– Y tiene unos pechos que podrian hacer que un hombre mendigara por el suero de su leche.

John se puso las gafas de sol y sonrio a las senoras que volvieron la mirada hacia Hugh. No habia sido demasiado discreto al describir a la prometida de Virgil.

– Te criaste en una granja, ?no?

– Si, a cincuenta millas de Madison -dijo el joven con orgullo.

– Ya, pues yo no diria esas cosas sobre el suero de la leche si fuera tu. Las mujeres tienden a tomarse bastante mal que las compares con vacas lecheras.

– Si. -Hugh se rio y nego con la cabeza-. ?Que crees que ve esa chica en un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo? Quiero decir que no es fea, ni gorda, ni nada parecido. De hecho, esta muy buena.

Con veinticuatro anos, Hugh no solo era menor que John, sino que era, obviamente, mas ingenuo. Iba camino de ser el mejor portero de la NHL, la Liga Nacional de Hockey, pero tenia la mala costumbre de parar el disco con la cabeza. En vista de la ultima pregunta estaba claro que necesitaba un casco mas grueso.

– Echa un vistazo alrededor -contesto John-. La ultima noticia que tuve fue que la fortuna de Virgil rondaba los seiscientos millones.

– Si, pero el dinero no puede comprarlo todo -refunfuno el portero mientras empezaba a bajar las escaleras. Se detuvo para preguntarle por encima del hombro-: ?Vienes?

– No -respondio John. Se metio un cubito de hielo en la boca, luego dejo el vaso sobre una maceta, mostrando el mismo desinteres por el caro cristal de Baccara que habia mostrado por el whisky. Habia hecho acto de presencia en la fiesta de la noche anterior; habia dado la cara ese mismo dia. Por su parte ya habia cumplido, no tenia pensado quedarse durante mucho mas tiempo-. Tengo una resaca impresionante -dijo mientras descendia las escaleras.

– ?Adonde vas?

– A la casa que tengo en Copalis.

– Al senor Duffy no va a gustarle.

– Que pena -fue el comentario despreocupado de John cuando rodeo la mansion de ladrillo de tres pisos dirigiendose hacia el Corvette del 66 que estaba aparcado enfrente. El descapotable habia sido el regalo que se habia hecho a si mismo un ano antes, al fichar por los Chinooks firmando un contrato millonario con el equipo de hockey de Seattle. John amaba su Corvette clasico. Adoraba aquella gran maquina y todo su poderio. Ya se imaginaba quemando rueda sobre la autopista.

Cuando se despojo de la chaqueta azul, un destello rosado en lo alto del camino adoquinado reclamo su atencion. Lanzo la chaqueta al asiento de atras del brillante coche rojo y se detuvo para observar a la mujer que, con un corto vestido rosa, se escabullia entre las macizas puertas dobles. Golpeo el neceser beige contra la dura madera y una corriente de aire le alboroto docenas de tirabuzones oscuros sobre los hombros desnudos. Parecia envuelta en raso desde las axilas hasta la mitad de los muslos. El largo lazo blanco que adornaba el corpino del traje hacia poco por ocultarle el pecho. Tenia las piernas largas y bronceadas, y calzaba unas sandalias de tacon alto sin correas.

– Oiga, senor, espere un momento -lo llamo jadeante con un acento claramente sureno. Los tacones de sus ridiculos zapatos hacian un ligero «clic-clic» mientras bajaba a saltitos la escalera. El vestido era tan cenido que tenia que descender de lado y, con cada paso apresurado, le presionaba los pechos que sobresalian por la parte superior.

John penso en decirle que se detuviera antes de lastimarse. Pero lo unico que hizo fue cambiar el peso de un pie a otro, cruzar los brazos y esperar hasta que se paro al otro lado del coche.

– Creo que no deberia correr con eso -aconsejo.

Bajo dos cejas perfectamente arqueadas, unos ojos verde palido se clavaron en los de el.

