Por un momento, creyo que no obtendria respuesta. Pero entonces advirtio que Menecmo sonreia, y aquello basto para inquietarlo.

– Se llama El traductor. El hombre que pretende descifrar el misterio de un texto escrito en otro lenguaje sin percibir que las palabras solo conducen a nuevas palabras, y los pensamientos a nuevos pensamientos, pero la Verdad permanece inalcanzable. ?No es un buen simil de lo que hacemos todos?

No entendio muy bien Diagoras lo que queria decir el escultor, pero como no deseaba quedar en desventaja comento:

– Es una figura muy curiosa. ?Que vestido lleva? No parece griego…

Menecmo no dijo nada. Observaba su obra y sonreia.

– ?Puedo verla de cerca?

– Si -dijo Menecmo.

El filosofo se acerco al podio y subio por una de las escaleras. Sus pasos retumbaron en la sucia madera del pedestal. Se aproximo a la escultura y observo su perfil.

El hombre de marmol, encorvado sobre la mesa, sostenia entre el indice y el pulgar una fina pluma; los rollos de papiro lo sitiaban. ?Que clase de vestido llevaba?, se pregunto Diagoras. Una especie de manto muy entallado… Ropas extranjeras, evidentemente. Contemplo su cuello inclinado, la prominencia de las primeras vertebras - estaba bien hecho, hubo de reconocer-, los espesos mechones de pelo a ambos lados de la cabeza, las orejas de lobulos gruesos e impropios…

Aun no habia podido verle el rostro: la figura agachaba demasiado la cabeza. Diagoras, a su vez, se agacho un poco: observo las ostensibles entradas en las sienes, las areas de calvicie prematura… No pudo evitar, al mismo tiempo, admirar sus manos: venosas, delgadas; la derecha atrapaba el tallo de la pluma; la izquierda descansaba con la palma hacia abajo, ayudando a extender el pergamino sobre el que escribia, el dedo medio adornado con un grueso anillo en cuyo sello estaba grabado un circulo. Un rollo de papiro desplegado se hallaba cerca de la misma mano: seria, sin duda, la obra original. El hombre redactaba la traduccion en el pergamino. ?Incluso las letras, en este ultimo, se hallaban cinceladas con pulcra destreza! Intrigado, Diagoras se asomo por encima del hombro de la figura y leyo las palabras que, se suponia, acababa de «traducir». No supo que podian significar. Decian:

No supo que podian significar. Decian

Pero aun no habia visto el rostro de la figura. Inclino un poco mas la cabeza y lo contemplo. [53]

Pero aun no habia visto el rostro de la figura. Inclino un poco mas la cabeza y lo contemplo.

Eran unas facciones [54]

– Un hombre muy astuto -dijo Heracles cuando salieron del taller-. Deja las frases inacabadas, como sus esculturas. Adopta un caracter repugnante para que retrocedamos con las narices tapadas, pero estoy seguro de que, frente a sus discipulos, sabe ser encantador.

– ?Crees que fue el quien…? -pregunto Diagoras.

– No nos apresuremos. La verdad puede hallarse lejos, pero posee infinita paciencia para aguardar nuestra llegada. Por lo pronto, me gustaria tener la oportunidad de hablar de nuevo con Antiso…

– Si no me equivoco, lo encontraremos en la Academia: esta tarde se celebra una cena en honor de un invitado de Platon, y Antiso sera uno de los coperos.

– Muy bien -sonrio Heracles Pontor-: Pues creo, Diagoras, que ha llegado la hora de conocer tu Academia. [55]

