duelo, y se llevasen a cabo todas esas cosas, llego una carta al hogar del rabino Rubinstein. ?Conoce usted al rabino, senor Winter?

– No.

– Es viejo, como yo. Esta retirado. Y recibio una carta de un hombre muerto, enviada pocos dias antes. Era del senor Stein, al que yo no conocia, me refiero a que el vivia en Surfside, que esta a muchas manzanas de aqui, senor Winter. ?Setenta? ?Ochenta? Como en otro mundo. Este hombre envia una carta al rabino, al que apenas conoce, porque en una ocasion se entero de que el rabino tambien procedia de Berlin, igual que el, y que asimismo era un superviviente de los campos, algo casi imposible. Y este hombre al que no conoci, Stein, dice en su carta: «He visto a Der Shattenmann.» Y el rabino conoce a este nombre, y por tanto se pone en contacto conmigo y con unos pocos mas, con la senora Kroner y el senor Silver, que en otro tiempo fuimos berlineses. Somos los unicos que pudo encontrar porque ahora todos nos estamos haciendo demasiado viejos, senor Winter, quedamos muy pocos y eramos ya tan pocos los que sobrevivimos a aquellos dias… Nos reunio y nos leyo la carta, pero ?quien sabia que hacer? No podiamos acudir a la policia. Nadie iba a ayudarnos y, por supuesto, tampoco sabiamos que creer. ?Quien iba a pensar que el estaba aqui, senor Winter? De todos los lugares que hay en el mundo, ?por que iba a venir a este? Y asi han pasado los meses; a menudo voy a casa del rabino y todos nos sentamos y hablamos, pero no son cosas que la gente quiera recordar mucho, senor Winter. Hasta hoy, porque igual que el pobre senor Stein de Surfside, al que yo no conocia y que ahora esta muerto, yo tambien le he visto aqui, y ahora el tambien me matara.

Las mejillas de la anciana estaban surcadas de lagrimas y su voz era un susurro de temor.

– ?Donde esta Leo? -dijo-. Ojala Leo estuviese aqui.

– ?Ese hombre, ese senor Herman Stein, se suicido?

– Si. No. Es lo que dijo la policia. Pero ahora, esta noche, en este momento estoy pensando algo diferente.

– Y los demas, el rabino…

– Tengo que hablar con ellos. -De pronto miro alrededor con ansiedad.

– Mi libreta. Mi agenda con todos mis numeros. Esta en mi apartamento.

– Yo la acompanare. Todo ira bien.

Sophie Millstein asintio con la cabeza y sorbio lo que quedaba de su te helado.

– ?Puedo haberme equivocado, senor Winter? Usted era policia. Ocurrio hace cincuenta anos y tan solo le vi un momento antes de que cerrasen la puerta de un portazo. En cincuenta anos la gente cambia mucho. ?Puedo haberme equivocado? -Meneo la cabeza-. Quisiera estar equivocada, senor Winter. Rezo por estar equivocada.

El no supo que decir. Penso: «Lo mas probable es que se haya equivocado.» Pero la historia que le habia contado era inquietante y no estaba seguro de que pensar acerca del suicidio de Herman Stein. ?Por que un anciano se suicidaria despues de enviar una carta? «Tal vez simplemente era viejo y se sentia inutil igual que yo. Tal vez estaba loco. O enfermo. Quizas estaba cansado de la vida. Podria haber un centenar de razones cuando a uno lo supera la tristeza y no se derrama ni una sola lagrima.» El no sabia que habria podido ser, pero de pronto quiso averiguarlo. Y experimento una sensacion que daba por desaparecida, borrada por la jubilacion y el implacable paso del tiempo. Algo habia espoleado lo mas profundo de su alma, alli donde las palabras y la mirada de panico de su vecina se habian convertido en factores de una ecuacion. Y se sintio obligado, como un ordenador alimentado con informacion, a dar con la respuesta.

– Senora Millstein, si esta equivocada o no ahora no es importante. Lo que importa es que se ha asustado y necesita hablar con sus amigos. Despues necesita dormir toda la noche y, por la manana, cuando todos estemos despejados, llegaremos hasta el fondo de todo esto.

– ?Me ayudara?

– Por supuesto. Para eso estan los vecinos.

