me arrojaron de mala manera contra uno de los asientos. El caballero (quiza ya no deba llamarle asi) se sento frente a mi y los dos hombres me flanquearon. Uno de ellos, entonces, empezo a insultarme con un cerrado acento escoces que dificilmente me permitia comprender sus palabras, y a acusarme de oportunista. Su lenguaje era intolerable y su voz, que mas tarde me perseguiria como una pesadilla que se repite durante varias noches seguidas, chillona y graznadora. Parecio calmarse al cabo de cuatro o cinco minutos y callo. Por primera vez el silencio reino en el compartimento y yo, dicha sea toda la verdad, no me atrevi a aprovecharlo. No me habian amenazado con armas ni me habian coaccionado con palabras, pero el eficaz salvajismo con que el secuestro (creo que puedo llamarlo asi, a pesar de todo) se habia llevado a cabo, la gran seguridad de no equivocarse y de tener razon en sus afirmaciones de la que todos hacian gala y la evidente violencia de sus actitudes me aterraban hasta limites insospechados. Solo cuando hubieron transcurrido mas de diez minutos, y en vista de que ninguno de los tres hombres parecia dispuesto a darme una explicacion, o por lo menos a darme instrucciones, me atrevi a hablar, timidamente:

– ?Que significa esto, senores? Debe de haber algun error…

– ?Silencio! -grito el caballero, al mismo, tiempo que el hombre que me habia insultado me golpeaba en un costado con un objeto duro y punzante que no pude ver.

– Pero diganme al menos por que -volvi a intentarlo.

Esta vez fue el caballero quien me dio una bofetada. Como podran imaginar, dado que conocen de sobra mi caracter indolente, amigo de la sutileza, cualquier tipo de violencia me causa pavor, y mas aun el dano fisico. Ello hizo que mi muy teorico y quebrantado valor acabara de esfumarse a la vista de tal incidente. Opte, pues, por no volver a hablar a menos que se me preguntara y por esperar al desarrollo de los acontecimientos. El haber tomado una decision proporciono cierto desahogo a mi maltratado cuerpo y algun descanso, ya que no lucidez, a mi confundida mente. Quiza les parezca extrano que el sueno pudiera vencerme en una situacion tan apurada como la mia en aquellos momentos, pero asi fue; tengan en cuenta que solo dos horas antes habia estado interpretando a Brahms y que el cansancio, a veces, esta mas alla de los temores y las tensiones. No pense, siquiera, en la posibilidad de salvacion que suponia un cobrador o un inspector que tarde o temprano tendria que aparecer. Y tampoco medite sobre las diversas clases de secuestros conocidas. Mis asaltantes habian bajado la cortina de la ventanilla y no tenia ni el consuelo de distraerme mirando el paisaje nocturno. Cuando mis ojos se cerraron ya habia aceptado los hechos; no los comprendia ni los aprobaba, pero si los aceptaba, e incluso me atreveria a decir que aun no me arrepentia de haber subido al coche. Creo que ahora tampoco me arrepiento. Todas estas ideas eran muy vagas y fugaces: desfilaban por mi cabeza sin hacer alto y yo tampoco hacia esfuerzos por retenerlas.

Cuando me desperte ya era de manana y habia un fuerte olor a brezos. Mire por la ventanilla, descubierta, y vi un paisaje rural, verde y gris, puede que escoces. Recobre, dentro de lo que cabe, mi sentido del humor, y dije a mis acompanantes:

– Buenos dias, caballeros.

Ninguno de ellos, que ya estaban -o quiza todavia seguian- despiertos, me contesto, asi que me dedique a observarlos con detenimiento: el caballero, cuyo rostro ya habia podido escrutar levemente antes del engano, parecia un hombre educado, y su mirada, aunque muy fria y un poco repugnante, era inteligente. Los otros dos, que llevaban gorras caladas y gabardinas blancas, eran tan vulgares que lo mas probable es que no los reconociera si los volviera a ver.

Transcurrio mas de una hora sin que el tren hiciera paradas y empece a temer que aquel viaje resultase interminable. La fila de vagones bordeaba una costa desconocida para mi cuando de repente se detuvo ante una estacion de pueblo, modesta y anodina, carente de letreros que indicaran en que lugar nos encontrabamos. La parada duro unos minutos y cuando el tren se puso de nuevo en marcha los tres hombres se levantaron, me cogieron por los brazos y apresuradamente -como no-descendimos de un salto. Mientras el tren ya se alejaba atravesamos aquella destartalada estacion con la misma rapidez que habiamos empleado en Victoria Station y nos instalamos en una desvencijada diligencia que nos aguardaba fuera (el caballero, el hombre que me habia insultado y yo en el interior; el otro en el pescante, junto al cochero). Fue entonces cuando me pusieron una venda negra sobre los ojos, a pesar de mis reiteradas protestas, ya que si algo valia la pena de aquella aventura, ello era el paisaje, muy hermoso en verdad. Note que pasabamos por una aldea muy breve para luego seguir por caminos pedregosos y estrechos; mas tarde, las ruedas de la diligencia se deslizaron por arena de playa, y el mar, sin duda, estaba muy cerca, tan cerca que el barro sustituyo a la arena y la marcha se hizo dificultosa. Aqui termino mi viaje. Me hicieron descender y, siempre empujado por los dos esbirros del caballero, entre en una casa precedida por dos escalones y un porche. Dentro habia un exquisito olor a perfume floral y yo pisaba sobre alfombra. Aquellas fueron mis dos ultimas sensaciones claras y totalmente reales. De pronto senti que me golpeaban en la nuca y supongo que perdi el conocimiento. Y aqui, querida Margaret, queridos amigos, comienza una parte del relato cuyo contenido, practicamente, ignoro por completo. No puedo dar detalles acerca de lo que sigue, pues desde el instante en que desperte perdi todo sentido del tiempo y no lo he vuelto a recobrar hasta que, hace una hora, compre un periodico y comprobe que solo habian transcurrido cuatro dias desde que acepte la invitacion del caballero del coche. Los tres ultimos han sido excesivamente confusos como para dar una explicacion coherente y cronologicamente ordenada de lo que sucedio. Solo puedo hablarles de las sensaciones que me invadieron, de las escenas que se repetian y de la mujer que me sedujo.

