coloridas versiones sobre las vidas de los santos.

Rose y su hermano John habian sido inseparables desde ninos. Ella se entretenia en invierno tejiendo chalecos y calcetas para el capitan y el se esmeraba en traerle de cada viaje maletas repletas de regalos y grandes cajas con libros, varios de los cuales iban a parar bajo llave al armario de Rose. Jeremy, como dueno de casa y jefe de familia, tenia facultad para abrir la correspondencia de su hermana, leer su diario privado y exigir copia de las llaves de sus muebles, pero nunca demostro inclinacion por hacerlo. Jeremy y Rose mantenian una relacion domestica basada en la seriedad, poco tenian en comun, salvo la mutua dependencia que a ratos les parecia una forma secreta de odio. Jeremy cubria las necesidades de Rose pero no financiaba sus caprichos ni preguntaba de donde salia el dinero para sus antojos, asumia que se lo daba John. A cambio, ella manejaba la casa con eficiencia y estilo, siempre clara en las cuentas, pero sin molestarlo con detalles minimos. Poseia un buen gusto certero y una gracia sin esfuerzo, ponia brillo en la existencia de ambos y con su presencia contrarrestaba la creencia, muy difundida por esos lados, de que un hombre sin familia era un desalmado en potencia.

– La naturaleza del varon es salvaje; el destino de la mujer es preservar los valores morales y la buena conducta -sostenia Jeremy Sommers.

– ?Ay, hermano! Tu y yo sabemos que mi naturaleza es mas salvaje que la tuya -se burlaba Rose.

Jacob Todd, un pelirrojo carismatico y con la mas hermosa voz de predicador que se oyera jamas por esos lados, desembarco en Valparaiso en 1843 con un cargamento de trescientos ejemplares de la Biblia en espanol. A nadie le extrano verlo llegar: era otro misionero de los muchos que andaban por todas partes predicando la fe protestan I te. En su caso, sin embargo, el viaje fue producto de su curiosidad de aventurero y no de fervor religioso. En una de esas fanfarronadas de hombre vividor con demasiada cerveza en el cuerpo, aposto en una mesa de juego en su club en Londres que podia vender biblias en cualquier punto del planeta. Sus amigos le vendaron los ojos, hicieron girar un globo terraqueo y su dedo cayo en una colonia del Reino de Espana, perdida en la parte inferior del mundo, donde ninguno de esos alegres compinches sospechaba que hubiera vida. Descubrio pronto que el mapa estaba atrasado, la colonia se habia independizado hacia mas de treinta anos y ahora era la orgullosa Republica de Chile, un pais catolico donde las ideas protestantes no tenian entrada, pero ya la apuesta estaba hecha y el no estaba dispuesto a echarse atras. Era soltero, sin lazos afectivos o profesionales y la extravagancia de semejante viaje lo atrajo de inmediato. Considerando los tres meses de ida y otros tres de vuelta navegando por dos oceanos, el proyecto resultaba de largo aliento. Vitoreado por sus amigos, quienes le vaticinaron un final tragico en manos de los papistas de aquel ignoto y barbaro pais, y con el apoyo financiero de la 'Sociedad Biblica Britanica y Extranjera', que le facilito los libros y le consiguio el pasaje, inicio la larga travesia en barco rumbo al puerto de Valparaiso. El desafio consistia en vender las biblias y volver en el plazo de un ano con un recibo firmado por cada una. En los archivos de la biblioteca leyo cartas de hombres ilustres, marinos y comerciantes que habian estado en Chile y describian un pueblo mestizo de poco mas de un millon de almas y una extrana geografia de impresionantes montanas, costas abruptas, valles fertiles, bosques antiguos y hielos eternos. Tenia la reputacion de ser el pais mas intolerante en materia religiosa de todo el continente americano, segun aseguraban quienes lo habian visitado. A pesar de ello, virtuosos misioneros habian intentado difundir el protestantismo y sin hablar palabra de castellano o de idioma de indios llegaron al sur, donde la tierra firme se desgranaba en un rosario de islas. Varios murieron de hambre, frio o, se sospechaba, devorados por sus propios feligreses. En las ciudades no tuvieron mejor suerte. El sentido de hospitalidad, sagrado para los chilenos, pudo mas que la intolerancia religiosa y por cortesia les permitian predicar, pero les hacian muy poco caso. Si asistian a las charlas de los escasos pastores protestantes era con la actitud de quien va a un espectaculo, divertidos ante la peculiaridad de que fuesen herejes. Nada de eso logro descorazonar a Jacob Todd, porque no iba como misionero, sino como vendedor de biblias.

En los archivos de la Biblioteca descubrio que desde su independencia en 1810, Chile habia abierto sus puertas a los inmigrantes, que llegaron por centenares y se instalaron en aquel largo y angosto territorio banado de cabo a rabo por el oceano Pacifico. Los ingleses hicieron fortuna rapidamente como comerciantes y armadores; muchos llevaron a sus familias y se quedaron. Formaron una pequena nacion dentro del pais, con sus costumbres, cultos, periodicos, clubes, escuelas y hospitales, pero lo hicieron con tan buenas maneras, que lejos de producir sospechas eran considerados un ejemplo de civilidad. Acantonaron su escuadra en Valparaiso para controlar el trafico maritimo del Pacifico y asi, de un caserio pobreton y sin destino a comienzos de la Republica, se convirtio en menos de veinte anos en un puerto importante, donde recalaban los veleros provenientes del Atlantico a traves del Cabo de Hornos y mas tarde los vapores que pasaban por el Estrecho de Magallanes.

Fue una sorpresa para el cansado viajero cuando Valparaiso aparecio ante sus ojos. Habia mas de un centenar de embarcaciones con banderas de medio mundo. Las montanas de cumbres nevadas parecian tan cercanas que daban la impresion de emerger directamente de un mar color azul de tinta, del cual emanaba una fragancia imposible de sirenas. Jacob Todd ignoro siempre que bajo esa apariencia de paz profunda habia una ciudad completa de veleros espanoles hundidos y esqueletos de patriotas con una piedra de cantera atada a los tobillos, fondeados por los soldados del Capitan General. El barco echo el ancla en la bahia, entre millares de gaviotas que alborotaban el aire con sus alas tremendas y sus graznidos de hambre. Innumerables botes capeaban las olas, algunos cargados con enormes congrios y robalos aun vivos, debatiendose en la desesperacion del aire. Valparaiso, le dijeron, era el emporio comercial del Pacifico, en sus bodegas se almacenaban metales, lana de oveja y de alpaca, cereales y cueros para los mercados del mundo. Varios botes transportaron los pasajeros y la carga del velero a tierra firme. Al descender al muelle entre marineros, estibadores, pasajeros, burros y carretones, se encontro en una ciudad encajonada en un anfiteatro de cerros empinados, tan poblada y sucia como muchas de buen nombre en Europa. Le parecio un disparate arquitectonico de casas de adobe y madera en calles angostas, que el menor incendio podia convertir en ceniza en pocas horas. Un coche tirado por dos caballos maltrechos lo condujo con los baules y cajones de su equipaje al Hotel Ingles. Paso frente a edificios bien plantados en torno a una plaza, varias iglesias mas bien toscas y residencias de un piso rodeadas de amplios jardines y huertos. Calculo unas cien manzanas, pero pronto supo que la ciudad enganaba la vista, era un dedalo de callejuelas y pasajes. Atisbo a lo lejos un barrio de pescadores con casuchas expuestas a la ventolera del mar y redes colgando como inmensas telaranas, mas alla fertiles campos plantados de hortalizas y frutales. Circulaban coches tan modernos como en Londres, birlochos, fiacres y calesas, tambien recuas de mulas escoltadas por ninos harapientos y carretas tiradas por bueyes por el centro mismo de la ciudad. Por las esquinas, frailes y monjas mendigaban la limosna para los pobres entre levas de perros vagos y gallinas desorientadas. Observo algunas mujeres cargadas de bolsas y canastos, con sus hijos a la rastra, descalzas pero con mantos negros sobre la cabeza, y muchos hombres con sombreros conicos sentados en los umbrales o charlando en grupos, siempre ociosos.

Una hora despues de descender del barco, Jacob Todd se encontraba sentado en el elegante salon del Hotel Ingles fumando cigarros negros importados de El Cairo y hojeando una revista britanica bastante atrasada de noticias. Suspiro agradecido: por lo visto no tendria problemas de adaptacion y administrando bien su renta podria vivir alli casi tan comodamente como en Londres. Esperaba que alguien acudiera a servirlo -al parecer nadie se daba prisa por esos lados- cuando se acerco John Sommers, el capitan del velero en que habia viajado. Era un hombrazo de pelo oscuro y piel tostada como cuero de zapato, que hacia alarde de su condicion de recio bebedor, mujeriego e infatigable jugador de naipes y dados. Habian hecho buena amistad y el juego los mantuvo entretenidos en las noches eternas de navegacion en alta mar y en los dias tumultuosos y helados bordeando el Cabo de Hornos al sur del mundo. John Sommers venia acompanado por un hombre palido, con una barba bien recortada y vestido de negro de pies a cabeza, a quien presento como su hermano Jeremy. Dificil seria encontrar dos tipos humanos mas diferentes. John parecia la imagen misma de salud y fortaleza, franco, ruidoso y amable, mientras que el otro tenia un aire de espectro atrapado en un invierno eterno. Era una de esas personas que nunca estan del todo presentes y a quienes resulta dificil recordar, porque carecen de contornos precisos, concluyo Jacob Todd. Sin esperar invitacion ambos se arrimaron a su mesa con la familiaridad de los compatriotas en tierra ajena. Finalmente aparecio una criada y el capitan John Sommers ordeno una botella de whisky, mientras su hermano pedia te en la jerigonza inventada por los britanicos para entenderse con la servidumbre.

– ?Como estan las cosas en casa? -inquirio Jeremy. Hablaba en tono bajo, casi en un murmullo, moviendo apenas los labios y con un acento algo afectado.

– Desde hace trescientos anos no pasa nada en Inglaterra -dijo el capitan.

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