– Muchas gracias por la ayuda. Por todo lo que me has ayudado durante estos meses.

– No hay gran cosa que agradecer.

Inger Johanne se restrego ligeramente las lumbares antes de colocarse la indomable melena detras de las orejas y enderezarse las gafas con un fino dedo indice.

– Si que lo hay -dijo.

– La verdad es que creo que vas a tener que aprender a vivir con toda esa historia. No se puede hacer nada contra el hecho de que esa mujer exista.

– Amenazo a mis hijas. Es peligrosa. Por lo menos al hablar contigo, y ver que me tomas en serio y que me crees…, me resulta mas facil de llevar.

– Ya ha pasado casi un ano -dijo la mujer de la silla de ruedas-. El ano pasado fue cuando la cosa se puso seria. Lo de este invierno…, sinceramente, creo que te esta… tomando el pelo.

– ?Tomando el pelo?

– Esta avivando tu curiosidad. Eres una persona muy curiosa, Inger Johanne. Por eso eres investigadora. Es la curiosidad la que te mete en investigaciones con las que, en realidad, no quieres tener nada que ver, hace que a toda costa tengas que llegar al fondo de la cuestion de lo que esta mujer quiere de ti. Fue tu curiosidad la que… te trajo hasta mi. Y es…

– Me tengo que ir -la interrumpio Inger Johanne, la boca se abrio en una rapida sonrisa-. No tiene sentido repasarlo todo una vez mas. Pero gracias, en todo caso. Ya me apano para encontrar la salida.

Se quedo quieta un momento. Cayo en la cuenta de lo hermosa que era aquella mujer. Era esbelta, rozando la delgadez. Tenia la cara ovalada, con unos ojos tan extranos como los de la nina: azules como el hielo, con una claridad casi carente de color, y con un ancho aro negro azabache rodeando el iris. Tenia una boca bonita y rodeada de diminutas y hermosas arrugas que delataban que como minimo pasaba de los cuarenta. Iba elegantemente vestida, con un jersey de cachemira azul claro con escote de pico y con unos vaqueros que era probable que no hubiera comprado en Noruega. En torno al cuello llevaba un sencillo diamante de gran tamano que se mecia levemente.

– ?Que guapa estas, por cierto!

La mujer sonrio, casi cohibida.

– Supongo que nos veremos pronto -dijo, y luego maniobro la silla hacia la ventana y le dio la espalda a su invitada sin decirle adios.

Capitulo 4

La nieve alcanzaba la altura de las rodillas sobre los grandes campos de cultivo. El hielo duraba ya mucho. Los arboles del boscaje que se extendia por el oeste estaban escarchados de hielo. Aqui y alla las raquetas atravesaban la endurecida superficie de la nieve, y por un momento el hombre estuvo a punto de perder el equilibrio. Al Muffet se detuvo e intento recuperar el aliento.

El sol estaba a punto de ponerse detras de los montes del oeste y solo algun que otro graznido de los pajaros rompia el silencio. La nieve relumbraba con un tono rojizo bajo la luz del atardecer y el hombre con las raquetas siguio con la mirada a una liebre que salio saltando entre los arboles y que bajo correteando hacia el arroyo al otro lado del cercado.

Al Muffet inspiro tan hondo como pudo.

Nunca habia tenido dudas sobre que aquello era lo correcto. Cuando murio su mujer y se quedo solo con tres hijas, de ocho, once y dieciseis anos, le llevo pocos segundos entender que la carrera en una de las universidades mas prestigiosas de Chicago no se dejaba compaginar con acarrear solo con la responsabilidad de cuidar a tres hijas; ademas, los problemas economicos le obligaron a trasladar a la familia a un lugar mas tranquilo, en el campo.

Tres semanas y dos dias despues de que la familia se hubiera instalado en su nuevo hogar en Rural Route #4 en Farmington, Maine, dos aviones de pasajeros alcanzaron sendas torres de Manhattan. Justo despues, otro avion se incrusto contra el Pentagono. Esa misma noche, Al Muffet cerro los ojos en un silencioso acto de agradecimiento por su prevision; ya como estudiante se habia deshecho de su nombre original: Ali Shaeed Muffasa. Las hijas tenian nombres sensatos, Sheryl, Catherine y Louise, y afortunadamente habian heredado la nariz respingona de su madre y su pelo rubio ceniza.

