Fue entonces cuando mis ojos repararon de pronto en un nombre escrito en el centro del texto del maestro.

Giulietta Tolomei.

Escudrine histerica la pagina a la luz de la lampara de noche. Pero no, no me habia equivocado: tras algunas divagaciones iniciales sobre la dificultad de pintar la rosa perfecta, el prolijo maestro Ambrogio habia escrito paginas y paginas sobre una joven que casualmente se llamaba igual que yo. ?Coincidencia?

Me recoste en la cama y empece a leer el diario desde el principio, consultando de vez en cuando los textos sueltos en busca de referencias cruzadas. Asi dio comienzo mi viaje a la Siena de 1340, y mi acercamiento a aquella mujer que habia llevado mi nombre.

II. I

Y en tu nueva apariencia mortal has de seguir cuarenta y dos horas.

Siena, 1340

?Ay, eran presa de la fortuna!

Llevaban tres dias de camino, jugando al escondite con el desastre y alimentandose de un pan duro como una piedra. Por fin, ese dia, el mas caluroso y aciago del verano, estaban tan cerca de su destino que fray Lorenzo pudo divisar las torres de Siena brotando embelesadoras en el horizonte. Alli, por desgracia, era donde su rosario perdia todo su poder protector.

Sentado en su carreta, bamboleandose agotado tras sus seis companeros de viaje a caballo -todos monjes como el-, el joven fraile ya habia empezado a imaginar el chisporroteo de la carne asada y el efecto balsamico del vino que los esperaban en su destino cuando una docena de siniestros jinetes salieron al galope de un vinedo entre una nube de polvo y rodearon al pequeno grupo con las espadas en ristre, cortandoles el paso en todas las direcciones.

– ?Saludos, forasteros! -bramo el capitan, desdentado y mugriento pero esplendidamente vestido, sin duda con las ropas de victimas anteriores-. ?Quien osa invadir las tierras de los Salimbeni?

Fray Lorenzo tiro de las riendas para detener a los caballos, mientras que sus companeros de viaje hacian lo posible por situarse entre la carreta y los bandidos.

– Como podeis ver, noble amigo, somos humildes hermanos de Florencia -contesto el monje de mayor edad, mostrando como prueba su cogulla de burdo pano.

– Aja. -Frunciendo los ojos, el cabecilla de los bandoleros miro a los supuestos monjes hasta que su vista se poso en el rostro aterrado de fray Lorenzo-. ?Que tesoro ocultais en la carreta?

– Nada de valor -respondio el mismo monje, haciendo recular un poco a su caballo para cerrar aun mas el acceso del bandido a la carreta-. Dejadnos pasar, por favor. Somos hombres de Dios y no representamos amenaza alguna para los vuestros.

– Este camino pertenece a los Salimbeni -senalo el capitan, subrayando sus palabras con la espada, una senal para que sus companeros se acercaran-. Si quereis usarlo, debeis pagar un peaje. Por vuestra seguridad.

– Ya hemos pagado cinco peajes a los Salimbeni.

El bandido se encogio de hombros.

– La proteccion sale cara.

– Pero ?quien iba a atacar a un punado de hombres santos camino de Roma? -arguyo el otro con persistente calma.

– ?Quien? ?Los despreciables perros de los Tolomei! -Como refuerzo a sus palabras, el capitan escupio dos veces en el suelo, y sus hombres no tardaron en hacer lo mismo-. ?Esos bastardos ladrones, violadores y asesinos!

– Por eso mismo, prefeririamos llegar a Siena antes de que anochezca -observo el monje.

– No esta lejos -replico el bandido senalando con la cabeza-, pero las puertas se cierran temprano ahora, por las graves intromisiones de los perros rabiosos de Tolomei en la vida tranquila de la gente buena e industriosa de Siena y en particular, debo anadir, de la distinguida y benevolente casa de Salimbeni, a la que representa mi noble senor.

La banda recibio con grunidos de apoyo el discurso de su capitan.

