su presencia. Poco antes de que Kerrigan concibiera la realizacion de aquella travesia, Arledge habia recibido una larga carta de Esmond Handl -solian escribirse aproximadamente cada dos meses- en la que le hablaba de Bayham y de un extrano suceso que habia tenido lugar en torno a el. Cuando Arledge tuvo noticia de ello sintio impulsos de trasladarse a Londres y, por medio de Handl, ponerse en contacto con Bayham, tal era el misterio que rodeaba a su persona; pero la pereza, tan arraigada en el como la curiosidad si no mas, le disuadio, y aquel asunto cayo en el olvido; mas no por mucho tiempo: una semana despues de haber firmado la tarjeta que decidia su participacion en la aventura del Tallahassee Kerrigan le anuncio que cuatro musicos ingleses habian dado su conformidad para ser parte integrante de la expedicion. Y uno de ellos era Hugh Everett Bayham. Desde entonces, espoleado por la perspectiva de un encuentro con el, el interes de Arledge no solo volvio a aparecer sino que se fue incrementando a medida que los dias se sucedian. La carta de Handl fue rescatada de entre sus gigantescas pilas de correspondencia, ocupo un lugar privilegiado en su mesa de trabajo y fue releida con regularidad.

'Mi querido amigo:

Por una vez voy a poder omitir las noticias consabidas y monocordes con que acerca de nuestras actividades y progresos te suelo atosigar. En esta ocasion tengo algo mucho mas interesante que contar y estoy seguro de que el relato que voy a ofrecerte sera de tu agrado; ello permite que por adelantado goce de tu agradecimiento. Sin embargo, antes de nada, y para que esta carta no resulte demasiado extrana a tus ojos, te dire que Clara se encuentra en perfecto estado de salud despues de una ligera afeccion pulmonar que la retuvo en cama: durante diez dias y que todo marcha muy bien entre nosotros, que Adios, querida Barbara cosecha exitos diarios de publico y de critica, que, Margaret Holloway ha accedido a pasarse por una vez a la comedia e interpretar el papel principal de nuestra proxima obra al lado de Roger Gaylord, y que te deseo gloria y vitores en el teatro Antoine. Y una vez demostrado que soy yo y no un impostor el que escribe, pasare a narrarte las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham, buen amigo -si bien reciente-, musico de indudable talento, hombre de gran imaginacion -aunque no desmesurada-, figura continental del momento, de quien, como recordaras, ya te hable en mi ultima carta con motivo de nuestra presentacion.

Pues bien; Bayham gusta de dar largos paseos nocturnos, a solas, por las calles de nuestra ciudad; y esta aficion se convierte en habito cuando su velada ha consistido en una de sus algo teatrales, un tanto aparatosas y sin duda agotadoras actuaciones. Hace un par de semanas, despues de un apoteosico concierto (Brahms y Clementi) y de los naturales agasajos que lo sucedieron, Bayham, como ya va siendo costumbre, se despidio de todos a las puertas del salon de conciertos, monto en un coche con su esposa y, tras dejarla en casa, se dispuso a dar su obligado paseo. Poco podiamos imaginar entonces que durante los cuatro dias siguientes habriamos de emplear todas nuestras fuerzas (dignas de otra clase de actividades, menos inquietantes y mas reposadas) en hallar su paradero. En efecto, Margaret Holloway se desperto sola en el lecho aquella manana, y desde aquel instante ninguno de sus conocidos pudimos vivir tranquilos. Margaret nos obligo a dar una batida por calles, establecimientos publicos y hogares privados (omitire mis pesquisas, llenas de infortunios y de embarazosas situaciones en las que una persona como yo nunca deberia encontrarse), y al segundo se aviso a la policia, la cual, con mas experiencia en esta clase de asuntos y con mejores medios que nosotros, obtuvo identico resultado.

Finalizaba el cuarto dia con Margaret presa de un lamentable ataque de histeria cuando Bayham se presento en mi casa (alli se encontraba su esposa, sollozando) limpio, fresco e impecablemente vestido. Sonrio cuando yo le abri la puerta, estrecho mi mano mientras me preguntaba a que se debia el cansancio que denotaba mi rostro, paso al salon, abrazo con carino pero sin calor a Margaret y, una vez que todos nos hubimos sentado ante sus ruegos y mientras el saboreaba un cigarro que habia sacado de su chaqueta, empezo a hablar de la siguiente manera:

'Supongo, mis queridos amigos, a juzgar por el cuadro que acabo de contemplar al entrar en esta casa, que tendre que dar una explicacion detallada de lo sucedido; y dado que mi figura, si no popular, si es conocida, me alegro de que esta primera version de los hechos que naturalmente le dedico a mi esposa, tenga tambien otros oyentes. Quiza, de esta forma, me ahorre mas de una repeticion del relato, el cual, no me cabe la menor duda, interesara vivamente a nuestras amistades, que tanto se han preocupado por mi durante mi ausencia y que por ello mismo, me temo, exigiran una relativa satisfaccion; por este motivo, y sin que este en mi animo causarles la menor molestia, les guardare eterno agradecimiento si nos eximen a Margaret y a mi, todavia excitados y nerviosos por los acontecimientos, de esta obligacion que, pese a su indiscutible encanto, puede llegar a resultar, al cabo del tiempo, sumamente aburrida.'

