de partida despues del mediodia y decidi dejar aquello para la manana. Dormi con un sueno abrumado de imagenes confusas, que se superponian y perseguian con la recurrencia de las pesadillas. Dentro del sueno, en el filo huidizo de la manana, crei estar a punto de entender algo: solo bastaba con que pudiera leer una sucesion de guiones y cruces. Abri los ojos demasiado pronto, con esa sensacion de inminencia y a la vez de perdida con que se escurren las imagenes al despertar. Eran las nueve de la manana y mientras armaba mi bolso recorde el incendio. Baje a desayunar a un bar para leer el diario y busque la noticia sin muchas esperanzas, porque pense que era un asunto al fin y al cabo menor, que quiza ni habia merecido un suelto. Y sin embargo, alli estaba, en una de las paginas interiores, debajo del titulo «Al cierre de esta edicion». Era un articulo muy corto, con el encabezado «Incendios». Se referia en primer lugar a otro incendio, tambien en una muebleria, que habia provocado danos casi totales. Un poco mas abajo se agregaba que en la misma noche se habian producido «dos siniestros mas, muy semejantes», en mueblerias de distintos barrios. Uno de ellos era el que habia visto yo, pero apenas se consignaba la direccion, sin ningun otro detalle. En la nota se mencionaba que se estaban haciendo las primeras pericias para determinar si habian sido accidentales o provocados. Y aquello era todo: no se arriesgaba ninguna conjetura, solo la vaga promesa de que la policia investigaba distintas hipotesis.

Doble el diario sobre la mesa y pedi otro cafe. Tres incendios en tres mueblerias una misma noche. Mas alla de caras y cecas, aquello si que no podia ser casual. Un recuerdo se agito en el fondo de mi memoria, tratando de emerger a la superficie. Un rostro que volvia, vehemente y burlon, disparando frases y teorias que solo se sostenian por un segundo, como burbujas en el aire, desde una mesa de cafe en la calle Corrientes, detras del humo displicente de su cigarrillo. Lo veia otra vez, con su coleta y su barba, rodeado de caras jovenes y encandiladas entre las que habia estado la mia. De estudiantes y aspirantes a escritores que luchaban por sentarse cerca de el y lo escuchaban arrojar citas y hundir y levantar libros con una sola frase: una extrana maquina parlante de malevolencia y sarcasmo, que tenia sin embargo a la vez, cada tanto, iluminaciones repentinas, destellos perdurables. Habia sido en el, y no en un piromaniaco en su acepcion mas obvia, en quien primero habia pensado. Me parecia escucharlo otra vez: ?habia sido en el bar de siempre o en la fiesta donde celebramos el unico numero de la revista? Alguien habia hablado del arte efimero y las intervenciones callejeras: el reguero de pintura y el circulo de tiza de Greco alrededor de los transeuntes. Alguien mas recordo la escultura subversiva: el ladrillo que sale volando a la cabeza del critico. El habia propuesto entonces el incendio de mueblerias. ?No eran acaso por dentro la perfecta casita burguesa? El talamo nupcial, la cuna del bebe, la mesa redonda de la comida familiar, las bibliotecas para cargar y ostentar la vieja cultura. La sosegadora mesa ratona del living. Todo estaba ahi, decia, y sus ojos brillaban, malignos, desafiantes. Si queriamos ser verdaderamente incendiarios, alli estaban las mueblerias de Buenos Aires, a la espera del primer fosforo. Seria irresistible. Contagioso. Una ciudad en llamas, en una sola noche. El fuego: el supremo y ultimo manifiesto artistico, la forma que consume todas las formas.

Pero ?podia ser el, tantos anos despues? Sabia que no: habia vuelto a encontrarlo una vez por la calle y me habia sorprendido al verlo de traje y corbata. Me conto, con un aire de satisfaccion apenas disimulado, que trabajaba en una secretaria de Cultura. Yo habia exagerado mi incredulidad: ?Ahora trabajaba? ?Y para el Gobierno? Se sonrio, no muy comodo, pero trato, tambien el, de volver al modo del pasado. Justamente, no era trabajo, se defendio. Era casi una pension, que le daban los sufridos contribuyentes y el maravilloso pueblo peronista. Estaba cumpliendo al fin y al cabo con el dictado de Duchamp. El artista debia valerse de todo, con tal de no condenarse al sudor de la frente: herencias, becas, mecenazgos. Hizo una mueca cinica: y por que no, secretarias de Cultura.

