar a cenar a algun cliente, Roberto se encargaba. Imagino que Ludovico tendria la esperanza de que, a fuerza de tratar con clientes y oir hablar de negocios, el chico sentara la cabeza o, por lo menos, se tomara mas en serio el trabajo.

Brunetti, que habia trabajado todos los veranos de sus anos de universidad, pregunto:

– Pero supongo que el no llamaria trabajo a salir a cenar de vez en cuando, ?verdad?

– A veces, si habia que entregar o recoger algo importante, enviaban a Roberto, por ejemplo, llevar unos contratos a Paris o hacer llegar urgentemente un nuevo muestrario a las fabricas textiles. Roberto hacia la entrega, y luego pasaba un fin de semana en Paris, en Praga o donde fuera.

– Bonito trabajo -dijo Brunetti-. ?Y la universidad?

– Era muy vago. O muy tonto -fue la concluyente explicacion del conde.

Brunetti iba a comentar que, a juzgar por lo que Paola solia decir de sus universitarios, ni una cosa ni la otra debia de ser un grave impedimento, pero se contuvo al ver acercarse a la mesa a Valeria con dos platos llenos de sardinas relucientes de aceite y vinagre.

– Buon appetito -les deseo la mujer, y se alejo hacia una mesa en la que un cliente le habia hecho una sena.

Ninguno de los dos hombres se entretuvo en quitar espinas, y empezaron a saborear enteros aquellos pescaditos bien aderezados con cebolla y pasas, que rezumaban aceite.

– Bon -dijo el conde. Brunetti asintio, pero no dijo nada, limitandose a deleitarse con el sabor de la sardina, realzado por la acidez del vinagre. Habia oido decir que, siglos atras, los pescadores de Venecia tenian que poner el pescado en vinagre, para que se conservara, como tambien le habian dicho que se echaba vinagre al pescado para prevenir el escorbuto. El no sabia si eran ciertas estas razones, pero, por si acaso, daba gracias a los pescadores.

Cuando las sardinas hubieron desaparecido, Brunetti rebano el plato con un trozo de pan.

– ?Hacia algo mas Roberto?

– ?Quieres decir en el despacho?

– Si.

El conde sirvio otras dos medias copas de vino.

– No; creo que eso es todo lo que era capaz de hacer, o todo lo que le interesaba hacer. -Bebio otro trago-. No era mal chico, solo un poco tarambana. La ultima vez que lo vi hasta me dio pena.

– ?Cuando fue eso? ?Y por que, pena?

– Fue unos dias antes del secuestro. Sus padres daban una fiesta para celebrar el treinta aniversario de su boda, y nos invitaron a Donatella y a mi. En la fiesta estaba Roberto. -El conde agrego al cabo de un momento-: Pero era casi como si no estuviera.

– No comprendo -dijo Brunetti.

– Parecia invisible. No; no es esa la palabra. Mas bien ausente. Estaba mas delgado y hasta empezaba a clarearle el pelo. Era verano, pero te daba la impresion de que no habia salido de casa desde el invierno. El, que siempre estaba en la playa o jugando al tenis. -El conde desvio la mirada, recordando la cena-. No hable con el, y no quise decir nada a sus padres. Pero estaba raro.

– ?Enfermo?

– No exactamente. Pero si muy palido y muy delgado, como si hubiera estado demasiado tiempo a dieta.

En aquel momento, como respondiendo a un conjuro para poner fin a toda charla sobre dietas, llego Valeria con dos grandes platos de espagueti, salpicados de varias docenas de chirlas. La precedia un aroma a ajo y aceite.

Brunetti hundio el tenedor en la pasta enrollando en el los gruesos hilos entrelazados. Cuando hubo acumulado lo que le parecio un bocado suficiente, se llevo el tenedor a la boca aspirando con fruicion el perfume calido y penetrante del ajo. Con la boca llena, hizo una senal de asentimiento al conde, que movio la cabeza de arriba abajo y empezo a comer a su vez.

Cuando ya casi habia terminado la pasta y empezaba a comer las chirlas, Brunetti pregunto al conde:

– ?Y el sobrino?

– Dicen que tiene talento natural para los negocios. Posee don de gentes para tratar a los clientes, vista para calcular presupuestos e intuicion para contratar a gente capaz.

– ?Cuantos anos tiene? -pregunto Brunetti.

– Dos mas que Roberto, unos veinticinco.

– ?Sabes algo mas de el?

– ?Que clase de cosas?

– Lo que sea.

– Eso abarca mucho. -Antes que Brunetti pudiera puntualizar, el conde pregunto-: ?Te refieres a si el pudo hacer esto? Suponiendo que esto lo haya hecho alguien.

Brunetti asintio y siguio con las chirlas.

– Su padre, el hermano menor de Ludovico, murio cuando el chico tenia ocho anos. Ya se habia divorciado de la madre, que parece ser que no queria saber nada del nino, y a la primera ocasion lo cedio a Ludovico y Cornelia, que lo criaron como si fuera hermano de Roberto.

Pensando en Cain y Abel, Brunetti pregunto:

– ?Esto te consta o te lo han contado?

– Las dos cosas -fue la escueta respuesta del conde-. Yo no creo que Maurizio estuviera implicado en eso.

Brunetti se encogio de hombros y dejo caer la ultima chirla vacia en el monton que se habia acumulado en su plato.

– Ni siquiera se todavia si los restos son del chico Lorenzoni.

– Entonces, ?por que tantas preguntas?

– Ya te lo dije: porque dos personas pensaron que era una broma. Y porque la piedra que impedia abrir la verja habia sido puesta desde dentro.

– Tambien pudieron saltar la tapia -apunto el conde.

– Quiza -asintio Brunetti-. Pero hay en todo ello algo que no me gusta.

El conde lo miro con extraneza, como si el combinado que formaban la intuicion y Brunetti le pareciera insolito.

– Aparte de lo que acabas de decirme, ?que otra cosa no te gusta?

– Que nadie prestara atencion al comentario de que les parecia una broma. Que en el expediente no haya constancia de una conversacion con el primo. Y que no se hicieran preguntas acerca de la piedra.

El conde puso el tenedor atravesado encima de los espaguetis que quedaban en el fondo del plato, y al momento aparecio Valeria, a retirar el servicio.

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