seguramente se dejaba ver, en esta discusion interior. Habia perdido un elemento de confianza y ahora cada vez mis pausas eran mas largas y mi voz vacilaba de una manera horrible. Senti que mis manos empezaban a transpirar y me alegre, al mirar la hora, de poder dar por terminada la clase. Habia estado cerca del desastre, pero quiza los demas lo atribuyeran solo al cansancio. Me preguntaba, sobre todo, que habria pensado mi alumna. Ya entonces, ya desde el primer momento, la llamaba para mis adentros absurdamente asi, como si estuviera destinada como un obsequio, como parte de la bienvenida, para mi. Temi en un principio que no fuera a la cena a la que estaban invitados los profesores, pero afortunadamente le habian encargado las tareas administrativas relacionadas con el viaje y mientras le firmaba algunos papeles pude hablar unas palabras con ella y convencerla de que nos acompanara. En la distribucion alrededor de la mesa no pude hacer nada, sin embargo, por tenerla cerca y tuve que resignarme a dejar pasar la cena mirandola desde lejos cada tanto.

Me desperte temprano a la manana siguiente y animado por el desayuno del hotel, la luz del sol que entraba por la ventana de mi cuarto, y el aspecto flamante del cuaderno que habia llevado, me propuse empezar mi novela sobre los artistas incendiarios. Antes de que pasaran dos horas ese impulso feliz se habia disuelto y decidi salir a dar un paseo por la ciudad. Recorri las dos o tres galerias comerciales, entre y sali de una libreria desanimante, deambule por las calles del centro y antes de la hora del almuerzo me parecio que ya lo conocia todo, como si la ciudad se hubiera agotado integramente en esa primera caminata. Di otro paseo a la hora de la siesta y paradojicamente a esa hora muerta, con las calles vacias, la ciudad me parecio mas intrigante. Imaginaba miles de personas en posicion horizontal, tendidos al mismo tiempo en sus camas, pero imaginaba, tambien, que debia haber excepciones. Donde podia estar, me preguntaba, la gente que se resistia al mandato de la siesta. Cruce en diagonal la plaza principal. Doble en una calle lateral y vi un cartel de neon encendido a la luz del dia y la escalinata de lo que debio ser alguna vez un cine. Subi en un impulso y atravese las puertas batientes para asomarme al interior. Era un salon de maquinas tragamonedas, inmenso, alfombrado. Alli. Alli estaban. Habia gente de todas las edades, pero sobre todo mujeres maduras, encaramadas a sillas altas, hipnotizadas, silenciosas, deslizando con un movimiento mecanico monedas en las ranuras. Habia mucha mas gente de la que hubiera esperado encontrar y no me hubiera extranado ver alli tambien a la decana, o a alguno de mis alumnos. Sali otra vez a la quietud de la calle y camine un poco mas. Vi otros dos o tres casinos iguales, y cada uno estaba lleno de fieles, como si el pueblo entero se entregara durante la siesta a una loteria de Babilonia ensimismada frente a esas maquinas. Esa noche cene solo despues de mi clase y me propuse un ultimo recorrido nocturno. Solo dos o tres bares estaban abiertos despues de las once. En la ventana de uno cercano al hotel esperaban dos prostitutas demasiado viejas y brillosas, que me sonrieron cuando pase con una inclinacion de cabeza. Tuve esa segunda noche, antes de apagar la luz, en el cuarto ya familiar, la sensacion de estar atrapado en un juego de computacion, del que ya habia visto para los dias sucesivos todos los escenarios: aquella mesita en mi cuarto con el cuaderno abierto todavia en blanco, las pocas galerias comerciales, la libreria descorazonadora, las salas de juego extranamente llenas a la siesta, el unico cine, el aula de la facultad, los dos bares tardios de la noche. Las misiones del heroe que tenia por delante eran quiza escribir el primer capitulo de la novela, volverme rico en una de las maquinas tragamonedas, acostarme con mi alumna. Los peligros que me amenazaban: descubrir una imprevista adiccion al juego, contraer una enfermedad vergonzosa si cedia a la invitacion de las prostitutas, o quiza un leve escandalo academico si no era lo bastante discreto con mi alumna.