Ahora, tres largos anos mas tarde, apenas pasaba un dia sin que se regocijara en su vida campestre. Las ninas florecian y era sorprendente el poco tiempo que le habia llevado a el recuperar el gusto por la actividad clinica. Su praxis era variada, una armonica combinacion de animales pequenos y ganado: enclenques periquitos, perras parturientas y algun que otro toro bravo que precisaba una bala en la frente. Todos los jueves jugaba al ajedrez en el club y el sabado era el dia fijo para ir al cine con las ninas. Los lunes por la noche solia jugar un par de sets de squash con el vecino, que tenia una pista en un granero reformado. Los dias se sucedian en un flujo constante de satisfecha monotonia.

Solo los domingos, la familia Muffet se distinguia de los demas habitantes de la pequena ciudad de provincias. Ellos no iban a la iglesia. Hacia mucho que Al Muffet habia perdido el contacto con Ala y no tenia la menor intencion de adherirse a un nuevo dios. Al principio aquello provoco reacciones diversas: preguntas veladas en las reuniones de padres y comentarios ambiguos en la gasolinera o en el puesto de las palomitas de maiz del cine, los sabados por la noche.

No obstante, tambien eso se paso con el tiempo.

Todo se supera, penso Al Muffet mientras se afanaba por desenterrar el reloj de pulsera entre el guante y el plumon. Tenia que apresurarse. La mas joven de las ninas iba a hacer hoy la cena y sabia por experiencia que convenia estar presente durante el proceso. En caso contrario, se encontraba con una cena magnifica y con el armario de las delicatessen medio vacio. La ultima vez, Louise les habia servido una cena de cuatro platos, en un simple lunes, con foie gras y un risotto con trufas autenticas, seguido de asado, un venado de la caza del otono que en realidad guardaba para la cena navidena que organizaba todos los anos para los vecinos.

El frio arreciaba una vez que se ponia el sol. Se quito los guantes y puso las palmas de las manos contra las mejillas. Al cabo de unos segundos empezo a descender con los pesados y largos pasos de las raquetas, que con el tiempo habia llegado a dominar.

Habia preferido no ver la investidura de la Presidenta, pero no porque le molestara demasiado. Aunque cuando Helen Lardahl Bentley penetro la esfera publica unos diez anos antes, se horrorizo. Recordaba con desagradable claridad aquella manana en Chicago, estaba en cama con gripe, zapeando a traves de la fiebre. Helen Lardahl, tan distinta a como el la recordaba, pronunciaba un discurso en el senado. Ya no llevaba gafas. Las redondeces que la habian caracterizado hasta bien entrada la veintena habian desaparecido. Solo los gestos, como el resuelto movimiento oblicuo con la mano abierta, con el que cortaba el aire para subrayar algun aspecto de lo que decia, lo convencieron de que se trataba de la misma mujer.

«Como se atreve», penso entonces.

Despues, poco a poco, se habia ido acostumbrando.

Al Muffet volvio a detenerse e inspiro el aire frio hasta las profundidades de los pulmones. Ya habia alcanzado el arroyo, donde el agua seguia corriendo bajo una tapadera de hielo claro como el cristal.

La mujer debia de confiar en el, asi de sencillo. Debio de elegir confiar respecto a la promesa que le hizo una vez, hacia ya toda una vida, en otro tiempo y en un lugar completamente distinto. Desde su posicion no podria costarle mucho averiguar que el seguia con vida y que vivia en Estados Unidos.

A pesar de ello se dejaba elegir como la lider mundial mas poderosa del mundo, en un pais donde la moral era una virtud y la doble moral una virtud por necesidad.

Cruzo el arroyo y trepo por encima del borde de nieve del camino. Tenia el pulso tan acelerado que le pitaban los oidos. «Ha pasado tanto tiempo», penso, y se quito las raquetas. Cogio una con cada mano y empezo a correr por el estrecho camino invernal.

– We got away with it -susurro al compas de sus propios pasos-. Se puede confiar en mi. Soy un hombre de honor. We got away with it.

Iba muy retrasado. Probablemente, en casa se encontraria con una cena de ostras y una botella de champan

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