– Pero tenga en cuenta, senor Arledge -dijo Bayham-, que a partir de ahora, con la renuncia de Francia y el britanico como unico control, las cosas sin duda mejoraran.

– Quiza, pero de todas formas es una ciudad muy insegura. Anada usted a esta amalgama la cantidad de marinos de todas las nacionalidades que dan rienda suelta a sus barbaros impulsos en esta urbe. Una ciudad portuaria, es doblemente peligrosa. Les aseguro que no me atreveria a estar donde estoy ahora a las nueve de la noche.

– Me parece que exagera un poco, senor Arledge, y ademas, esta usted estropeandonos nuestros planes. Pensabamos dar una vuelta esta noche -dijo Florence-. Tengo entendido que la puesta de sol es todo un espectaculo.

– No era mi intencion, pero creo mi deber advertirles del riesgo que ello encierra. La vigilancia no es del todo satisfactoria y cruzar la zona del puerto a esas horas es poco menos que un suicidio. Hay atracadores profesionales y todos los habitantes, en realidad, lo son en potencia. Ya lo ha visto con ese vendedor. Si hubiera tenido unos anos menos nos habria despojado de todo lo que tenemos en lugar de tratar de aranar unos chelines con no demasiado enfasis.

– Sigo pensando que exagera, senor Arledge -dijo Bayham-. Hay algun peligro, si, pero no es mayor que el de otras grandes ciudades.

– ?Londres, por ejemplo? -Londres, por ejemplo, no es una ciudad absolutamente segura.

– Nunca mejor dicho, senor Bayham. Tengo entendido que sufrio usted una agresion hace no mucho.

– Yo sigo pensando que, a pesar de todo, la ciudad es muy hermosa -le interrumpio Florence.

– Eso es innegable -respondio Arledge-. Pero no es obice para que…

En aquel instante Arledge vio aparecer a Leonide Meffre, que iba directamente hacia la mesa que el, Bayham y los Bonington ocupaban. Otra vez interrumpio su frase, y se levanto al ver que lo hacian sus interlocutores.

– Hola, Meffre -dijo el padre de Florence estrechandole la mano-. Sientese con nosotros.

Arledge no pudo reprimir una mueca de disgusto, pero no tuvo mas remedio que hacer sitio para el poeta frances, que se sento y dijo:

– Tengo un recado para usted, Arledge. Me encontre con sus amigos, no recuerdo su nombre… los que escriben canciones.

– Los Handl -apunto Arledge con hosquedad.

– Exacto. El senor Handl no se encontraba muy bien despues de tan larga caminata y el y su esposa han regresado al barco. Me pidieron que me acercara hasta donde usted estaba y que le transmitiera sus excusas.

– Se lo agradezco mucho, Meffre -dijo el novelista haciendo un esfuerzo para que el tono de su voz coincidiera con la frase. Y anadio-: Parece que Esmond nunca va a poder disfrutar de este crucero.

Se hizo un silencio y Meffre, algo incomodo, se apresuro a decir:

– Lamento haberles interrumpido. Sigan con su conversacion, por favor.

El doctor Bonington se paso una mano por la cabeza y dijo:

– Ya no recuerdo de que hablabamos. Arledge aprovecho la ocasion.

– Charlabamos sobre un desagradable incidente que tuvo el senor Bayham en Londres hace unos meses.

El pianista parecio sentirse violento. El giro que Arledge habia dado a la conversacion le habia cogido desprevenido. Titubeo y dijo:

– Bueno, en realidad no puede decirse que fuera un desagradable incidente. Mas bien se trato de un lance cuyas…

– Perdona que te interrumpa, Hugh -dijo de repente Florence-, pero ?no es aquel -y senalo a un hombre que pasaba a cierta distancia del cafe- Lambert Littlefield? Apenas si se le ha visto por cubierta.

Todos miraron en la direccion que Florence Bonington habia indicado y escrutaron durante unos segundos al hombre en cuestion.

– No, no es el -dijo Bayham-. Littlefield es mas alto y mas elegante.

– Es muy rico, ?verdad?

– En efecto: millonario. Por eso escribe tanto. No tiene que hacer absolutamente nada para ganar las ingentes cantidades de dinero que diariamente se embolsa. Eso le deja libre todo el tiempo que necesite para escribir sus novelas.

– ?Ha leido alguno de ustedes su obra Louisiana?

– No -contestaron los cuatro hombres a coro.

– Es buena, pero demasiado truculenta. Da la sensacion de que Nueva Orleans solo esta poblada por especuladores despiadados.

Arledge no pudo resistir la tentacion de intervenir, a pesar de que, mientras hacia su observacion, se daba cuenta de que su metodo resultaba torpe e inadecuado.

– Tal vez Nueva Orleans sea aun mas peligrosa que Londres o Alejandria.

– Es muy posible -dijo Meffre-. Un amigo mio estuvo alli tres meses y le atacaron cuatro veces.

– ?A usted le atacaron en Londres, senor Bayham? -dijo Arledge rapidamente.

– No -respondio Bayham.

– ?Que le sucedio entonces? -volvio a insistir el novelista ingles. Se dio cuenta, de nuevo, de que su interes era demasiado evidente. No acababa de comprender a que se debia su impaciencia y su falta de tacto, y por su cabeza cruzo, fugazmente, la idea insolita -e inmediatamente desechada- de que tal vez no deseaba llegar a saber nunca los pormenores de aquel argumento, de que quiza lo que en verdad queria era no llegar a desentranar nunca aquel misterio y poder observarlo siempre en su primer e insatisfactorio estado. Iba a anadir, sin embargo, algo a su pregunta con el objeto de hacerla mas casual cuando el doctor Bonington hablo.

– Yo fui atacado una vez en Leyden.

Arledge, nervioso y exasperado, se irguio en su silla, dispuesto a no permitir que el hilo de la conversacion se perdiera de nuevo. Tal vez se habia precipitado al interrogar tan directa e insistentemente a Bayham cuando apenas si le conocia, pero seguramente, penso, habia actuado de forma tan insensata al comprobar con desilusion que el doctor Bonington no respondia en absoluto a las caracteristicas del caballero del coche. Ello le habria irritado y ahora no iba a dejar que aquel echara a perder definitivamente sus impulsivos avances. Pero no pudo evitarlo. El doctor Bonington empezo a contar, con tono evocador, anecdotas de su vida estudiantil en Leyden que versaban sobre gran cantidad de temas, todos igualmente insipidos: una cantante de cabaret, un misterioso estudiante algo mayor que el cuya familia habia ido desapareciendo de forma inquietante (cada miembro habia sido visto por ultima vez el 6 de abril de cuatro anos consecutivos), un profesor que habia sido acusado de asesinato, un relojero que coleccionaba manos, un amor adolescente y otras mentiras. Arledge pensaba que nunca tendria la oportunidad de sonsacar a Bayham con calma y discrecion y, mudo, observaba con rencor al doctor Bonington, que le aburria lo indecible con aquel relato acerca de las estupidas andanzas de un frivolo y vulgar estudiante de medicina y que no parecia dispuesto a terminar nunca. Al parecer tampoco a Leonide Meffre le divertian las historias del padre de Florence, porque -como casi siempre: incorrecto- le interrumpio para pedir mas cerveza a un camarero, si bien se disculpo al instante y le rogo que continuara.

Pero el doctor Bonington parecia haberse dado cuenta de lo que ocurria.

– No se preocupe, querido Meffre. Mi charla no es agradable ni delicada y debo de estarles aburriendo. Ademas, si queremos almorzar en el barco hemos de emprender el regreso ahora mismo. Se ha hecho muy tarde; sera mejor que anule la cerveza.

Meffre asi lo hizo, y Bayham, a pesar de las protestas de Arledge y Bonington, pago; y todos, de no muy buen humor, por cierto, se encaminaron hacia el muelle. Meffre se puso junto a Florence y su padre, que iban delante, y Arledge se emparejo con Bayham. Caminaban en silencio, algo incomodados y sin saber que decir; Arledge se repetia una y otra vez que aquella era la ocasion propicia para interrogarle sin testigos acerca de lo sucedido en Escocia, pero los fallidos avances que habia hecho durante la conversacion en el cafe retenian involuntariamente sus palabras. Por fin, casi sin darse cuenta de que lo hacia, dijo:

– No acabo usted de contarme su aventura, senor Bayham. ?Seria demasiado pedir que lo hiciera ahora?

Bayham se paro en seco. -?Por que tiene tanto interes, senor Arledge? Digame.

– Simple curiosidad.

– ?Simple curiosidad? Me parece que es algo mas. Ha insistido sobre este punto durante todo el rato que hemos estado ahi sentados. Crei que se habria dado cuenta de que no me gusta hablar de ese asunto. Confiaba mas en su perspicacia.

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