tiempo, y sobre las leyes del desorden.
– Y asi fue como llegue a creer -concluyo el doctor Lecter- que debia haber un lugar en el mundo para Mischa, un buen lugar que alguien dejaria vacante para ella, y llegue a pensar, Clarice, que el mejor lugar del mundo era el que tu ocupabas.
El resplandor del fuego no sondeaba las profundidades de su escote tan satisfactoriamente como la luz de las velas, pero era maravilloso verlo jugar sobre los' huesos de su cara.
Starling se quedo pensativa unos instantes.
– Dejeme preguntarle algo, doctor Lecter. Si Mischa necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y no digo que no sea asi, ?por que no el suyo? Esta bien ocupado y se que usted no se lo negaria. Ella y yo podriamos ser como hermanas. Y si, como usted dice, hay espacio en mi para mi padre, ?por que no hay sitio en usted para Mischa?
El doctor Lecter parecia complacido, si por la idea o por la astucia de Starling, seria imposible decirlo. Tal vez sintiera una vaga preocupacion al comprender que sus esfuerzos habian dado mejores frutos de lo que nunca hubiera imaginado.
Al dejar la copa en la mesita que tenia al lado, Starling empujo su taza de cafe, que se rompio contra el hogar. Ni siquiera la miro.
El doctor Lecter observo los fragmentos, que permanecieron inmoviles.
– No creo necesario que tome una decision en este mismo instante -dijo Starling.
Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del fuego. Un suspiro del fuego, la tibieza que atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino acudio a la mente de Starling. El doctor Lecter, hacia ya tanto tiempo, preguntando a la senadora Martin si habia amamantado a su hija. En la calma sobrenatural de Starling se produjo un movimiento rodeado de destellos: por un instante innumerables ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho mas alla de su propia experiencia.
– Hannibal, ?tu madre te dio de mamar?
– Si.
– ?Sentiste alguna vez que habias tenido que ceder el pecho a Mischa? ?Sentiste alguna vez que te lo arrebataban para darselo a ella?
Un latido.
– No lo recuerdo, Clarice. Si se lo cedi, lo hice con alegria.
Clarice Starling se llevo la mano al profundo escote de su vestido y libero sus pechos. El aire endurecio los pezones al instante.
– No tienes por que renunciar a estos.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedecio el dedo de apretar el gatillo en el Chateau d'Yquem caliente de su boca y una gota gruesa y dulce quedo suspendida del pezon como una joya dorada, temblando al ritmo de la respiracion.
El abandono la silla sin dudarlo, doblo una rodilla ante ella e inclino la cabeza, reluciente al resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema del busto indefenso.
CAPITULO 102
Buenos Aires, Argentina, tres anos mas tarde.
Barney y Lillian Hersh paseaban cerca del Obelisco de la avenida 9 de Julio al atardecer. La senorita Hersh, profesora en la Universidad de Londres, disfrutaba su ano sabatico. Ella y Barney se habian conocido en el Museo Antropologico de la ciudad de Mexico. Se habian gustado y llevaban dos semanas viajando juntos, aprendiendo a conocerse dia a dia. Cada vez se lo pasaban mejor y no parecia que fueran a cansarse el uno del otro.
Habian llegado a Buenos Aires demasiado tarde para ir al Museo Nacional, donde se exponia un Vermeer en prestamo. A Lillian Hersch, la mision de ver todos los Vermeer del mundo que Barney se habia impuesto le resultaba simpatica, y no era un obstaculo para divertirse. Barney habia visto una cuarta parte de los cuadros, asi que quedaban un monton de sitios a los que ir.
Estaban buscando un sitio agradable en el que pudieran cenar en la terraza.
Las limusinas estaban aparcadas ante el Teatro Colon, el espectacular teatro de la opera de Buenos Aires. Se detuvieron un momento para admirar a los amantes del bel canto que entraban.
Se representaba Tamerlan con un reparto extraordinario, y los asistentes a una noche de estreno en Buenos Aires son una multitud digna de ver.
– Barney, ?te mola la opera? Estoy segura de que fliparias. Anda, invito yo.
A Barney lo divertia oirla usar las palabras de argot que aprendia de el.
– Si consigues que entre ahi, ya lo creo que nipare -le dijo-. ?Crees que nos dejaran entrar?
En ese momento, un Mercedes Maybach, azul oscuro y plata, se deslizo como un suspiro hasta estacionarse junto al bordillo. Un portero se apresuro a abrir la puerta.
Un hombre con esmoquin, delgado y elegante, salio del coche y ofrecio la mano a una mujer. Al verla, la multitud que se apretaba junto a la entrada emitio murmullos de admiracion. Su pelo formaba un gracioso casco de platino y llevaba un suave vestido ajustado color coral y un chai de tul blanco, como una capa de escarcha sobre los hombros. Las esmeraldas despedian destellos verdes alrededor de su garganta. Barney solo la vio un instante entre las cabezas de la gente antes de que la corriente de los que entraban la arrastraran a ella y a su pareja.
Sin embargo, habia podido ver mejor al hombre. Su cabeza era lustrosa como la piel de una nutria y la nariz tenia el mismo arco imperioso que la de Peron. Su compostura le hacia parecer mas alto de lo que era.
– ?Barney? Eh, Barney -estaba diciendo Lillian-, cuando bajes de las nubes, si es que lo consigues, ya me diras si quieres que entremos. Si nos dejan entrar de ropilla. Bueno, ya lo he dicho, aunque no sea muy apropiado. Siempre habia querido decir que iba de ropilla.
Cuando vio que Barney no le preguntaba que queria decir «de ropilla», lo miro de arriba abajo. Siempre se lo preguntaba todo.
– Si -dijo Barney, ausente-. Invito yo.
Barney tenia mucho dinero. No era un manirroto, pero tampoco mezquino. De todas formas, los unicos asientos disponibles estaban en el paraiso, entre los estudiantes.
Previendo la distancia, Barney alquilo anteojos en el vestibulo.
El enorme teatro es una mezcla de Renacimiento italiano y estilos clasico y neoclasico, prodigo en laton, dorados y felpa roja. Las joyas relucian en la muchedumbre como los flashes en un partido de futbol.
Lillian le explico el argumento antes de que empezara la obertura susurrandole al oido.
Justo antes de que las luces de la sala se apagaran e hicieran desaparecer el patio de la vista de los asientos baratos, Barney localizo a la rubia platino y su acompanante. Acababan de atravesar las cortinas doradas de un decorado palco proximo al escenario y se disponian a tomar asiento. Las esmeraldas de la garganta femenina destellaron heridas por las luces de la sala cuando se inclino.
Barney no habia podido mas que vislumbrar su perfil derecho cuando entraba en el teatro. Ahora habia visto el izquierdo.
Los estudiantes que le rodeaban, veteranos de las alturas operisticas, se habian provisto de todo tipo de artuugios para no perder detalle. Uno tenia un catalejo tan largo que despeinaba al espectador de delante. Barney se lo cambio por sus anteojos para enfocar el lejano palco. Era dificil volver a localizarlo con el reducido campo de vision de aquella antigualla, pero cuando lo consiguio la pareja parecia sorprendentemente cercana.
La mujer tenia un antojo en la mejilla en la posicion que los franceses llaman «coraje». Mientras Barney la espiaba, la mujer paseo la vista por la sala, la detuvo un momento sobre el gallinero y luego siguio su recorrido. Parecia contenta y su boca coralina se movia en animada charla. Se inclino hacia su acompanante, le dijo algo y ambos se echaron a reir. Puso su mano sobre la de el y se quedo cogiendole el pulgar.
– Starling -dijo Barney conteniendo el aliento.
– ?Que? -susurro Lillian.
A Barney le costo un triunfo seguir el primer acto de la opera. En cuanto se encendieron las luces para el primer intermedio, volvio a dirigir el catalejo hacia el palco. El caballero cogio una copa de champan de la bandeja que le tendia un camarero y se la paso a la senora; despues cogio otra para el. Barney enfoco el catalejo en su