– Esta misma noche voy a contarle. Todo. Tiene que saber quien es el, antes de que sea demasiado tarde. ?Puedo llamarte en estos dias si detecto algo extrano con ella? Me doy cuenta de que se me va de las manos, que ya no puedo vigilarla.

– Me voy manana a Salinas -le dije-. A dictar un seminario. Voy a estar quince dias afuera.

Quedo enmudecida por un momento, como si le hubiera dicho algo inesperado y particularmente brutal. Me miro y pude ver por un instante el desamparo en sus ojos, con todas las defensas caidas, y el abismo de la locura demasiado cercano. En un movimiento espasmodico, casi involuntario, sus manos aferraron las mias a traves de la mesa. No parecia darse cuenta de la fuerza desesperada con que me las apretaba, ni como se hundian sus unas en mis palmas.

– Por favor, no me dejes sola con esto -me dijo, con la voz ronca-. Desde que lo vi frente al geriatrico tengo pesadillas todas las noches. Se que algo muy malo esta por pasarnos.

Me libere lentamente de sus manos y me puse de pie. Solo queria irme cuanto antes.

– Nada mas va a ocurrir -dije-. Ahora el sabe que alguien mas sabe.

NUEVE

Habia salido del bar como si huyera y, sin embargo, cuando me encontre otra vez en la calle, lejos de sentirme por fin liberado, me parecia volver a oir en el silencio el ultimo ruego de Luciana para que no la dejara sola, y no podia deshacerme de la sensacion de sus dedos aferrados a mis munecas. Aunque la noche era muy fria, en el principio de un agosto desapacible y oscuro, decidi caminar un poco, sin ninguna direccion fija, antes de volver a mi casa. Queria, sobre todo, pensar. Trate de repetirme que ya habia hecho bastante por ella, y que no debia dejarme arrastrar por su locura. Caminaba por calles que iban quedando desiertas y donde solo se veian negocios cerrados y estelas de basura junto al cordon. Apenas me cruzaba cada tanto con cartoneros que arrastraban sus carros con los ojos bajos y en silencio, hacia alguna estacion de tren. La marea se habia retirado de la ciudad. Quedaba ahora el olor a podrido de las bolsas destripadas y cada tanto el estrepito y la luz repentina de un colectivo vacio. ?Habia creido realmente, como me acusaba Luciana, en la inocencia de Kloster? Habia creido, si, que parte por parte lo que me habia contado era cierto. Pero Kloster me habia parecido a la vez como un jugador controlado, que podia mentir con la verdad. Lo que me habia dicho quiza fuera verdad, pero seguramente no toda la verdad. Y a la vez, a la luz fria de los hechos, como casi me habia gritado Luciana, no parecia haber otra explicacion que no apuntara a Kloster. Porque si no habia sido el, ?que era lo que quedaba? ?Una serie de fantasticas coincidencias? Kloster habia dicho algo sobre esto, sobre las rachas de infortunio. Habia logrado avergonzarme, todavia recordaba su tono despectivo mientras me hablaba de las rachas, como si no pudiera creer que yo hubiera escrito mi libro sin saber aquello. Llegue a una avenida y vi un bar de taxistas todavia abierto. Entre y pedi un cafe y un tostado. ?Que era exactamente lo que habia dicho Kloster? Que pensara en monedas lanzadas al aire. Que una racha de tres caras o tres cecas en diez lanzamientos no era nada extrano, sino lo mas probable. Que el azar tambien tenia sus inclinaciones. Encontre en mi bolsillo una moneda plateada de veinticinco centavos. Busque mi lapicera y desplegue una servilleta sobre la mesa. Lance la moneda al aire diez veces seguidas y anote la primera serie de caras y cecas con guiones y cruces. Lance otras diez veces la moneda y escribi debajo una segunda sucesion. Segui lanzando la moneda, con un movimiento cada vez mas diestro del pulgar y anote todavia algunas series mas en la misma servilleta, una debajo de la otra, hasta que el mozo me trajo el cafe con el tostado. Mientras comia revise esas primeras sucesiones, que perforaban la servilleta como un codigo extrano. Lo que me habia dicho Kloster era cierto, asombrosamente cierto: casi en cada renglon habia rachas de tres o mas caras o cruces. Desplegue otra servilleta sobre la mesa y como si me hubiera acometido un impulso irrefrenable lance la moneda con el proposito ahora de llegar a cien veces y aprete los signos de manera que la sucesion entera quedara escrita en ese cuadrado de papel. Un par de veces la moneda se me resbalo entre los dedos y el ruido sobre la mesa atrajo la mirada del mozo. El bar se habia despoblado y sabia que debia irme, pero como si el movimiento en la repeticion se hubiera apropiado de mi mano, no podia dejar de tirar la moneda al aire. Cuando escribi la ultima marca lei la sucesion de signos desde el principio y subraye las rachas que iban apareciendo. Habia ahora rachas de cinco, de seis y hasta de siete signos repetidos. ?Habia entonces, como me habia dicho burlonamente Kloster, tambien un sesgo del azar? Aun la ciega moneda parecia tener nostalgia de repeticion, de forma, de figura. A medida que aumentaba la cantidad de lanzamientos las rachas se volvian tambien mas largas. Quiza hubiera incluso alguna