portero y no quiso levantar la mirada. No queria que la reconocieran. Sin pensarlo, le habia dado la direccion de Leila. Ese era el edificio donde Ted habia matado a Leila. Aqui, ebrio y en un arranque de rabia, la habia arrojado desde el balcon-terraza de su apartamento.

Elizabeth no pudo controlar el temblor al repasar la imagen que no podia borrar de su mente: el maravilloso cuerpo de Leila envuelto en un pijama de saten blanco, su largo cabello pelirrojo echado hacia atras como en una cascada, cayendo por los cuarenta pisos hasta el suelo de cemento.

Y siempre las mismas preguntas… ?Estaba consciente? ?Se dio cuenta de lo que sucedia?

?Que terribles debieron ser para ella esos ultimos segundos!

«Si me hubiera quedado con ella -penso Elizabeth-, esto jamas habria sucedido.»

2

Despues de estar ausente durante dos meses, el apartamento olia a encierro. Pero en cuanto abrio las ventanas, pudo sentir esa peculiar combinacion de aromas tipica de Nueva York: el olor de la comida hindu del restaurante de la esquina, el perfume de las flores del balcon de enfrente, el olor acido del escape de los autobuses de la Quinta Avenida, la sugerencia a mar proveniente del rio Hudson. Durante unos minutos, Elizabeth respiro profundamente y sintio que comenzaba a relajarse. Ahora que se encontraba alli, se alegraba de estar en casa. El trabajo en Italia habia sido otro escape, otro respiro temporal. Sin embargo, nunca dejaba de pensar que algun dia tendria que subir al estrado como testigo de la parte acusadora en el juicio contra Ted.

Deshizo el equipaje con rapidez y coloco sus plantas en el lavadero. Era evidente que la mujer del portero no habia cumplido su promesa de regarlas con regularidad. Despues de quitar las hojas muertas, se volvio hacia la correspondencia acumulada sobre la mesa del comedor. Rapidamente separo las cartas personales de las facturas y tiro las de publicidad. Sonrio con placer ante la hermosa letra de uno de los sobres y la direccion del remitente: Senorita Dora Samuels, salon de belleza «Cypress Point» [1] Pebble Beach, California. Sammy. Pero antes de leerla, Elizabeth abrio de mala gana el sobre tamano folio que le enviaba la oficina del fiscal del distrito.

La carta era breve. Era la confirmacion de que llamaria al ayudante del fiscal William Murphy despues de su llegada el 29 de agosto para concertar una cita y revisar su testimonio.

El hecho de leer la historia en el diario y darle al taxista la direccion de Leila no la habian preparado para la sorpresa de esa nota oficial. Se le seco la boca y sintio que las paredes se le venian encima. Revivio las horas en que habia prestado testimonio en las audiencias del gran jurado. Y cuando se desmayo en el estrado despues de que le mostraron las fotografias del cuerpo de Leila. «Oh, Dios -penso-, todo vuelve a comenzar…»

Sono el telefono. Apenas pudo susurrar un «diga».

– ?Elizabeth? -resono una voz-, ?como estas? Estaba preocupada.

?Era Min von Schreiber! ?Nada mas ni nada menos que ella! Elizabeth se sintio mas cansada casi de inmediato. Min le habia dado a Leila su primer trabajo como modelo y ahora estaba casada con un baron austriaco y era duena del fastuoso «Cypress Point» en Pebble Beach, California. Era una vieja y querida amiga; sin embargo, esa noche Elizabeth no tenia deseos de hablar con nadie. Pero a ella no podia decirle que no.

Elizabeth trato de parecer animada.

– Estoy bien, Min. Un poco cansada, tal vez. Acabo de llegar hace unos minutos.

– No deshagas las maletas. Vendras a «Cypress Point» manana por la manana. Te aguarda un pasaje en las oficinas de «American Airlines». El vuelo de siempre. Jason te recogera en el aeropuerto.

– Min, no puedo.

– Como mi invitada.

