a su vecina. Entonces la senora Morrison vio los hombros desgarrados de la chaqueta de Arthur.
– ?Me temo que se va a notar el zurcido! ?No has podido guardar el bolsillo?
– No -dijo Arthur, sonriendo a pesar del labio dolorido e hinchado.
– La proxima vez que le hagas un arrumaco a tu novia, ponle guantes o cortale las unas: ?al menos se prudente!
– ?No me haga reir, Rose, que me duele horrores!
– De haber sabido que bastaba con que te atropellara una moto para que por fin me llames por mi nombre de pila, hubiera llamado a uno de mis viejos amigos de los Angeles del Infierno. Y por cierto, Pablo ha ladrado esta tarde; crei que se estaba muriendo, pero no, solamente ladraba.
– Rose, voy a acostarme.
– Te traere una tisana, y seguro que tengo arnica por alguna parte.
Arthur le dio las gracias y se despidio, pero apenas habia avanzado unos pasos cuando su vecina lo llamo de nuevo.
Sostenia un juego de llaves con la punta de los dedos.
– Me imagino que no habras encontrado las tuyas en el ascensor. Esta es la copia que me diste, las necesitaras si quieres entrar en tu casa.
Arthur abrio la puerta y le devolvio el llavero a su vecina. Tenia otra copia en el despacho y preferia que esta se la quedara ella. Entro en su apartamento, encendio la lampara halogena del salon y enseguida la apago, porque la luz le produjo un deslumbramiento y una intensa migrana. Fue al cuarto de bano y saco dos sobres de aspirina del botiquin.
Necesitaba una dosis doble para calmar la tormenta que le bullia en el craneo. Se metio el polvo debajo de la lengua, para que el producto se diluyera directamente en la sangre y actuara mas deprisa. Tras cuatro meses compartiendo la vida con una estudiante de medicina habia aprendido algunos trucos. El sabor amargo le provoco un estremecimiento y bebio agua del grifo, pero cuando se inclino todo empezo a dar vueltas a su alrededor y tuvo que apoyarse en la pila. Se sentia debil, cosa en absoluto sorprendente, ya que no habia comido nada desde la manana. A pesar de las nauseas incipientes, tenia que comer algo. Estomago vacio y mareo se entendian de maravilla. Arrojo la chaqueta encima del sofa y fue a la cocina. Al abrir la puerta del frigorifico, un escalofrio recorrio su cuerpo. Cogio el platito con un pedazo de queso y saco un paquete de tostadas de su bolsa. Monto algo parecido a un bocadillo pero renuncio a comerselo en cuanto le dio el primer bocado.
Seria mejor dejar de luchar, estaba k.o. Fue al dormitorio, avanzo hasta la mesilla de noche, siguio el cable de la lampara de cabecera y pulso el interruptor. Volvio la cabeza para la puerta; debia de haber saltado algun fusible, pues el salon estaba sumido en la oscuridad.
Arthur no comprendia lo que estaba pasando: a su izquierda, la lampara de cabecera difundia una luz palida y turbia, casi anaranjada, pero en cuanto la miraba de frente, recuperaba la normalidad. Las nauseas se redoblaron y hubiera querido correr hacia el cuarto de bano, pero le flaquearon las piernas y cayo al suelo.
Tumbado a los pies de la cama, incapaz de volver a levantarse, trato de arrastrarse hasta el telefono. Dentro del pecho, el corazon le latia como si fuera a despegar y cada pulsacion retumbaba con un dolor indescriptible. Busco el aire que le faltaba, y oyo el timbre de la puerta justo antes de perder el conocimiento.
Paul consulto el reloj, furioso. Le hizo una sena al maitre y pidio la cuenta. Instantes despues, mientras atravesaban el aparcamiento del restaurante, se disculpo una vez mas ante sus invitadas. No era culpa suya si su socio era un maleducado.
Onega se alzo como defensora de Arthur: en una epoca en que el compromiso amoroso parecia un vestigio del pasado, alguien que habia querido casarse con su novia al cabo de cuatro meses de relaciones no debia ser un malvado.
– No se casaron -refunfuno Paul, abriendole a Onega la puerta del coche.
Arthur debia de estar durmiendo, pero la senora Morrison no estaba tranquila porque le habia visto muy mala cara.
