Donna Leon
Vestido para la muerte
Comisario Guido Brunetti 3
Titulo original:
Traduccion del ingles: Ana Maria de la Fuente
© Copyright by Donna Leon, 1994
Ah, quiza en este momento,
enganada por mi muerte,
privada de toda esperanza y de consuelo,
lagrimas de dolor sus ojos vierten.
1
El zapato era rojo, rojo como las cabinas telefonicas de Londres o como los coches de bomberos de Nueva York, aunque estos no fueron los similes que se le ocurrieron al hombre que vio el zapato. El penso en el rojo del Ferrari Testarossa del calendario que colgaba de la pared del cuarto en el que se cambiaban los matarifes y que tenia una rubia desnuda recostada en el capo, muy amartelada con el faro izquierdo. El zapato estaba caido de lado, y la punta rozaba uno de los charcos de petroleo que salpicaban los campos entre los que se levantaba el matadero, envenenandolos con su maldicion.
Anos atras, cuando se autorizo la construccion del matadero, Marghera aun no se habia convertido en una de las zonas industriales mas florecientes (aunque quiza no sea este el calificativo mas apropiado) de Italia, aun no habia refinerias de petroleo, ni fabricas de productos quimicos instaladas en las hectareas de tierras pantanosas que se extienden al borde de la laguna, frente a Venecia, la Perla del Adriatico. La nave de cemento del matadero, achaparrada y sordida, estaba rodeada de una alta cerca de tela metalica, colocada, quiza, tiempo atras, cuando todavia se llevaba a sacrificar el ganado en rebanos, por caminos polvorientos, y su finalidad era la de impedir que los animales se desperdigaran antes de ser conducidos a su destino, a gritos y golpes, por las rampas. Ahora llegaban en camiones que paraban delante de rampas cerradas por un muro a cada lado, y no habia escapatoria posible. Desde luego, no habrian puesto la cerca para mantener alejados a los intrusos, porque ?quien iba a querer acercarse a este edificio? Seguramente, por eso no se reparaban los boquetes que con los anos se habian abierto en la tela metalica, por los que de noche entraban perros vagabundos, aullando ansiosos, atraidos por lo que habia alli dentro.
Los terrenos que rodeaban el matadero estaban despejados. Las fabricas se mantenian a distancia de la vieja nave de cemento, como si observaran un tabu tan poderoso como la misma sangre. Los edificios permanecian alejados, pero sus emanaciones, sus desperdicios, los fluidos venenosos que se vertian en la tierra no entendian de tabues, y ano tras ano iban acercandose al matadero. Un lodo negro banaba los tallos de la hierba del pantano y una pelicula irisada cubria los charcos, que, por seca que fuera la estacion, nunca desaparecian. En el exterior, la naturaleza habia sido envenenada, pero lo que horrorizaba a la gente era lo que se hacia en el interior de esa nave.
El zapato, el zapato rojo estaba caido de lado a unos cien metros de la fachada posterior del matadero, al lado de la cerca, por el exterior, a la izquierda de unos matorrales que parecian prosperar gracias al veneno que se filtraba hasta sus raices. A las once y media de una calurosa manana de agosto, un hombre fornido, con un delantal de cuero empapado en sangre, abrio la puerta metalica de la fachada posterior del matadero y salio al sol, que caia como plomo derretido. A su espalda, en el aire torrido, flotaban efluvios pestilentes y quejidos. El sol quemaba, pero por lo menos alli fuera no era tan fuerte el hedor de los excrementos, y los mugidos y balidos que sonaban a su espalda quedaban un poco amortiguados por el zumbido del trafico, que discurria a un kilometro de distancia, transportando el aluvion de turistas que se precipitaba hacia Venecia durante el
El hombre se enjugo la sangre de la mano en el delantal -tuvo que agacharse para encontrar un trozo seco en una punta- y saco un paquete de Nazionale del bolsillo de la camisa. Con un encendedor de plastico, encendio un cigarrillo e inhalo avidamente, sorbiendo el olor y el acre sabor del tabaco barato. Un aullido ronco llego hasta el por la puerta que tenia a la espalda, lo que le hizo apartarse del edificio. Fue hacia la cerca, en busca de la sombra de las hojas raquiticas de una acacia que, a fuerza de teson y sufrimientos, habia alcanzado una altura de cuatro metros.
De espaldas al edificio, el hombre contemplo el bosque de chimeneas que se extendia hacia Mestre. Las que no escupian llamas exhalaban nubes grises y verdosas. Una brisa suave, muy ligera para sentirla en la cara, traia el humo hacia el. Dio otra calada al cigarrillo y miro al suelo. Al andar por estos campos tenias que vigilar donde ponias el pie. Y entonces vio el zapato, caido al otro lado de la cerca.
Ese zapato era de tela, no de piel. ?Seda? ?Raso? Bettino Cola no entendia de estas cosas, pero sabia que su mujer tenia unos zapatos de ese mismo material, que le habian costado mas de cien mil liras. Cincuenta corderos o veinte terneras tenia el que sacrificar para ganar ese dinero, y ella lo gastaba en unos zapatos, para ponerselos una sola vez y luego dejarlos en un rincon del armario y no volver ni a mirarlos.
No habia en aquel paisaje abominable nada digno de atencion, por lo que el hombre se quedo mirando el zapato mientras fumaba. Se fue un poco hacia la izquierda, para verlo desde otro angulo. Aunque estaba muy cerca de un gran charco de petroleo, parecia descansar en terreno seco. Cola dio otro paso hacia la izquierda, un paso que lo situo bajo los rigores del sol, y exploro el terreno alrededor del zapato, buscando la pareja. Entre la hierba, distinguio una forma ovalada, que parecia una suela, como si tambien el companero estuviera caido.
Bettino tiro el cigarrillo y lo aplasto con el pie en la tierra blanda, camino unos pasos junto a la valla, se agacho y salio por un gran agujero, con precaucion, para no aranarse con los oxidados alambres. Una vez fuera, se irguio y retrocedio hasta donde estaba el zapato, mejor dicho, el par de zapatos, que quiza fueran