Elizabeth casi se echo a reir. Leila siempre habia dicho que esas eran las tres palabras mas dificiles de pronunciar para Min.

– Pero Min…

– Ningun «pero». Cuando nos vimos en Venecia te vi muy delgada. El maldito juicio sera pronto y no va a ser facil. Ven, necesitas descansar y que te mimen un poco.

Elizabeth casi podia ver a Min, con su negro cabello recogido y esa imperiosa necesidad de que sus deseos fuesen cumplidos en forma inmediata. Despues de unas cuantas protestas inutiles, Elizabeth se oyo aceptar los planes de Min.

– Entonces, manana. Me alegro de poder verte. -Cuando colgo el auricular, estaba sonriendo.

A mil ochocientos kilometros de distancia, Minna von Schreiber aguardo a que se cortara la comunicacion y luego comenzo a marcar otro numero. Cuando le contestaron, susurro:

– Tenias razon. Fue facil. Acepto venir. No te olvides de fingir que te sorprendes al verla.

Su marido entro en la habitacion mientras ella hablaba. Aguardo a que terminara la llamada y luego estallo:

– ?Entonces la invitaste?

Min lo miro desafiante.

– Si, lo hice.

Helmut von Schreiber fruncio el entrecejo. Sus ojos azules se ensombrecieron.

– ?Despues de todas mis advertencias? Minna, Elizabeth podria derrumbar nuestro castillo. Para el fin de semana, estaras mas arrepentida que nunca de esa invitacion.

Elizabeth decidio entonces comunicarse de inmediato con el fiscal de distrito. William Murphy se sintio complacido de oirla.

– Senorita Lange, ya empezaba a preocuparme.

– Le dije que regresaria hoy. No pensaba encontrarlo en su despacho en sabado.

– Tengo mucho trabajo. La fecha del juicio es el 8 de setiembre.

– Si, lo lei.

– Necesito revisar el testimonio con usted para que lo tenga fresco en la memoria.

– Nunca dejo de estar alli -dijo Elizabeth.

– Lo entiendo. Pero tenemos que discutir el tipo de preguntas que el abogado defensor le hara. Le sugiero que venga a verme el lunes, estaremos algunas horas y despues podremos volver a reunirnos el proximo viernes. ?Estara por aqui esta semana?

– Me voy manana por la manana -le informo Elizabeth-. ?No podemos dejarlo todo para el viernes?

Se sintio desalentada por la respuesta.

– Preferiria que nos reunieramos antes. Son apenas las tres. Podria tomar un taxi y estar aqui dentro de quince minutos.

Sin mucho entusiasmo, acepto. Miro la carta de Sammy y decidio leerla a su regreso. Por lo menos, tendria algo que esperar. Se dio una ducha rapida, se recogio el cabello y se puso un traje de algodon azul y un par de sandalias.

Media hora mas tarde, estaba sentada frente al ayudante del fiscal, en su atestada oficina. Tenia un escritorio, tres sillas y una fila de ficheros de acero gris. Habia pilas de expedientes sobre su escritorio, el suelo y encima de los ficheros. A William Murphy no parecia molestarle el desorden, o bien habia llegado a acostumbrarse a algo que no podia cambiar.

Murphy, un hombre regordete, medio calvo y de unos cuarenta anos, con un marcado acento neoyorquino, daba la sensacion de poseer una inteligencia aguda y una gran energia. Despues de las audiencias con el gran jurado, Murphy le habia dicho que su testimonio era la razon principal por la cual Ted habia sido acusado. Sabia que para Murphy eso era un halago.

El hombre abrio un grueso legajo: El estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III.

– Se lo dificil que esto debe de ser para usted -dijo-, la forzaran a revivir la muerte de su hermana y todo su dolor. Y atestiguara en contra de un hombre a quien quiso y en quien confiaba.

– Ted mato a Leila; el hombre que conocia ya no existe.

– En este caso no hay suposiciones. El le quito la vida a su hermana; mi trabajo, junto con su ayuda, es hacer

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