Cerro la puerta de su apartamento, dejo el tubo de arnica en la mesa de la cocina y regreso al salon. Pablo dormia placidamente en su cesto. Lo cogio en brazos y se instalo en el gran sillon delante del televisor. Su oido ya no era muy bueno, pero sus ojos no habian perdido ni una pizca de su agudeza y habia observado perfectamente la palidez de su vecino.
– ?Haces la guardia de noche? -pregunto Betty.
– Termino a las dos de la madrugada -contesto Lauren.
– Lunes por la noche, ni una gota de lluvia, la luna llena todavia queda lejos… ya veras: sera una noche tranquila.
– Crucemos los dedos -dijo Lauren, sujetandose el cabello.
Betty aprovecharia aquella calma para ordenar los botiquines. Lauren se ofrecio a ayudarla, pero le sono el busca.
Reconocio el numero en el dial: la necesitaban en otra habitacion, en la segunda planta.
Paul y Onega acompanaron a Mathilde a su casa antes de ir a dar un paseo nocturno al final del Pier 39. Fue Onega quien eligio el lugar, para gran sorpresa de Paul. Las tiendas para turistas, los restaurantes bulliciosos y las atracciones demasiado iluminadas se sucedian a lo largo del gran espigon de madera sobre el oceano. Al final del ponton, en la explanada azotada por la espuma del mar, una bateria de prismaticos de pie ofrecian, por veinticinco centavos, una vision cercana de la carcel de Alcatraz, encaramada en su islote en medio de la bahia. Delante de estos aparatos opticos varias placas de cobre remachadas en la balaustrada recordaban a los visitantes que las corrientes y los tiburones que surcaban la bahia jamas habian permitido que un solo prisionero escapase a nado, «excepto Clint Eastwood», precisaba la inscripcion entre parentesis.
Paul cogio a Onega por la cintura. Ella se dio la vuelta para mirarlo directamente a los ojos.
– ?Por que querias venir aqui? -le pregunto el.
– Me gusta este sitio. Los emigrantes de mi pais cuentan a menudo su llegada a Nueva York en barco y la felicidad que les invadio cuando, apinados en el puente de la nave, por fin vieron Manhattan asomando entre la niebla. Yo vine en avion desde Asia. Lo primero que vi por la ventanilla cuando atravesamos la capa de nubes fue la carcel de Alcatraz. Lo interprete como una senal que me enviaba la vida. Los que consideraban Nueva York como el simbolo de la libertad a menudo la comprometieron o la malgastaron. ?Yo lo tenia todo por ganar!
– ?Venias de Rusia? -pregunto Paul, emocionado.
– ?De Ucrania, desdichado! -dijo Onega, arrastrando las palabras de una forma muy sensual-. ?Jamas le digas a uno de mis compatriotas que es ruso! Por semejante ignorancia, merecerias que no volviera a besarte, al menos durante unas horas -anadio con dulzura.
– ?Que edad tenias cuando llegaste? -quiso saber Paul, hechizado.
Onega camino hasta el extremo del muelle riendo a carcajadas.
– ?Naci en Sausalito, tonto! Estudie en Berkeley y trabajo como jurista en el ayuntamiento. Si me hubieras hecho algunas preguntas en lugar de hablar todo el tiempo, ya lo sabrias.
Paul se sintio ridiculo, se apoyo en la balaustrada y miro el horizonte Onega se acerco y se apreto contra el.
– Perdoname, pero estabas tan mono que no he podido resistirme a continuar tomandote el pelo. Y tampoco es una gran mentira; con una generacion de diferencia, esa historia es verdadera, pues le ocurrio a mi madre. ?Me llevas a casa? Manana trabajo temprano -dijo, justo antes de posar sus labios en los de Paul.
El televisor estaba apagado. La senora Morrison deberia haber visto la pelicula, pero aquella noche no se veia con animos. Dejo a Pablo a sus pies y cogio la copia de las llaves de su vecino.
Encontro a Arthur inconsciente y tumbado a los pies del, sofa. Se agacho y le dio unas palmadas en las mejillas. El abrio los ojos. El rostro sereno de la senora Morrison pretendia ser tranquilizador, aunque resultaba todo lo contrario. Oyo su voz en la lejania y no la vio. Intento en vano pronunciar algunas palabras, pero le costaba mucho vocalizar. Tenia la boca seca. La senora Morrison fue a buscar un vaso de agua y le humedecio los labios.