ley estadistica para calcular estas longitudes. Pero ?habria entonces tambien otras formas ocultas, otros embriones de causalidad en el azar? ?Otras figuras, otros patrones, invisibles para mi, en esa sucesion que acababa de escribir? ?Una figura incluso que explicara la mala suerte de Luciana? Volvi a mirar la sucesion, que se cerraba otra vez a mi como una escritura indescifrable. Usted deberia sostener la tesis del azar, me habia dicho Kloster. Senti de pronto que algo vacilaba en mi, como si una certidumbre intima y constitutiva, de la que ni siquiera era conciente, se hubiera quebrado. Habia podido resistir la critica, deslizada en una resena, de que mi novela Los aleatorios tenia al fin y al cabo un elemento de calculo para la simulacion cuidadosa del azar. Pero este simple lanzamiento de monedas habia resultado mas devastador que cualquiera de estos reparos. Una tirada de dados no abolira jamas el azar, hubiera dicho Mallarme. Y sin embargo, la servilleta abierta sobre la mesa habia abolido para siempre lo que yo pensaba sobre el azar. Si usted verdaderamente cree en el azar, deberia creer en estas rachas, deberian resultarle naturales, deberia aceptarlas. Eso era lo que me habia querido decir Kloster, y recien ahora lo entendia en toda su dimension. Pero a la vez -y esto era quiza lo mas desconcertante, el detalle enloquecedor- el, Kloster, no parecia creer que las cruces de Luciana fueran solo una racha adversa. El mismo, a quien mas favorecia y convenia esta hipotesis, se habia sentido lo bastante seguro de su inocencia, o de su impunidad, como para inclinarse por otra posibilidad. ?Cual? De esto no habia dicho nada, solo habia insinuado que estaria escrita en su novela. Pero habia hecho una comparacion extrana: el mar como la banera de un dios. Kloster, el feroz ateo que yo habia admirado, el que se reia en sus libros de toda idea divina, habia hablado en nuestra conversacion mas de una vez en terminos casi religiosos. ?Podia haberlo afectado tanto la muerte de su hija? El que deja de creer en el azar empieza a creer en Dios, recorde. ?Eran asi las cosas? ?Kloster ahora creia en Dios, o habia sido todo una cuidadosa puesta en escena para convencer a un unico espectador? Llame al mozo, pague mi cuenta y sali otra vez a la calle. Ya habia pasado la medianoche y solo se veian en la calle mendigos arrebujados sobre cartones. Los ultimos camiones recolectores hacian rechinar a lo lejos sus mandibulas metalicas. Doble en una calle lateral, y me atrajo irresistiblemente un resplandor repentino que iluminaba la vereda desde una vidriera. Me acerque y me detuve. Era la vidriera de una gran muebleria y frente a mis ojos, silencioso, increible, se estaba iniciando por dentro un incendio. El felpudo de la entrada ya estaba en llamas, en una contorsion lenta y ondulante que parecia alzarlo del suelo. Despedia humo y chispas que alcanzaron enseguida a un perchero y a una mesita ratona cerca de la entrada, hasta hacerlos arder, con grandes llamaradas cada vez mas altas. El perchero se desplomo de pronto en una lluvia de fuego y toco la cabecera de una cama matrimonial. Recien repare entonces en que la vidriera estaba arreglada como si fuera el interior de una habitacion ideal para un matrimonio, con las mesitas de luz y una cuna de bebe a un costado. Habian puesto sobre la cama un edredon bulgaro que ardio en una combustion brusca, con llamas salvajes. Todo transcurria en el mismo silencio impavido, como si el vidrio no dejara pasar el fragor de la llama. Me daba cuenta de que en algun momento podia estallar la vidriera, pero a la vez, no conseguia apartarme de ese espectaculo hipnotico y deslumbrante. Todo se retorcia frente a mi, sin que hubiera sonado todavia ninguna alarma, sin que nadie se hubiera asomado a esa calle, como si el fuego estuviera por decirme algo estrictamente privado. La habitacion, la cuna, el simulacro de casita, todo se disolvia y transmutaba. Los muebles habian dejado de ser muebles, y eran otra vez madera, la lena elemental que solo queria obedecer, doblegarse, alimentar las llamas. El fuego ahora se erguia, en una unica figura violenta, maligna, fulgurante, con algo de dragon que no dejaba de retorcerse y cambiar de forma. Escuche de pronto el ulular histerico de la sirena de los bomberos. Supe que todo estaba por terminar y trate de aferrarme a esa ultima imagen que no se dejaba descifrar, hermetica y fabulosa, detras del vidrio. Atraidos por la sirena, me rodeaban ahora las criaturas famelicas de la noche, borrachos puestos de pie y ninos que dormian en las bocas de los subtes. Algunas ventanas se abrieron sobre mi cabeza. Despues llegaron las voces humanas, las ordenes, el chorro implacable de agua, las llamas que retrocedian y dejaban su marca negra en las paredes. Me fui porque no queria contemplar este otro espectaculo, mucho mas deprimente, del incendio vencido.

Llegue a mi casa muy tarde y aun tenia que preparar mi bolso para el viaje. Mi avion para Salinas tenia horario

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