– Por favor, Hugh, basta de preambulos -dijo Margaret.

Hugh la miro con frialdad y contesto: -Ya has visto otras veces, querida, a lo que nos ha llevado tu mal caracter. Dejame seguir como yo lo juzgue conveniente -y, como si el incidente no hubiera existido, prosiguio:

'No es sencillo hacer una exposicion clara y completa de lo sucedido durante estos cuatro dias puesto que ni yo mismo lo se con certeza; sin embargo, con las oportunas reservas (que no atanen a la historia en si, sino al vocabulario empleado por uno de los comparsas y a algunos pasajes que me vere obligado a suavizar en atencion a las senoras), lo intentare.

Todo empezo cuando aun no habia dado quinientos pasos desde la puerta de mi casa y el aire aun no habia tenido tiempo de disipar, el olor a tabaco de mi traje. Yo no me habia dado cuenta de que un coche tirado por dos caballos me seguia a unos metros por la calzada hasta que, al pararme para mirar un escaparate, oi que se detenia a mi lado, que una portezuela se abria y una voz dijo: -?El senor Hugh Everett Bayham, por favor?

No es del todo infrecuente que algun entusiasta de la musica me reconozca por la calle y me salude, por lo que me volvi en absoluto sorprendido, esperando encontrarme con uno de ellos o bien con algun conocido, pero la pesima iluminacion de la calle y el color oscuro de la tapiceria del carruaje solo me permitieron adivinar un elegante traje de caballero y unos rasgos finos y correctos.

– En efecto -respondi-. ?Con quien tengo el placer de hablar?

– Senor Bayham -contesto el caballero-, como tal vez habra notado, vengo siguiendole desde hace un rato sin atreverme a abordarle, tan…

– Vamos, vamos -le interrumpi-. No habia advertido nada. ?Que se le ofrece?

– Vera, senor Bayham, no son estos momentos ni lugar para presentaciones. La urgencia y la gravedad del asunto que me obliga a dirigirme a usted de manera tan poco ortodoxa lo impiden. Le ruego, no obstante, que suba a mi coche sin perder un segundo, donde estaremos mas comodos y mas dispuestos a entablar conversacion. Por favor.

En menos de quince segundos todo un proceso de comparacion paso por mi mente; si subia al coche corria el riesgo de arrepentirme mas tarde; si no lo hacia, tal riesgo no existia: me arrepentiria sin duda. Me dispuse a entrar. El caballero me ofrecio su mano como apoyo, y al tocarla, a pesar del guante que la cubria, tuve la impresion de estrujar algo blando y frio que se dispersaba entre mis dedos como gelatina. El contacto de las manos fue breve y anecdotico y no le di mayor importancia. Me acomode junto al caballero, cuyo rostro ahora podia discernir con claridad (el pelo canoso, la frente despejada, los ojos grises, las cejas arqueadas, la nariz recta) y dije:

– ?Y bien?

Pero no obtuve respuesta. En aquel momento el caballero dio una rapida orden al cochero, este se la transmitio a los caballos por medio del latigo, y las dos bestias se pusieron en marcha, a galope tendido. Entonces me fije en que no eran animales de tiro ni los percherones que estamos acostumbrados a ver por la ciudad, sino verdaderos caballos de carreras. Iban a gran velocidad por las calles ya desiertas, y el traqueteo me arrojaba una y otra vez contra el caballero, asimismo zarandeado por el movimiento, y contra las paredes del carruaje, impidiendome proferir queja o protesta alguna, tan ocupado estaba en no perder definitivamente el equilibrio. La carrera duro unos diez minutos y por fin note que los caballos aminoraban su marcha y pude ver que nos acercabamos a Victoria Station. El coche se detuvo y entonces, sin que tuviera tiempo para reponerme del ajetreado viaje ni para mostrar mi indignacion ante tales procedimientos, dos hombres me sacaron de el y me llevaron practicamente en volandas hasta un anden. Un tren estaba ya en marcha. Corrieron junto a el y me empujaron a su interior; pude ver como el caballero corria detras de nosotros y subia tambien, con grandes dificultades. Me arrastraron con identica precipitacion hasta un compartimento vacio que cerraron con pestillo y

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