Y veinte millones para caridad.

Eso era todo.

Obtener los regalos personales fue una cosa rapida. Le habia llevado poco menos de media hora con su joyero habitual en Amsterdam, en noviembre; despues, una vuelta por el centro comercial de Boston, la misma semana, y veinte minutos con el ordenador ahora, por la noche, para componer una nota simpatica con que acompanar los regalos de su familia politica. La pagina de Internet de la empresa estaba llena de atrayentes fotos de Martinica y de Aruba, y la composicion salio bien y con el justo toque personal, una vez que hubo logrado poner a toda la parentela a bordo del MS Princess Ingrid Alexandra bajo la brisa del amanecer.

Lo que le llevo tiempo fue el dinero de la beneficencia.

Marcus Koll junior ponia el alma en cada donacion. Repartir regalos caritativos era su propio regalo de Navidad. Siempre le hacia sentirse bien, ademas de recordarle a su abuelo. El anciano, que era lo mas cerca que el pequeno Marcus habia estado de Dios, le planteo en una ocasion: «Un hombre ayuda a otro en su necesidad y reclama el reconocimiento que se le debe. Otro hombre ayuda a otro que lo necesita, pero no se lo dice a nadie y nunca recibe un agradecimiento. ?Cual de ellos es mejor persona?».

A los diez anos contesto que el primero era el mejor, y desde entonces lamento su respuesta. Marcus mantuvo su punto de vista durante mucho tiempo: la intencion del que da no era lo importante. Lo que contaba eran los resultados. Diez era mejor que uno. El anciano habia argumentado prolongadamente lo contrario y continuo haciendolo hasta que el joven cambio por fin de opinion, a los quince anos. Al abuelo le sucedio lo mismo. La discusion siguio asi hasta que Marcus Koll senior murio a los noventa y tres anos, y dejo tras de si una prolija vida, ordenada en una carpeta gris verdoso con el logotipo NSB. Los papeles mostraban que a lo largo de su vida adulta habia donado siempre el veinte por ciento de sus ingresos. No el diez, como solia ser norma entre los empresarios, sino el veinte. La quinta parte del sueldo de toda la vida del abuelo habia sido su regalo a los que vivian en peores condiciones que el.

Marcus junior hojeo la carpeta el dia en que enterraron a su abuelo. Fue un viaje en el tiempo a traves de los acontecimientos mas oscuros del siglo XX. Ahi estaban los recibos de dinero enviado antes del fin de la guerra a las viudas pobres, a los ninos judios despues. A refugiados hungaros en 1956. Redd Barna, una asociacion noruega de beneficencia dedicada a los ninos, habia recibido una pequena contribucion mensual desde 1959, y el abuelo realizo generosas donaciones para obras de ayuda en la mayoria de las catastrofes acaecidas a partir de 1920: desde naufragios sucedidos entre las dos guerras, pasando por la hambruna en Biafra y, sin pausa, hasta el tsunami en el suroeste asiatico. Fallecio solo cinco dias despues del maremoto, en la Nochevieja de 2004, pero alcanzo a arrastrarse hasta la oficina de correos de Toyen para enviar cinco mil coronas a Medicos Sin Fronteras.

Como conductor de locomotoras con una esposa en casa, cinco hijos y luego catorce nietos, no pudo resultar facil reducir la bolsa salarial, o la pension subsecuente, ano tras ano. Pero nunca obtuvo reconocimiento por lo que hacia. Los montos se pagaban ante las ventanillas de diferentes oficinas de correos, todas lo suficientemente lejos del apartamento del edificio de ladrillos en Valerenga, como para que nadie lo reconociera. El donante era siempre anonimo, aunque la firma lo delataba.

No es que el abuelo hubiera ayudado a otra persona sin el menor reconocimiento, es que habia ayudado a miles.

Igual que su nieto.

La contribucion del joven Marcus Koll a las organizaciones de ayuda e investigacion era de una escala muy diferente a la del anciano. No podia ser de otro modo. En solo unas semanas, el ganaba mas de lo que su abuelo habia ganado durante toda su larga vida. De todas formas estaba convencido de que la alegria de dar era exactamente la misma para ambos, y de que, en realidad, no existia una respuesta al acertijo moral de su abuelo. Compartir no era una cuestion de nobleza de espiritu para ninguna de las dos generaciones de Marcus Koll. Se trataba simplemente de estar en paz con sus propias vidas. Y asi como su abuelo se permitio la pequena vanidad de dejar que su nieto supiese lo que habia hecho, una vez que todo estuvo hecho y que la discusion estaba definitivamente muerta, el joven tambien decidio llevar a cabo un cuidado manejo de sus donaciones. Se hacian con toda discrecion, a traves de varios eslabones que hacian imposible que los destinatarios identificasen al donante. El dinero era un regalo personal, no provenia de ninguna de sus empresas; procedia de sus ingresos, sobre los que se descontaban impuestos antes de que distribuyese los donativos a traves de canales que solamente el conocia. Y solo el mas joven Marcus Koll, que cumpliria ocho anos dentro de dos meses, sabria alguna vez lo que habia ocupado a su padre cada noche antes del ultimo domingo de Adviento, desde que habia cumplido treinta y cinco anos.