VII

El camino que lleva a la escuela filosofica de la Academia es, en sus comienzos, apenas una exigua trocha que se desprende de la Via Sagrada un poco despues de la Puerta de Dipilon. El viajero no percibe nada especial al recorrerla: la vereda se introduce en un boscaje de pinos altos retorciendose al tiempo que se afila, como un diente, de modo que se tiene la sensacion de que, en un momento dado, abocara a una fronda impenetrable sin que hayamos llegado en realidad a ninguna parte. Pero al dejar atras los primeros recodos, por encima de una extension breve aunque compacta de piedras y plantas de hojas curvas como colmillos, se advierte la limpida fachada del edificio principal, un contorno cubico y marfileno colocado cuidadosamente sobre un pequeno teso. Poco despues, el camino se ensancha con cierto orgullo. Hay un portico en la entrada. No se sabe con certeza a quienes ha querido representar el escultor con los dos rostros del color del marfil de los dientes que, situados en sendos nichos, contemplan en simetrico silencio la llegada del viajero: afirman unos que a lo Verdadero y lo Falso, otros que a lo Bello y lo Bueno, y los menos -quiza los mas sabios- que a nadie, porque son simples adornos (ya que algo habia que colocar, al fin y al cabo, en aquellos nichos). En el espacio central, una inscripcion: «Nadie pase que no sepa Geometria», enmarcada en lineas retorcidas. Mas alla, los bellos jardines de Academo, urdidos de ensortijados senderos. La estatua del heroe, en el centro de una plazoleta, parece exigir del visitante el debido respeto: con la mano izquierda tendida, el indice senalando hacia abajo, la lanza en la otra, la mirada cenida por las aberturas de un yelmo de hispida crin rematada por colmilludas puntas. Junto a la floresta, la marmorea sobriedad de la arquitectura. La escuela posee espacios abiertos entre columnas blancas con techos dentados y rojizos para las clases de verano y un recinto cerrado que sirve de refugio a discipulos y mentores cuando el frio muestra sus colmillos. El gimnasio cuenta con todas las instalaciones necesarias, pero no es tan grande como el de Liceo. Las casas mas modestas constituyen el habitaculo de algunos de los maestros y el lugar de trabajo de Platon.

Cuando Heracles y Diagoras llegaron, el crepusculo habia desatado un boreas aspero que removia las retorcidas ramas de los arboles mas altos. Nada mas cruzar el blanco portico, el Descifrador pudo observar que el animo y la actitud de su companero mudaban por completo. Diriase que semejaba un perro de caza olfateando la presa: alzaba la cabeza y se pasaba con frecuencia la lengua por los labios; la barba, de ordinario discreta, se hallaba erizada; apenas escuchaba lo que Heracles le decia (pese a que este, fiel a su costumbre, no ha-blaba mucho), y se limitaba a asentir sin mirarle y murmurar «Si» frente a un simple comentario, o responder «Espera un momento» a sus preguntas. Heracles intuyo que se hallaba deseoso de demostrarle que aquel lugar era el mas perfecto de todos, y el solo pensamiento de que algo pudiese salir mal lo angustiaba sin remedio.

La plazoleta se hallaba vacia y el edificio de la escuela parecia abandonado, pero nada de esto intrigo a Diagoras.

– Suelen dar breves paseos por el jardin antes de cenar -dijo.

Y de repente, Heracles sintio que su manto era retorcido con un violento tiron.

– Ahi vienen -el filosofo senalaba la oscuridad del parque. Y anadio, con extatico enfasis-: ?Y ahi esta Platon!

Por los revueltos senderos se acercaba un grupo de hombres. Todos llevaban himationes oscuros cubriendo ambos hombros, sin tunica ni jiton debajo. Parecian haber aprendido el arte de moverse como los patos: en hilera, desde el mas alto al mas bajito. Hablaban. Era maravilloso verles hablar y caminar en fila al mismo tiempo. Heracles sospecho que poseian alguna especie de clave numerica para saber con exactitud a quien le tocaba el turno de decir algo y a quien el de responder. Nunca se interrumpian: el numero dos se callaba, y justo entonces replicaba el numero cuatro, y el numero cinco parecia intuir sin error el final de las palabras del numero cuatro y procedia a intervenir en ese punto. Las risas sonaban corales. Presintio tambien algo mas: aunque el numero uno -que era Platon- permanecia en silencio, todos los demas parecian dirigirse a el al hablar, pese a que no lo mencionaban explicitamente. Para lograr esto, el tono se elevaba progresiva y melodicamente desde la voz mas grave -el numero dos- a la mas aguda -el numero seis-, que, ademas de ser el individuo de mas baja estatura, se expresaba con penetrantes chillidos, como para asegurarse de que el numero uno lo escuchaba. La impresion de conjunto era la de una lira dotada de movimiento.

El grupo serpenteo por el jardin, acercandose mas en cada curva. En extrana coincidencia, algunos

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