No, no podia ser el. Pero a la vez, volvia a mi otra frase que le habia escuchado decir en ese remoto pasado: no deberia escribirse sobre lo que fue, sino sobre lo que pudo haber sido. Por primera vez en mucho tiempo senti que tenia delante de mi un tema, que el incendio de la noche anterior habia tenido algo de providencial, y que ahora tambien el pequeno recuadro del diario, el modesto misterio de las mueblerias, me hablaban secretamente. Sali a la calle y en esa leve euforia de felicidad recobrada compre en una libreria un cuaderno grueso de tapas duras para llevarme en el viaje. Tendria despues de todo en Salinas las mananas libres para escribir: quiza podria poner en marcha una novela. Subi a mi departamento para recoger el bolso y apenas abri la puerta vi en el telefono el parpadeo rojo y amenazante del contestador automatico, como si fuera un arma accionada a distancia que podia todavia darme alcance. Oprimi la tecla y aparecio la voz de Luciana. Las frases estaban entrecortadas, en un tono de desamparo y desesperacion, como si le costara hilvanarlas. Habia hablado con su hermana la noche anterior, le habia contado todo, pero habia sentido que Valentina no le creia. Que no queria creerle. Me pedia, me rogaba, que si todavia no habia viajado la llamara a su casa. Mire la hora y alce mi bolso. Decidi que el llamado habia llegado demasiado tarde, cuando yo ya estaba en camino al aeropuerto.

DIEZ

Apenas el avion se alzo sobre el rio y la ciudad quedo a escala de una maqueta, senti, con la subita liviandad de estar suspendido en el aire, otro aligeramiento dentro de mi, como si toda la historia de Luciana, la conversacion con Kloster y aun el incendio pudiera verlos ahora tambien en una escala menor e inofensiva, alejandose, mitigados, en la ciudad que dejaba atras. Recorde las novelas victorianas en que los padres forzaban a un viaje al extranjero a la heroina o al heroe inconvenientemente enamorados, un viaje que nunca daba resultado y solo servia para probar las fuerzas del amor sobre la distancia y el tiempo. Pero en mi caso tenia que reconocer que algo se atenuaba, como si de verdad hubiera logrado escapar, y cuando vi, una hora despues, en medio del desierto blanco, la pequena ciudad en la que nunca habia estado, surgida de la nada, puesta como un domino entre horizonte y horizonte, sobre los espejos rotos y deslumbrantes de las salinas, senti que realmente estaba a mil kilometros de distancia.

Me entregue a los protocolos amables de la bienvenida. Me habian ido a buscar al aeropuerto la decana y una de las profesoras del Departamento de Letras y tomaron, para que viera algo del paisaje, un camino indirecto que dejaba divisar hacia un costado el borde de la Gran Salina. Al entrar en la ciudad, que parecia una escenografia abandonada, con todos los negocios cerrados y las calles desiertas, me advirtieron que la siesta duraba hasta la cinco de la tarde. Me dejaron en el hotel y me pasaron a buscar un par de horas despues, para que diera mi primera clase.

Se suponia que iba a ser un seminario de postgrado, en el que yo dictaria mi curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias, pero seguramente no habian podido reunir el numero critico de interesados, y habia tambien varios estudiantes muy jovenes, que asistian como oyentes. Vi entre ellos, en la segunda fila, a una alumna de ojos muy grandes y atentos, en la que no pude evitar detener mas de lo debido la mirada. Hacia mucho que no daba clases para todo un curso, pero apenas alce la tiza sufri la bienhechora transformacion, las palabras acudieron seguras y volvio a mi, como un perro que todavia reconoce a su dueno, la elocuencia que creia perdida para siempre. En la cadena de afirmaciones, de refutaciones, de ejemplos, senti, casi como una hiperventilacion, la euforia pedagogica. Recorde a los teologos que sostienen que la sola actividad de rezar puede provocar por si misma la fe, como una reaccion mecanica o un precipitado. Tambien en mi caso me habia bastado la repeticion de los pequenos rituales, la tiza sobre el pizarron, las frases iniciales, y probablemente -no podia descartarlo- la mirada interesada de esa alumna, para que obrara otra vez el sortilegio y la clase que tantas veces habia repetido recobrara vida y los chistes de siempre encontraran su lugar. Y sin embargo, en la mitad de la exposicion, esta alegre seguridad en mi mismo vacilo y estuve por un instante suspendido del abismo. Estaba tratando de explicarles la codificacion de John Cage para su partitura Music of Changes, en correspondencia con los hexagramas del I Ching. Habia dibujado las tablas cuadriculadas para los sonidos, las intensidades, las duraciones, y quise recordarles en un momento como se obtenian los hexagramas, con seis lanzamientos de monedas que fijaban cada linea al azar. Pero apenas pronuncie la palabra «azar», como si hubiera roto un sello, empezo a deslizarse insidiosamente en mi la serie de caras y cecas, la servilleta acribillada de signos donde el azar mostraba al fin y al cabo tambien su forma. ?Como es la perdida de una conviccion para quien siempre dudo de todo? Es el vertigo y la resistencia de hacer pie y afirmar, aun la frase mas nimia. Algo extrano y atemorizador me ocurrio a partir de ese momento y por el resto de la clase. Cada vez que decia algo, otra voz burlona dentro de mi estaba a punto de irrumpir para agregar «O no» al final de la frase. Cada vez que enunciaba o asentaba una explicacion, la vocecita queria prorrumpir «O bien todo lo contrario». Si estaba por concluir un razonamiento (y cada vez me esforzaba mas para que mis conclusiones parecieran inferirse de un razonamiento intachable), la voz se anticipaba para agregar, sibilina, «Pero lo opuesto seria tambien igualmente valido». Algo se habia estropeado, algo

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