Aquella contestacion tan directa desconcerto a Arledge, que no supo que decir.

– Me he dado cuenta -dijo al cabo de unos segundos- de que ni el doctor Bonington ni su hija querian hablar de ello, no de que usted no quisiera hacerlo. Cada vez que usted iba a empezar a contar lo que sucedido, ellos le cortaban.

– Estimado senor Arledge, si ellos me cortaban es porque saben que no me gusta hablar de ello. Lo hicieron con el fin de evitarme lo que usted, con cierta falta de tacto, debo decirlo, me esta obligando a hacer ahora: darle una negativa clara y rotunda. No deseo hablar de aquel episodio, si a usted no le molesta.

Arledge parecio abochornado y su rostro se torno purpura; miro hacia otro y echo a andar. Bayham tambien lo hizo. Este, por su parte, pensaba si sus palabras no habrian sido demasiado duras.

– ?Como se entero de mi aventura? -pregunto ya en otro tono, mas afable-?Por la prensa? La noticia que dieron los periodicos carecia de interes.

– Lo supe por Handl -respondio Arledge.

– ?Por Handl? Entonces no veo el porque de tanta curiosidad. Handl fue la primera persona que escucho mi relato; la unica que lo escucho de mis propios labios, junto con su esposa y… Debe de saberlo usted todo.

– Supongo que si -admitio Arledge muy avergonzado-. Me temo que todo esto haya sido innecesario, sobre todo cuando ha hecho que nuestras relaciones sean, desde tan pronto, fragiles y dificiles. Creo que le debo una explicacion. Le ruego que acepte mis disculpas.

– Por favor, senor Arledge, no se lo tome usted asi. Una vez aclaradas las cosas, el asunto no tiene ninguna importancia. Quiza yo deberia haber sido mas claro y tajante en el cafe. Asi nos habriamos ahorrado esta ridicula escena. Comprendo que exagero un poco, pero no me gusta hablar de aquello. Me trae a la memoria discusiones de mal gusto que deseo olvidar para siempre.

– Por favor, no es necesario que justifique su postura. Lamento haberme comportado de manera tan estupida. Le aseguro que no volvere a tocar el tema y le ruego que acepte mis mas sinceras excusas y que crea en mi total arrepentimiento.

– Yo tambien lamento haber estado tan brusco, sobre todo tratandose de usted, una persona a la que admiro profundamente. Hasta cierto punto, senor Arledge, me halaga que se preocupe por algo relacionado conmigo. Mirandolo desde otro punto de vista, es todo un detalle por su parte.

– Gracias, senor Bayham. Le agradezco a mucho esas palabras. Es usted todo un caballero.

– De ello me precio.

Apretaron el paso y alcanzaron, ya junto al puerto, a los Bonington y a Leonide Meffre. Seguian hablando de Leyden o de Louisiana. Las sensaciones de Arledge eran muy confusas.

La ultima noche de Alejandria fue lugubre. Los pasajeros, conscientes de que habian terminado las vacaciones -por llamarlo de alguna manera aproximada- que la dilatada estancia en la ciudad egipcia habia supuesto y de que, precisamente por haberse producido por causas ajenas a su voluntad, no hallarian continuacion, se agruparon taciturnos y cabizbajos en el salon. Los unicos que conservaban cierta alegria cansina eran aquellos pasajeros para los que el final del viaje no estaba demasiado lejos: en Tanger; pero el resto de los expedicionarios, entre los que se encontraban Bayham, los Handl, Florence y el doctor Bonington, Kerrigan, Meffre y Victor Arledge, empezaron a advertir lo efimero de sus propositos, condenados al fracaso desde mucho tiempo antes, y a desear veladamente que el Tallahassee sufriera una averia de tal calibre que la realizacion de la ambiciosa empresa resultara imposible. Es mas que probable que si los descontentos y las dudas hubieran sido expresados aquella noche por uno solo de los pasajeros la totalidad de ellos habria exigido un inmediato cambio de rumbo hacia Marsella; pero todos, inseguros acerca de los sentimientos de los demas, acallaron sus quejas, y al dia siguiente el velero zarpo de nuevo dejando tras de si no solo el lugar que aquellos hombres y mujeres, en aquellas circunstancias, habian llegado a adorar, sino tambien los unicos alicientes que el crucero le habia ofrecido a Victor Arledge: la muerte del contramaestre Collins y la posibilidad de averiguar algun dia el verdadero significado de las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham. El coche, los secuestradores, la musica, la casa junto al mar, el encierro y los celos y rencores de las tres hermanas no tendrian ya explicacion.