En los dias siguientes se desvanecio de a poco el impulso con que me habia enganado al comprar el cuaderno. Incluso el recuerdo del incendio ya no me parecia tan vivido y perturbador como antes, sino casi ridiculo a la distancia, con sus consecuencias inofensivas de unos pocos muebles quemados. Segui desde la computadora en el lobby del hotel las noticias en los diarios de Buenos Aires, pero el incendiario tambien parecia haberse llamado a reposo. Si hice, en cambio, mi parte con mi alumna, hasta donde pude. Al cabo de la primera semana habia dado tambien a esto por perdido. Me daba cuenta de que estaba por llegar a la edad que tenia Kloster diez anos atras y que habia entre ella y yo casi la misma cantidad de anos que lo habia separado a el de Luciana. Me pregunte amargamente si tambien mi alumna le habria dicho a sus amigas, o para si misma, en el mismo tono escandalizado de Luciana, que yo podria ser su padre. Tuve sin embargo la idea imprevistamente feliz de poner un horario de consulta en una pequena oficina que me habian asignado. Fue la unica que vino a verme, valientemente sola. Y podria decir, en el sentido mas estricto de la frase, que mi suerte cambio de la manana a la noche. Despues me dijo que la habia decidido el paso del tiempo, darse cuenta de que solo quedaba una semana. Como en otros viajes, volvi a pensar que nada ayuda tanto al forastero como tener su pasaje fechado de regreso. De mi segunda semana en Salinas no recuerdo mas que su cuerpo desnudo, su cara, sus ojos absorbentes. Y si habia puesto ya todo el ancho del pais de distancia con la historia de Luciana, me senti en esos dias todavia mas lejos, en ese universo definitivamente remoto, a la distancia insalvable, egoista y ciega que separa a los felices de los desgraciados. Solo una vez, en realidad, volvi a pensar en ella. Fue una tarde en que J (a quien todavia llamo para mi mi alumna) alzo su pelo frente al espejo al salir de la ducha y al inclinar la cabeza hacia el costado para peinarlo, su cuello aparecio frente a mi largo y desnudo, y me hizo recordar en una subita reminiscencia el cuello de Luciana, como si en un misterioso acto de misericordia el tiempo me hubiera restituido, brillante, intacto, un fragmento del pasado. Ya habia tenido antes, al caminar por Buenos Aires, o incluso de viaje, en los lugares mas diferentes, esta clase de encuentros imposibles, caras que creia reconocer del pasado, como si emergieran de pronto para ponerme a prueba, con la edad de antes que ya no podian tener. Me habia acostumbrado a pensar que era una consecuencia mas del paso de los anos: que todo el genero humano se volviera curiosamente familiar. Pero esta vez la impresion fue mucho mas vivida, como si el cuello de Luciana, el cuello que yo habia estudiado dia a dia con amorosa atencion, volviera a existir en cada una de sus venas y articulaciones y nervaduras, otra vez terso y vibrante, uniendo pedazos de otro cuerpo. Pase una mano estremecida, casi temerosa, hasta tocar su nuca. J volvio hacia mi la cara para que la besara y la ilusion desaparecio.

Dos dias despues todo habia terminado. Entregue las notas finales, prepare mi bolso, volvi a guardar el cuaderno en el que no habia escrito nada y deje que J me llevara hasta el aeropuerto. Nos hicimos las promesas habituales que -sabiamos- ninguno de los dos cumpliria. El avion que debia llevarme de regreso a Buenos Aires se demoro sin ninguna explicacion casi tres horas y cuando despegamos del aeropuerto ya era muy entrada la noche. Me adormeci con la cara contra la ventana durante buena parte del vuelo, pero poco antes de llegar, cuando el avion empezaba a descender sobre la ciudad, me despertaron unos murmullos excitados alrededor. Los demas pasajeros senalaban algo abajo en la ciudad y se movian hacia las ventanillas. Alce la pestana de mi propia ventana y vi, entre las luces de la ciudad, los rios de transito y la noche, lo que parecia la lumbre encendida de dos cigarrillos, como brasas rojas y palpitantes que exhalaban humo blanco hacia lo alto. Aunque estaban separados seguramente por decenas de cuadras, se divisaban casi juntos desde la altura: no era otra cosa y, aunque me pareciera increible, no podia ser otra cosa, que el fuego de dos incendios simultaneos. La novela que no habia tenido fuerzas para empezar durante el viaje parecia estar escribiendose por si sola alli abajo.

ONCE

Abri la puerta de mi departamento y recogi las dos o tres cuentas y la hoja de expensas que habian pasado bajo la puerta. No habia mensajes en el contestador de mi telefono. Ni siquiera de Luciana. ?Por fin me habia dejado en paz? Quiza ese silencio tuviera un significado mas drastico: que ya no me consideraba alguien en quien podia confiar, que la habia defraudado. No habia logrado convencerme, atraerme a su fe, y ahora me repudiaba. Podia imaginarla encerrada otra vez en su departamento, a solas con su obsesion, refugiada en el circuito familiar y perfecto de sus temores. Fui hasta mi cuarto, prendi el televisor y busque los canales de noticias, pero ninguno parecia haberse enterado todavia de los incendios. A las dos de la manana, vencido por el sueno, apague la luz y dormi casi hasta el mediodia.

Apenas me desperte baje al bar para leer los diarios. Las noticias no eran mucho mas extensas que las de quince dias atras y me pregunte si solamente a mi me intrigaria este asunto. Habian sido en realidad tres los incendios: dos en el barrio de Flores, casi simultaneos, y bastante cercanos entre si -los que habia visto desde el avion- y uno algo mas tarde en Montserrat. En los tres casos eran, otra vez, mueblerias, y se habian iniciado de la misma manera, simple pero efectiva: un poco de nafta arrojada bajo la puerta y un fosforo encendido. Habia ahora al menos un sospechoso: distintos testigos aseguraban haber visto a un chino que escapaba en bicicleta con un bidon de nafta en la mano. Busque la noticia en otro de los diarios: tambien se hablaba aqui del hombre de rasgos orientales. En un recuadro separado se recordaba la vinculacion con los incendios de quince dias atras y se

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