Vivia yo en un salon lleno de libros y de anticuados muebles rurales dispuestos con excelente gusto, en un segundo piso de una casa de campo cuya fachada nunca pude ver y que, efectivamente, estaba junto al mar. Aunque pase largas horas alli, no podria describirlo con exactitud, ni tampoco- a pesar de que recuerdo que leia de vez en cuando- citar las obras que se apinaban en las estanterias. Creo que dormia con frecuencia, lo cual explica en parte mi creencia de que permaneci encerrado durante meses en aquel amplio y espacioso cuarto. A veces entraba el hombre que me habia insultado en el tren portando una bandeja con leche o cerveza, pan y carne, sopa o verduras, que depositaba sobre una mesa, y aprovechaba su visita para darme punetazos en los brazos y ejercer su irrepetible lenguaje en una jerga, para mi desgracia, no del todo incomprensible. En mas de una ocasion escuche voces femeninas que, alegres o divertidas, bromeaban entre si. Sin duda, la casa estaba habitada por tres o cuatro mujeres ademas del caballero, y todas, menos una tal vez, eran muy jovenes. Aunque nunca pude captar las palabras que pronunciaban -siempre procedentes del piso inferior- se, por el tono de las voces, por los agradables murmullos que llegaban hasta mi y por la cadencia de los dialogos, que se trataba de una madre y varias hijas, dos o tres, no lo se con certeza. Una de ellas tocaba el piano casi constantemente, y tanto su repertorio como su estilo eran impecables y magistrales. La musica penetraba en mi habitacion a traves del suelo y las ventanas, y aunque yo me asome muchas veces para tratar de ver algo del cuarto que habia bajo mi salon, nunca pude discernir mas que -arriesgandome no solo a caer sino tambien a que uno de los dos hombres del tren, que vigilaba permanentemente mis ventanas desde el exterior de la mansion, me descubriera-la parte derecha de un teclado -el piano, necesariamente, tenia que estar pegado a la pared- y, de vez en cuando, la mano derecha de la joven que lo tocaba desplazandose con suavidad hasta aquellas teclas, las mas agudas. Tambien pasaba largos ratos con el oido sobre el entarimado, tratando de descifrar las palabras de las mujeres, con escaso exito. Solo cuando la joven interprete empezaba a tocar una nueva pieza, yo, al re conocerla, comprendia que una de las palabras que previamente habia escuchado respondia al nombre del autor de dicha pieza. El ambiente que de manera difusa envolvia a aquellos breves conciertos era el de una leccion familiar de piano. Quiero decir que la joven era seguramente una estudiante de musica muy aventajada, quiza demasiado, y que el resto de la familia -la madre, las hermanas, raramente el padre, cuya voz yo identificaba con la del caballero- gustaba de asistir, embelesada, a las practicas virtuosas de aquella. Yo me distraia ejercitando mis dedos sobre una mesa con las obras que ella interpretaba, y en mas de una ocasion desee fervientemente poder salir de aquel salon, bajar y sustituir mi mesa por el piano de la joven, o mas aun, poder tocar aquellas piezas de su eleccion en su compania, a cuatro manos. Ahora ya no recuerdo cuales eran exactamente, pero si que eran muy conocidas en su mayoria. Solo tengo presente una ocasion, en la que todo fue distinto. Mi guardian subio a mi habitacion y cerro las contraventanas de manera que yo, desde dentro, no pudiera abrirlas. Yo estaba tendido sobre el lecho y le deje hacer, debil como estaba, preguntandome a que se deberia la novedad. Poco despues empezaron a llegar hasta mis oidos murmullos mas numerosos de lo habitual, como si abajo hubiera una concurrencia expectante. De pronto se hizo el silencio y sonaron las primeras notas de la sonata en re menor para piano y violin de Schumann. Todo ello delataba un recital. Creo que esto sucedio el segundo dia de mi encierro, pero, debo insistir en ello, no podria asegurarlo. El violin, pense, debia de ser tocado por alguno de los invitados - cuya llegada, ahora era evidente, se me habia prohibido ver- o por el caballero, que tal vez solo practicaba en las

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