Durante seis dias el Tallahassee navego rapidamente y tranquilo, siempre junto a las costas del norte de Africa, sin que surgieran nuevos incidentes a bordo. Aparte del desencanto que habia invadido el espiritu de los expedicionarios, sabedores de que el final de la primera etapa se avecinaba, el calor aplastante les restaba fuerzas para imponer sus por entonces vaguisimos deseos en lo que a nuevas escalas y a la administracion interna del barco se referia. Las senoras dejaban caer sus abanicos sobre el piso al ser vencidas por el sueno; los hombres se encerraban en sus camarotes o, sin chaqueta y con los botones del chaleco desabrochados, jugaban partidas de naipes o ajedrez; la iracunda tripulacion habia aplacado sus animos y empleaba sus abundantes ratos de ocio en entonar baladas y canciones obscenas que se convertian, al cabo de unas horas, en un murmullo continuo, adormecedor e inofensivo; los investigadores, rechazados por el resto del pasaje desde un principio, se esforzaban por realizar calculos que dieran algun sentido a su estancia en el velero: enclaustrados en la cabina de Seebohm, el bochorno los desconcertaba; Kerrigan, habiendo dejado sus obligaciones en manos de algun inferior negligente, lamentaba las muertes de tres poneys de Manchuria y, desconsolado y abatido, bebia licores sin parar sentado en un taburete de lo que habia dado en llamar pestilente burdel y que no era otra cosa que el bar del salon de fumadores.

Hasta que una noche, mientras el Tallahassee se alejaba de los muelles tunecinos y cuando la mayoria de los que una vez habian deseado ser aventureros estaba reunida en el salon, ya con las luces encendidas, Lederer Tourneur, al mirar los titulares de un periodico que acababa de traerle un camarero y exclamar:

– ?Que barbaridad! -consiguio que la animacion volviera a reinar en el velero.

– ?Que sucede? -pregunto Amanda Cook, la violonchelista, visiblemente alarmada por el comentario rotundo y desaprobatorio del cuentista ingles.

Tourneur no le hizo caso y procedio a leer para si la noticia, con detenimiento y haciendo aspavientos de incredulidad, mientras ella, inquieta y nerviosa como de costumbre, dirigia su mirada hacia los demas en busca de una respuesta que evidentemente solo Tourneur podia darle.

– Parece que el senor Tourneur ha descubierto algo -susurro Leonide Meffre al oido de Amanda Cook, pero en voz no lo suficientemente baja como para que los demas no escucharan tambien su desafortunada e incorrecta observacion.

– ?Es terrible, terrible, sin duda alguna! -murmuraba Tourneur mientras sus ojos recorrian rapidamente las columnas de la primera pagina-. ?Donde van a ir a parar?

– Perdone que interrumpa su lectura, senor Tourneur -dijo entonces Lambert Littlefield, el rico y celebre autor de Louisiana, unico americano a bordo aparte de Kerrigan y Marjorie Tourneur-, pero nos gustaria saber que ha sucedido para que su voz se altere de ese modo.

Tourneur levanto la vista del periodico y miro a la concurrencia expectante. Algunos jugadores, entre ellos Bayham y el senor Bonington, que estaban en una mesa vecina a los sofas que ocupaba el grupo de Littlefield y Tourneur, habian suspendido su partida para acercarse al circulo, atraidos por las exclamaciones de este, que contesto con gravedad:

– Raisuli, senores, ha secuestrado a otro hombre y a un nino.

– ?Raisuli? -repitio Florence Bonington-. ?Quien es Raisuli?

– ?No leyo usted la prensa de hace un mes? -pregunto Meffre con impaciencia-.

Entonces secuestro a Walter Harris, el corresponsal del London Times. Se estaba tramitando su rescate cuando secuestra a otras dos personas. ?Es inaudito!

– Nunca leo la prensa -observo Florence-. ?Quien es Raisuli?

– ?A quien ha secuestrado esta vez? -pregunto Meffre a su vez, tratando de hacerse notar.

– A un ciudadano norteamericano y a su hijastro -respondio Tourneur-. Atienda, senor Littlefield: se llama Ion Perdicaris. ?Sabe usted algo acerca de el?

– Es la primera vez que escucho tan extravagante nombre. ?No da ningun dato el periodico?

– Tan solo dice que son ciudadanos americanos. Ahora tienen ustedes el mismo problema que nosotros, ?eh, senor Littlefield?

– Me temo que mi gobierno pedira al suyo que se encargue de rescatarlos. Si hay alguna representacion, digamos semioficial, de Occidente en Marruecos, esa es la britanica.

Вы читаете Travesia Del Horizonte
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату