Starling parecia sopesar algo remedando con las manos los platillos de la Justicia.
– ?Sabe, senor Krendler? Cada vez que usted me miraba de soslayo, tenia la incomoda sensacion de que habia hecho algo para merecerlo -movio las palmas arriba y abajo muy seria, como si estuviera haciendo pasar un Muelle Magico de una a otra-. Y no lo merecia. Cada vez que escribia algo negativo en mi expediente, conseguia hacerme dano y que me sintiera culpable. Dudaba de mi misma un momento, e intentaba aliviarme ese picor insidioso que no dejaba de decirme: «Papa sabe lo que te conviene».
»Pero usted no sabe lo que me conviene, senor Krendler. De hecho, no sabe nada de nada -Starling bebio un sorbo del excelente borgona blanco, y se volvio hacia el doctor Lecter-: Me encanta este vino. Pero creo que deberiamos sacarlo de la cubitera -y se volvio, como una anfitriona atenta, hacia el invitado-. Siempre sera usted un… patan, y carente de atractivo -dijo con un tono benevolo-. Y ya hemos hablado bastante de usted en esta mesa tan agradable. Ya que es el invitado del doctor Lecter, espero que disfrute de la cena.
– Pero ?quien eres tu? -dijo Krendler-. Tu no eres Starling. Tienes la misma mancha en la cara, pero no eres Starling.
El doctor Lecter echo cebollinos a la mantequilla caliente y dorada y en el instante en que el aroma empezo a flotar en el aire anadio alcaparras desmenuzadas. Saco la sarten del fuego y puso en su lugar la sarten para salteados. Cogio un gran cuenco de cristal con agua helada y una bandeja de plata y los dejo al lado de Krendler.
– Tenia planes para esa boquita tan grande -dijo Krendler-, pero ya no te contratare en la vida. ?Quien crees que te dara trabajo ahora?
– No espero que cambie completamente de actitud, como hizo el otro Pablo, senor Krendler -dijo el doctor Lecter-. No lo veo en el camino de Damasco, ni siquiera en el camino hacia el helicoptero de los Verger.
El doctor Lecter le quito la cinta del pelo como hubiera retirado la etiqueta de una lata de caviar.
– Todo lo que le pedimos es que mantenga la mente abierta.
Con cuidado, empleando ambas manos, el doctor Lecter levanto la tapa de los sesos de Krendler, la dejo sobre la bandeja y traslado esta al bufete. Apenas cayo una gota de sangre de la limpia incision, pues previamente el doctor habia soldado los vasos principales y sellado escrupulosamente los otros utilizando anestesia local. Habia aserrado el craneo en la cocina media hora antes de la cena.
El metodo que habia utilizado para retirar la parte superior del craneo de Krendler era tan antiguo como la medicina egipcia, claro que el doctor Lecter disponia de una sierra para autopsias con una hoja especial para el craneo, una llave craneal y mejores medios anestesicos. El cerebro propiamente dicho no habia sufrido.
La cupula gris y rosa del cerebro de Krendler sobresalia del craneo truncado.
De pie al lado de Krendler con un instrumento que parecia una cuchara para las amigdalas, el doctor Lecter corto una tras otra cuatro rebanadas del lobulo prefrontal. Los ojos de Krendler miraban hacia arriba como si estuviera siguiendo la operacion. El doctor Lecter introdujo las rebanadas en el cuenco de agua helada, acidulada con zumo de limon, para que adquirieran solidez.
– «Que bonito, mecerse en una estrella -canto Krendler de repente-, y llenar con luz de luna una botella.»
En la cocina clasica, los sesos se empapan, se aplastan y se dejan a la intemperie durante la noche para que se endurezcan. Cuando uno ha de verselas con el producto fresco, el reto es conseguir que la materia no se desintegre y se convierta en un punado de grumosa gelatina.
Con una destreza apabullante, el doctor coloco las rebanadas endurecidas en un plato, las rebozo levemente con harina sazonada y luego las empano con migajas de
Rallo una trufa negra sobre la salsa de la sarten y dio el toque final con un chorrito de zumo de limon.
Sin perder tiempo, paso las rodajas por la sarten lo justo para que se doraran por ambos lados.
– ?Huele que resucita! -solto Krendler.
El doctor Lecter las deposito sobre sendas rodajas de pan tostado en los platos recien sacados de los calentadores, las bano con la salsa y espolvoreo trochos de trufa. Las decoro con perejil y alcaparras con sus tallos, y con un capullo de berro para darles un poco de altura, completo la presentacion.
– ?Como esta? -pregunto Krendler, que hablaba a voz en cuello tras las flores, como suele ocurrir con los lobotomizados.
– Verdaderamente exquisito -dijo Starling-. Es la primera vez que pruebo las alcaparras.
Al doctor Lecter el brillo de la salsa de mantequilla en los labios de Starling le parecio irresistible.
Krendler cantaba oculto tras los ramos, en general canciones de guarderia, y los animaba a pedirle la que quisieran oir.
Sin prestarle atencion, el doctor Lecter y Starling hablaban de Mischa. Starling estaba al tanto del destino que habia corrido la hermana del doctor Lecter por sus conversaciones sobre el dolor de la perdida; pero en esa ocasion el hablo de forma esperanzada sobre la posibilidad de hacerla regresar. En medio de semejante velada, a Starling no le parecio descabellado que Mischa consiguiera volver, y expreso su esperanza de llegar a conocerla.
– Nunca podrias contestar los telefonos de mi oficina -grito Krendler entre las flores-. Suenas como un conejito de granja.
– Fijate a ver si sueno como Oliver Twist cuando pida un poco mas -le replico Starling, y el doctor Lecter apenas pudo contener su regocijo.
Una segunda racion consumio casi por entero el lobulo frontal y se aproximo por la parte posterior hasta el cortex premotor. Krendler se vio reducido a observaciones irrelevantes sobre objetos de su campo de vision inmediato y al monotono recitado de un poema obsceno e interminable.
Absortos en su charla, Starling y Lecter no se sentian mas incomodos que si un grupo en la mesa vecina de un restaurante hubiera cantado; pero cuando el volumen del poema empezo a ser excesivo el doctor Lecter se levanto y fue a por la ballesta, que estaba en un rincon.
– Me gustaria que escucharas el sonido de este instrumento de cuerda, Clarice.
Espero a que Krendler se callara un momento y disparo una saeta que volo sobre la mesa y atraveso las flores.
– Si vuelves a oir este particular vibrato de la cuerda de ballesta en cualquier situacion futura, ten por seguro que significa tu completa libertad, paz e independencia -dijo el doctor Lecter.
Las plumas y parte del astil asomaban entre las flores y se movian mas o menos al ritmo de una batuta dirigiendo un corazon. La voz de Krendler callo de golpe y al cabo de unos pocos latidos la batuta se inmovilizo.
– ?Es mas o menos un re por debajo de medio do?
– Exacto.
Al cabo de un momento Krendler emitio un gorgoteo al otro lado del telon vegetal. No era mas que un espasmo en la laringe debido a la creciente acidez de su sangre a causa de lo reciente de su muerte.
– Vamos con el segundo plato -propuso el doctor-. Pero antes, un pequeno sorbete para refrescarnos el paladar antes de la codorniz. No, no, no te levantes. El senor Krendler me ayudara a despejar la mesa, si eres tan amable de disculparlo.
Dicho y hecho. Tras la pantalla de flores, el doctor Lecter se limito a vaciar los platos sucios en el craneo de Krendler y luego los amontono en su regazo. Volvio a taparle el craneo y, cogiendo la cuerda atada al pie rodante que sostenia el sillon, lo llevo hasta la cocina.
Una vez alli el doctor Lecter volvio a montar la ballesta. Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer ventajas.
Las codornices tenian la piel crujiente y estaban rellenas de
Tomarian el postre en la sala de estar, anuncio el doctor Lecter.
CAPITULO 101
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