echando una partidita a los dados, nos vamos pasando una botella de Four Roses, tenemos nuestra pipa de crack, nuestra jeringuilla con heroina, nuestras novias menores de edad y drogadictas que paren hijos ilegitimos a los que abandonamos en una caja de zapatos en la planta de desperdicios y reciclaje de las afueras de la ciudad… No nos envies a esa montana, Senor. Con esos gigantes llevamos las de perder. Con Bull Connor y sus perros policia llevamos las de perder. Mejor nos quedamos en la parte de atras del autobus. Es oscuro y acogedor. Se esta bien aqui». -Recupera su timbre habitual y dice-: No seais como ellos, hermanos y hermanas. Decidme que necesitais.

– Fe -apuntan timidamente unas pocas voces, sin conviccion.

– A ver si lo oigo otra vez, mas alto. ?Que necesitamos todos?

– Fe. -Ahora la respuesta es al unisono. Incluso Ahmad pronuncia la palabra, pero de modo que nadie lo oye excepto la nina que esta a su lado.

– Eso esta mejor, pero no lo suficientemente alto. ?Que es lo que tenemos, hermanos y hermanas?

– ?Fe!

– ?Fe en que? ?A ver como lo decis, que tiemblen esos cananeos en sus grandes botas de piel de cabra! -?Fe en el Senor!

– Si, oh, si -anaden voces sueltas. Aqui y alla sollozan algunas mujeres. Ahmad ve que a la madre, todavia joven y bonita, con la que comparte banco le relucen las mejillas.

El predicador no esta dispuesto a que quede asi.

– ?El Senor de quien? -pregunta, y se responde con entusiasmo casi juvenil-: El Senor de Abraham. -Inspira-. El Senor de Josue. -Vuelve a inspirar-. El Senor del rey David.

– El Senor de Jesus -propone alguien desde el fondo de la vieja iglesia.

– El Senor de Maria -pregona una voz de mujer.

Y otra aventura:

– El Senor de Betsabe.

– El Senor de Sefora -grita una tercera. El predicador decide dejarlo ahi.

– El Senor de todos nosotros -brama, acercandose al microfono como hacen las estrellas del rock. Se pasa un panuelo blanco por la alta calva reluciente. Lo cubre una fina capa de sudor. El cuello de la camisa, antes almidonado, esta ahora lacio. A su modo kafir, ha estado luchando contra los demonios, incluso contra los de Ahmad-. El Senor de todos nosotros -repite lugubremente-. Amen.

– Amen -dicen muchos, aliviados, vaciados.

Se hace el silencio y despues se oye el sonido circunspecto de pasos amortiguados en la alfombra, cuatro hombres trajeados marchan en dos filas por el pasillo para recoger unos platillos de madera mientras el coro, con un rumor imponente, se levanta y se dispone a cantar. Un tipo pequeno con tunica, que ha compensado su baja estatura hinchando su larga y rizada cabellera hasta convertirla en una enorme pelusa, alza los brazos en senal de que esta listo a la vez que los hombres serios, con trajes de poliester color pastel, toman los recipientes que el predicador les ha ofrecido y se despliegan, dos por el pasillo central y los otros dos por cada lateral. Esperan que el dinero vaya cayendo en los platos, cuyo fondo esta forrado con fieltro para atenuar el ruido de las monedas. La inesperada palabra «impuro» vuelve del sermon: en su interior, Ahmad se estremece por haber pecado viniendo a presenciar como estos infieles negros oran a su no-Dios, a su idolo de tres cabezas; es como ver sexo en publico, escenas de carnes rosaceas atisbadas por encima de los hombros de chicos que hacen un mal uso de los ordenadores en clase.

Abraham, Noe: estos nombres no le son del todo ajenos a Ahmad. En la tercera sura, el Profeta afirmo: «Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se ha revelado a Abraham, a Ismael, a Isaac, a Jacob y a las tribus, en lo que Moises, Jesus y los profetas han recibido de su Senor. No hacemos distincion entre ninguno de ellos». Las personas que le rodean tambien son a su manera Gente del Libro. «?Por que no creeis en los signos de Dios? ?Por que desviais del camino de Dios a quien cree?»