– De modo que, como bien podeis apreciar -prosiguio-, gobernamos, con toda humildad, eso si, este y casi todos los caminos de las inmediaciones de esta digna republica (la de Siena, claro esta), por lo que os aconsejo encarecidamente, de amigo a amigo, que pagueis ya el peaje para poder continuar viaje y colaros en la ciudad antes de que esta cierre sus puertas, momento a partir del cual los viajeros indefensos como vos son presa de las bandas de malandrines de los Tolomei, que, despues de oscurecido, salen a asaltar y a otras cosas que esta feo mentar en presencia de hombres santos.

Cuando el bandido concluyo su discurso se hizo el silencio. Agazapado en la carreta tras sus companeros, sosteniendo apenas las riendas, fray Lorenzo noto que el corazon le daba botes en el pecho, como buscando un lugar donde esconderse y, por un instante, creyo que iba a desmayarse. Habia sido uno de esos dias de sol abrasador sin una brizna de aire que le recordaban a uno los horrores del infierno. Para colmo, se habian quedado sin agua hacia ya muchas horas. Si fray Lorenzo hubiese estado a cargo de la bolsa, habria pagado gustoso a los bandidos con tal de poder seguir adelante.

– Muy bien, ?cuanto pedis a cambio de vuestra proteccion? -inquirio el monje superior, como si hubiera oido la suplica silenciosa de fray Lorenzo.

– Depende -sonrio el bandido-. ?Que llevais en la carreta y que valor tiene para vos?

– Llevamos un ataud, noble amigo, con el cadaver de la victima de una terrible plaga.

Al oirlo, los bandidos retrocedieron, pero su capitan no era tan facil de disuadir.

– Bueno -dijo con una sonrisa aun mayor-, veamoslo entonces.

– ?No os lo aconsejo! -advirtio el monje-. La caja debe permanecer sellada; asi nos lo han ordenado.

– ?Ordenado? -bramo el capitan-. ?Desde cuando reciben ordenes unos humildes monjes? ?Y desde cuando - hizo una pausa de efecto y esbozo una mueca de satisfaccion- montan caballos criados en Lipica?

En el silencio que siguio a aquellas palabras, fray Lorenzo sintio que su fortaleza se desplomaba como un yunque hasta el fondo de su alma, amenazando con escaparsele por el extremo opuesto.

– ?Fijaos en eso! -prosiguio el bandido, sobre todo por divertir a los suyos-. ?Cuando se ha visto a un humilde monje con tan esplendido calzado? Eso… -senalo con la espada las ajadas sandalias de fray Lorenzo- es lo que deberiais haber llevado todos, mis descuidados amigos, para evitar el gravamen. Por lo que veo, aqui el unico hermano humilde es el mudo de la carreta; en cuanto a los demas, me apuesto las pelotas a que servis a algun generoso patron, no a Dios, y estoy seguro de que el valor de ese ataud, para el, supera con creces los cinco miserables florines que voy a cobraros por dejaros pasar.

– Os equivocais si nos creeis capaces de semejante gasto -replico el monje superior-. Dos florines es todo cuanto podemos pagar. No dice mucho de vuestro patron querer desvalijar a la Iglesia con tan desproporcionada codicia.

El bandido saboreo el insulto.

– ?Codicia lo llamais? No, mi pecado es la curiosidad. Si no me pagais los cinco florines, sabre lo que hacer. La carreta y el ataud se quedan aqui, bajo mi proteccion, hasta que vuestro patron los reclame personalmente. Me muero de ganas de ver al rico bastardo que os ha enviado.

– No protegereis mas que el hedor de la muerte.

El capitan rio con desden.

– El olor del oro, amigo mio, sobrepasa cualquier hedor.

– Ni una montana de oro lograria eclipsar el vuestro -replico el monje, dejando por fin a un lado su humildad.

Al oir el insulto, fray Lorenzo se mordio el labio y empezo a buscar una via de escape. Conocia lo bastante bien

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