Le daba paz. La paz que precisaba.

El corazon latio demasiado rapido.

Camino de arriba abajo por el cuarto. No era especialmente grande, no reflejaba todo el dinero que se generaba en el viejo escritorio de roble. Es cierto que Marcus Koll junior recibia en Aker Brygge, en lo que un par de crisis financieras atras habia sido un domicilio muy apropiado. Pero al cabo de un tiempo la zona habia perdido valor. A el no le importaba.

Se llevo las manos al pecho y trato de respirar despacio. Los pulmones tenian su propia voluntad, se hinchaban buscando aire demasiado deprisa, demasiado superficialmente. Se quedo de pie, clavado en el suelo. No podia moverse. Sintio que estaba a punto de morir. Notaba pinchazos en las puntas de los dedos. Tenia los labios entumecidos y el entorpecimiento de la boca le secaba la lengua hasta deformarla. Tenia que respirar a traves de la nariz, pero la tenia tapada; habia dejado de respirar y moriria al cabo de pocos segundos.

Se vio tal como habia leido que sucedia y como se habia visto en tantas ocasiones antes. Se encontraba frente a su propio cuerpo, un poco de costado, en el centro de una perspectiva de pajaro, y veia a un hombre de cuarenta y cuatro anos, de corta estatura y con bolsas debajo de los ojos. Podia oler su propio terror.

Le sobrevino una violenta oleada de calor que hizo posible que se liberase. Renqueo hasta el escritorio y extrajo una bolsita de papel del cajon superior. Estrujo el borde con el pulgar y el indice de la mano derecha, y aflojo el nudo de la bolsa, se la llevo a la boca y respiro lo mas pesada y ritmicamente que le fue posible.

El sabor metalico en la boca no desaparecio.

Arrojo la bolsa y apoyo la frente contra la ventana.

No estaba enfermo. No lo estaba. El corazon estaba bien, a pesar de la punzada bajo el omoplato izquierdo y en el brazo, en el brazo izquierdo, cuando lo sentia. No. Ningun dolor ahi.

«No sientas. Respira.»

Sentia las manos como si le corriesen por ellas insectos y no se atrevia a sacudirlas para quitarselos. La cabeza la sentia liviana y rara, como si no fuese la suya. Los pensamientos se agolpaban tan rapidamente que no podia reconocerlos. Fragmentos de imagenes y oraciones inconexas giraban cada vez mas rapido en un carrusel que le hacia dar vueltas. Trato de pensar en una receta, en una pizza, una pizza con queso feta y brocoli, una pizza americana que habia preparado mil veces y que ya no recordaba.

No enfermo. No con un derrame cerebral. No mareado. Estaba sano.

Quiza fuese cancer. Sentia una puntada en el costado derecho del cuerpo, el costado del higado, el del pancreas, el costado del cancer, de la enfermedad y la muerte.

Abrio los ojos despacio. Un asomo de conciencia le demostro que estaba sano. Tenia que concentrarse en esto, no en recetas olvidadas ni en la muerte. La humedad del vidrio dejo una huella helada en su frente e hizo que le saltaran lagrimas.

Respiraba mejor. El pulso, que hasta entonces le habia martillado en los timpanos, sobre el esternon, en las puntas de los dedos y en las ingles con suma fuerza, golpeaba menos.

Oslo seguia alli como antes, al otro lado de la ventana, fuera de esa habitacion con vistas al mar, al fiordo y a las islas. Marcus Koll junior acababa de donar una fortuna a obras de caridad y tenia muchas ganas de sentir la calidez que el ultimo domingo de Adviento solia traerle. La alegria satisfecha de la Navidad, de los regalos, de ver la ansiedad con que su hijo esperaba las vacaciones, la alegria de que su madre todavia vivia y lo reganaba y era irracional; de haber pagado como debia, de que todo era como debia ser. Queria pensar en la vida que no habia terminado todavia, si solamente lograse respirar con calma…

Calmarse. Calmarse totalmente.

La mirada se poso sobre un caminante nocturno, uno de los pocos que todavia vagaban por el muelle, sin objetivo ni sentido manifiestos. Pronto serian las cinco de la manana del domingo. Todos los locales estaban

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