de que recibiera las punaladas… no sin antes desgarrar y manchar la ropa de sangre, claro.
– Increible -se admiro Diagoras con sinceridad.
– Consiste, tan solo, en saber ver las cosas -replico el Descifrador, indiferente-. Por si fuera poco, nuestro asesino se equivoco tambien en otro detalle: no habia sangre cerca del cadaver. Si Eunio se hubiera provocado a si mismo esos salvajes cortes, los escombros y desperdicios cercanos mostrarian un reguero de sangre, por lo menos. Pero no habia sangre en los escombros: eran basura limpia, valga la expresion. Lo cual significa que Eunio no recibio
– Oh, por Zeus…
– Y quizas este ultimo error haya sido decisivo -Heracles entrecerro los ojos y se atuso la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo-: En todo caso, aun no entiendo por que vistieron a Eunio de mujer y le colocaron esto en la mano…
Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.
– ?Por que crees que fue otro quien lo puso? -pregunto Diagoras-. Eunio pudo haberlo cogido antes de…
Heracles nego con la cabeza, impaciente.
– El cadaver de Eunio ya no manaba sangre y estaba rigido -explico-. Si Eunio hubiera tenido esto en la mano cuando murio, la contractura de los dedos habria impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No:
– Pero, por los sagrados dioses, ?por que razon?
– No lo se. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aun no he traducido, Diagoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor -y de repente Heracles dio media vuelta y comenzo a bajar por las escalinatas de la Stoa-. ?Pero, ea, ya esta todo dicho! ?No perdamos mas tiempo! ?Nos queda por realizar otro Trabajo de Hercules!
– ?Adonde vamos?
Diagoras tuvo que apresurar el paso para alcanzar a Heracles, que exclamo:
– ?A conocer a un individuo muy peligroso que quiza nos ayude!… ?Vamos al taller de Menecmo!
Y, mientras se alejaba, volvio a guardar en su manto el marchito lirio blanco. [51]
En la oscuridad, una voz pregunto: -?Hay alguien aqui? [52]
En la oscuridad, una voz pregunto:
– ?Hay alguien aqui?
El lugar era tenebroso y polvoriento; el suelo estaba repleto de escombros y quiza tambien de basura, cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran piedras y cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran restos blandos o quebradizos. La oscuridad era absoluta: no se sabia por donde se avanzaba ni hacia donde. El recinto podia ser enorme o muy pequeno; quizas existia otra salida ademas del portico de entrada, o quizas no.
– Heracles, aguarda -susurro otra voz-. No te veo.
Por ello, el mas debil de los ruidos representaba un irrefrenable sobresalto.
– ?Heracles?
– Aqui estoy.
– ?Donde?
– Aqui.
Y por ello, descubrir que
– ?Que ocurre, Diagoras?
– Oh dioses… Por un momento pense… Es una estatua.
Heracles se acerco a tientas, extendio la mano y toco algo: si hubiera sido el rostro de un ser vivo, sus dedos se hubieran hundido directamente en los ojos. Palpo las pupilas, reconocio la pendiente de la nariz, el contorno ondulado de los labios, el demediado promontorio de la barbilla. Sonrio y dijo:
– En efecto, es una estatua. Pero debe de haber muchas por aqui: se trata de su taller.
– Tienes razon -admitio Diagoras-. Ademas, casi puedo verlas ya: los ojos se me estan acostumbrando.
Era cierto: el pincel de las pupilas habia comenzado a dibujar siluetas de color blanco en medio de la negrura, esbozos de figuras, borradores discernibles. Heracles tosio -el polvo lo asediaba- y removio con la sandalia la suciedad que yacia bajo sus pies: un ruido semejante a agitar un cofre lleno de abalorios.
– ?Donde se habra metido? -dijo.
– ?Por que no lo aguardamos en el zaguan? -sugirio Diagoras, incomodo por la inagotable penumbra y el lento brotar de las esculturas-. No creo que tarde en venir…
– Esta
– Es un lugar tan extrano…
– Es un taller de artista, simplemente. Lo extrano es que las ventanas esten clausuradas. Vamos.
Avanzaron. Ya era mas facil hacerlo: sus miradas amanecian paulatinamente sobre las islas de marmol, los bustos asentados en altas repisas de madera, los cuerpos que aun no habian escapado de la piedra, los rectangulos donde se grababan frisos. El mismo espacio que los contenia empezaba a ser visible: era un taller bastante amplio, con una entrada en un extremo, tras un zaguan, y lo que parecian pesadas colgaduras o cortinajes en el extremo opuesto. Una de las paredes se hallaba aranada por filamentos de oro, debiles manchas resplandecientes que discurrian por la madera de enormes postigos cerrados. Las esculturas, o los bloques de piedra en las cuales se gestaban, se distribuian a intervalos irregulares por todo el lugar, sobresaliendo entre los desperdicios del arte: residuos, esquirlas, guijarros, arenisca, herramientas, escombros y pedazos desgarrados de tela. Frente a los cortinajes se erguia un podio de madera bastante grande al que se accedia por dos escaleras cortas situadas a los costados. Sobre el podio se vislumbraba una cordillera de sabanas blancas asediada por un vertedero de cascotes. Hacia frio entre aquellos muros, y, por extrano que parezca,
– ?Menecmo? -pregunto en voz alta Heracles Pontor.
El ruido que siguio, inmenso, impropio de aquella penumbra mineral, hizo trizas el silencio. Alguien habia quitado la tabla que cerraba una de las amplias ventanas -la mas cercana al podio-, dejandola caer al suelo. Un mediodia fulgido y tajante como la maldicion de un dios atraveso la sala sin hallar obstaculos; el polvo giraba a su alrededor en visibles nubes calizas.
– Mi taller cierra por las tardes -dijo el hombre.
Sin duda existia una puerta oculta tras los cortinajes, pues ni Heracles ni Diagoras habian advertido su llegada.
Era muy delgado, y presentaba un aspecto de enfermizo desalino. En su cabello, revuelto y gris, las canas no habian terminado de extenderse y florecian en sucios mechones blancos; la palidez de su rostro se manchaba de ojeras. No existia un solo detalle en su aspecto que un artista no hubiese deseado perfilar: la barba rala y mal esparcida, los irregulares cortes del manto, el estropicio de las sandalias. Sus manos -fibrosas, morenas- mostraban una revuelta coleccion de residuos de origen diverso; tambien sus pies. Todo su cuerpo era una herramienta usada. Tosio, se aliso -en vano- el pelo; sus ojos sanguinolentos parpadearon; dio la espalda a sus visitantes, ignorandolos, y se dirigio a una mesa cercana al podio, repleta de utensilios, dedicandose, al parecer - pues no habia modo de cerciorarse-, a elegir los mas adecuados para su trabajo. Se escucharon distintos ruidos metalicos, como notas de cimbalos desafinados.
– Lo sabiamos, buen Menecmo -dijo Heracles con pulcra suavidad-, y no venimos a adquirir tus estatuas…
Menecmo giro la cabeza y dedico a Heracles un residuo de su mirada.
– ?Que haces aqui, Descifrador de Enigmas?
– Dialogar con un colega -repuso Heracles-. Ambos somos artistas: tu te dedicas a cincelar la verdad, yo a descubrirla.
El escultor prosiguio su labor en la mesa, provocando un desgarbado ajetreo de herramientas. Entonces dijo:
– ?Quien te acompana?