El organo electrico, que se ocupa de tocar un hombre cuya nuca asoma en rollitos de carne arrebujada, como formando un segundo rostro, deja ir un hilo de sonido, y despues atiza una avalancha que cae como agua helada. El coro, con Joryleen en la primera fila, empieza a cantar. Ahmad solo tiene ojos para ella, para su manera de abrir la boca tanto que puede verle la rosada lengua detras de los dientes pequenos y redondos, como perlas semienterradas. «Oh, que, amigo nos es Cristo», entiende que dicen las primeras palabras, lentamente, como si sacaran a rastras el peso de la cancion de algun pozo de dolor. «?El sintio nuestra afliccion!» Los feligreses a espaldas de Ahmad responden a las letras con grunidos de asentimiento y sies: conocen la cancion, les gusta. Por el pasillo lateral un kafir, uno de los mas altos, con un traje amarillo limon, llega con el platillo en una mano enorme, de nudillos colosales; en comparacion con la mano, el cepillo parece un platito de cafe. Lo entrega a la fila donde se sienta Ahmad, este lo pasa rapido, sin dejar nada; le da la sensacion de que el plato intentara levantar el vuelo de su mano, tal es la sorprendente ligereza de la madera, pero el lo baja al nivel de la nina que tiene al lado, la cual alarga sus manos morenas e inquietas, ya no demasiado pequenas, para tomarlo y seguir pasandolo. Ella, que lo ha estado mirando con brillantes ojos caninos, se le ha acercado un poco, de modo que su enjuto cuerpecito le toca, apoyandose en el tan suavemente que debe de pensar que no la nota. Ahmad, tenso, no hace caso, todavia se siente un intruso, y mira al frente como si quisiera leer los labios de los que cantan con tunicas. «Y nos manda que contemos», cree entender, «todo a Dios en oracion.»

A Ahmad tambien le gusta rezar, la sensacion de verter la voz queda de su cabeza en un silencio que aguarda a su lado, de verter una parte invisible de si mismo en una dimension mas pura que la tridimensionalidad de este mundo. Joryleen le ha dicho que cantaria un solo, pero permanece en su hilera, entre una mujer mayor y gorda y una flaca del color de cuero seco. Todas tremolan levemente en sus lustrosas tunicas azules y mueven las bocas acompasadamente de modo que Ahmad no sabria decir que voz es la de Joryleen, quien tiene la mirada fija en el director del pelo alborotado y ni por un momento la desvia hacia el, pese a que se ha expuesto al fuego del infierno al aceptar la invitacion. Se pregunta si Tylenol estara entre la congregacion depravada a sus espaldas; le dolio el hombro un dia entero en la zona que Tylenol habia apretado. «… Es porque no le ha dicho», canta el coro, «todo a Dios en oracion.» Las voces conjuntadas de todas esas mujeres, con las mas graves de los hombres de la hilera de arriba, tienen una calidad imponente y majestuosa, como un ejercito que avanzara sin temor a los ataques. La diversidad de gargantas se funde en un unico sonido organico, incontestable, quejumbroso, muy alejado de la voz solitaria del iman entonando la musica del Coran, una musica que penetra en los espacios de detras de tus ojos y se hunde en el silencio de tu cerebro.

El organista da paso a un ritmo diferente, supuestamente marchoso, tachonado de golpes: se trata de una percusion originada detras del coro por un instrumento, un conjunto de varas de madera, que Ahmad no puede ver. Los alli reunidos acogen el cambio de tempo con murmullos de aprobacion, y el coro empieza a seguir el ritmo con los pies, con las caderas. El organo emite un sonido liquido, como de zambullida. La cancion se va despojando de la vestidura de sus versos, que cada vez son mas dificiles de entender: dicen algo de pruebas, tentaciones y problemas en cualquier parte. La mujer flaca y chupada que esta junto a Joryleen da un paso al frente y, con una voz casi masculina, de hombre meloso, pregunta a la congregacion: «?Quien es ese amigo fiel con quien podemos compartir las penas?». Detras de ella el coro entona una unica palabra: «Plegaria, plegaria, plegaria». El organista se prodiga arriba y abajo del teclado, aparentemente a su aire pero sin extraviarse. Ahmad no sabia que el organo tuviera un registro tan amplio, los acordes van ascendiendo sin limite. «Plegaria, plegaria, plegaria», sigue cantando el coro mientras deja al organista desplegar su solo.

Luego llega el turno de Joryleen; da un paso adelante y la reciben algunos aplausos, sus ojos rozan la cara de Ahmad antes de volver el ovalo, todo labios, de su propio rostro hacia el publico que queda detras de el y despues hacia mas arriba, a la galeria. Toma aire; el corazon de Ahmad se detiene, temeroso por la chica. Pero su voz se desovilla en un filamento luminoso: «?Somos debiles y vivimos llenos de temores y tentaciones?». Es una voz joven, fragil, pura, con cierto temblor hasta que Joryleen consigue dominar los nervios. «A Jesus, tu amigo eterno», canta. Su voz se sosiega, adquiere un tono metalico, con un matiz aspero, y a continuacion escala en repentina libertad hasta un chillido que se asemeja al de un nino que suplica que le abran la puerta. Los fieles aprueban en susurros el atrevimiento. Joryleen grita: «?Te desprecian tus amih-hih-gos?».

«Eh, ?en serio lo hacen?», apunta la mujer gorda que tiene al lado, inmiscuyendose, como si el solo de Joryleen fuera un bano templado demasiado apetecible para no aprovecharlo. Pero se ha sumado no para echar a Joryleen sino para unirse a ella; al oir esta otra voz junto a la suya, la chica prueba algunas notas en otro registro, armonicas, de modo que su joven voz se vuelve mas audaz, llevada en volandas casi a la inconsciencia. «En sus brazos», canta, «en sus brazos, en sus brazos carinosos paz tendra, oh si, gloria bendita, tu corazon.»

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