– ?Es usted uno de los jugadores de hockey de Virgil? -pregunto, quitandose las sandalias y agachandose para recogerlas. Algunos de los brillantes rizos oscuros se le deslizaron sobre los hombros bronceados y le rozaron la parte superior de los pechos y el lazo blanco.

– John Kowalsky -se presento. Con esos labios exuberantes que invitaban a besarlos y ojos brillantes, le recordaba al mito sexual favorito de su abuelo: Rita Hayworth.

– Necesito salir de aqui. ?Puedes llevarme?

– Claro. ?A donde te diriges?

– A cualquier sitio lejos de aqui -contesto ella, lanzando el neceser y los zapatos al suelo del coche.

Una sonrisa se insinuo en los labios de John mientras se deslizaba en el Corvette. No habia planeado tener compania, pero tener a Miss Enero en el coche no era tan malo. Cuando ella se acomodo en el asiento del pasajero, arranco el motor y se puso en marcha. Se pregunto quien era y por que tenia tanta prisa.

– Oh, Dios -gimio ella mientras miraba como se alejaban de la casa de Virgil-. Deje a Sissy alli sola. Fue a recoger su ramo de lilas y rosas, ?y sali corriendo!

– ?Quien es Sissy?

– Mi amiga.

– ?Estabas invitada a la boda? -pregunto. Cuando ella asintio con la cabeza, John imagino que seria una dama de honor o algo por estilo. Acelero al llegar a los abetos y cuando atravesaron un camino de granjas con rododendros rosados, la estudio por el rabillo del ojo. Un bronceado saludable le tenia la piel suave y, al mirarla bien, se dio cuenta de que era mas bonita de lo que habia pensado en un principio, y bastante mas joven.

Ella miro hacia delante otra vez, el viento le alboroto el pelo que le revoloteo sobre la cara y los hombros.

– Oh, Dios mio. Esta vez he metido bien la pata -gimio, alargando las vocales.

– Si quieres te llevo de vuelta -ofrecio el, preguntandose que habria sucedido para que esa mujer dejara plantada a su amiga.

Ella nego con la cabeza, y las perlas que colgaban de sus pendientes le rozaron suavemente la mandibula.

– No, es demasiado tarde. Ya lo hice. Quiero decir, hace un rato que lo hice… o sea, esto… es algo que ya esta hecho.

John centro la atencion en la carretera. En realidad, que la mujer derramara lagrimas no le molestaba demasiado, pero odiaba la histeria y tenia el mal presentimiento de que esa mujer estaba a punto de ponerse histerica en su presencia.

– Eh… ?como te llamas? -pregunto, esperando evitar una escena.

Ella inhalo profundamente, tratando de soltar el aire lentamente mientras se apretaba el estomago con una mano.

– Georgeanne, pero todo el mundo me llama Georgie.

– Bien, ?Georgie que?

Ella se coloco la palma de la mano en la frente. Llevaba la manicura francesa.

– Howard.

– ?Y donde vives, Georgie Howard?

– En McKinney.

– ?Justo al sur de Tacoma?

– Acabare por lamentarlo -gimio, respirando agitadamente-. No puedo creer lo que he hecho. No quiero creerlo.

– ?Te estas mareando?

– Creo que no -sacudio la cabeza y tomo aire-. Pero no puedo respirar.

– ?Estas hiperventilando?

– No… Si… ?No lo se! -Lo miro con ojos asustadizos y humedos. Comenzo a aranar con los dedos la tela de raso que le cubria las costillas y el dobladillo del vestido se le subio un poco mas por los muslos suaves-. No me lo puedo creer. No me lo puedo creer -gimio entre grandes hipidos entrecortados.

– Pon la cabeza entre las rodillas -le ordeno, mirando brevemente a la carretera.

Ella se inclino un poco hacia adelante, luego se dejo caer hacia atras en el asiento.

– No puedo.

– ?Por que demonios no puedes?

– ?Tengo el corse demasiado apretado… ?Dios mio! -Su arrastrado acento sureno se hizo mas acusado-. La he liado bien esta vez. No me lo puedo creer… -continuo con la letania ya familiar.

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