La anciana asintio agradecida y alargo el brazo para coger la muneca de Simon. El bajo la vista y, por primera vez en todos los anos que hacia que la conocia, se fijo en el tatuaje borroso que habia en su antebrazo: «A- 1742.» El siete estaba escrito en estilo aleman, serpentino, con una marca cruzada.

Ya era noche cerrada.

Ambos cruzaron el patio cubierto por la implacable oscuridad. El calor les envolvia como si fuese lazos de seda. En el centro del patio habia una pequena estatua de un querubin semidesnudo tocando una trompeta. En otro tiempo, el querubin habia adornado una pequena fuente, pero hacia anos que estaba seca. El complejo de apartamentos era pequeno, un par de edificios gemelos de dos pisos estucados en beis y alzados uno frente al otro. Construidos durante el boom de Miami Beach en los anos veinte, tenian algunos toques de art deco: una entrada arqueada, ventanas redondas y una curva casi sensual en la fachada que les conferia cierta feminidad, como el suave abrazo de un antiguo amante.

La edad y un sol implacable habian tratado duramente a los apartamentos: zonas de pintura desconchada, aparatos de aire acondicionado que repiqueteaban en lugar de zumbar, puertas que chirriaban y se atascaban, las jambas hinchadas por la humedad tropical. En la entrada de la calle habia un cartel borroso: «The Sunshine Arms.» Simon siempre habia apreciado la metafora y se habia sentido comodo en la familiar decrepitud de los edificios.

Sophie Millstein se detuvo delante de su puerta.

– ?Quiere entrar primero? -pregunto.

El cogio la llave de su mano y la encajo en la cerradura.

– ?No deberia sacar su arma?

Simon nego con la cabeza. Ella habia insistido en que llevase el arma consigo y lo habia hecho, pero seria una locura blandirla; tenia suficiente experiencia para saber que el miedo de la anciana tambien le habia puesto nervioso y susceptible. Si empunaba el revolver era probable que disparase al senor o la senora Kadosh o al viejo Harry Finkel, sus vecinos del piso de arriba.

Abrio la puerta y entro en el apartamento.

– El interruptor esta en la pared -dijo ella, aunque el ya lo sabia porque aquel apartamento era un espejo del suyo. Alargo la mano y encendio las luces.

– ?Joder! -exclamo, sorprendido por una forma gris y blanca que se escurrio entre sus piernas-. ?Que demonios…!

– ?Oh, Boots, mira que eres malo!

Simon se dio la vuelta y vio a su vecina reprendiendo a un gato grande y gordo, que a su vez se frotaba contra las piernas de la anciana.

– Siento que le haya asustado, senor Winter. -Alzo al gato en brazos. El animal observo a Simon con irritante complacencia felina.

– No importa -dijo, sintiendo que el corazon se le salia del pecho.

Sophie Millstein se quedo en la entrada, acariciando al minino mientras Simon inspeccionaba el apartamento. Sin duda alli no habia nadie, a excepcion de un periquito en una jaula colocada en un rincon de la salita. El pajaro dejo escapar un chirriante graznido cuando el paso por su lado.

– ?Todo en orden, senora Millstein! -anuncio.

– ?Ha mirado en el armario? ?Y debajo de la cama?

Simon suspiro y dijo:

– Ahora lo hago.

Se dirigio al pequeno dormitorio y observo. Sintio una extrana incomodidad al estar en la habitacion que Sophie Millstein habia compartido con su esposo. Vio que era una mujer ordenada; un camison y una bata de color marfil yacian bien doblados a los pies de la cama, y la superficie de la comoda estaba limpia. Vio un retrato de Leo Millstein en un marco negro y otra fotografia en que aparecia el hijo de la senora Millstein y su familia. Era una fotografia de estudio, todos vestian traje y corbata, las mejores prendas de domingo. Reparo en un pequeno joyero sobre la comoda, una cajita elegante de laton labrado al que algun artesano habia dedicado su tiempo. ?Alguna reliquia familiar? Seguramente.

Abrio la puerta del armario y vio que Sophie Millstein habia conservado los adustos trajes de Leo, marron oscuro y azul marino, uno junto al otro, colgados en medio de lo que parecia un muestrario de vestidos

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