– No le… -empezo el tecnico, pero Brunetti corto:

– Le dire que tenemos los resultados -y suavizando la voz, anadio-: No se preocupe. Es todo lo que le dire. Veremos si coincide con la sangre de alguna de las personas de la lista.

Bocchese le dio las gracias, se despidio cortesmente y colgo.

Brunetti bajo en busca de Vianello.

Les bastaron unos minutos para encontrar la concordancia de la sangre y un par de llamadas telefonicas para descubrir el posible movil. Piero Cogetto era un abogado recien separado de su companera, tambien abogada, con la que habia vivido durante siete anos. No tenia antecedentes de consumo de drogas y nunca habia sido arrestado.

Una vez Vianello tuvo ese indicio, con otras dos llamadas pudo completar la historia: al enterarse de que Cogetto era seropositivo, su companera lo dejo. Ella decia que se habia separado de el por su infidelidad, no por la enfermedad, pero los que la conocian recibian la explicacion con escepticismo. La segunda persona con la que hablo Vianello dijo que la mujer siempre habia mantenido que se habia enterado de la enfermedad de Cogetto porque alguien se lo menciono por error.

Despues de informar de sus averiguaciones a Brunetti y Pucetti, Vianello pregunto:

– ?Que hacemos ahora?

– Siendo seropositivo no puede ir a la carcel -dijo Brunetti-. Pero si, por lo menos, conseguimos que confiese que causo los destrozos de la farmacia, podremos cerrar el caso del vandalismo y darlo por resuelto. -Entonces se dio cuenta de que estaba hablando como Patta y agradecio que los otros no lo mencionaran.

– ?Crees que lo admitira? -pregunto Vianello.

Brunetti se encogio de hombros.

– ?Por que no? Las muestras de sangre coinciden, y una prueba de ADN confirmaria la coincidencia. Pero es abogado, y sabe que siendo seropositivo no podemos hacerle nada. -De pronto, sintio cansancio y deseo que todo aquello hubiera terminado.

– Si fue el, yo lo comprenderia -dijo Pucetti.

– ?Y quien no? -convino Vianello, aceptando tacitamente la idea de que el dottor Franchi era la persona que habia cometido el «error»-. Ire a hablar con el, si quieres -se ofrecio, dirigiendose a Brunetti. Y a Pucetti-: Podrias venir, y asi verias lo que es hablar con una persona que sabe que no puede ser arrestada.

– De esas las hay a montones -dijo Pucetti con gesto impasible.

CAPITULO 25

Le gustaba estar aqui, en el laboratorio, trabajando, preparando las formulas que ayudarian a las personas a recuperar la salud. Le gustaba el metodo, botes y frascos, alineados en el orden preciso, obedientes a su voluntad, segun el procedimiento que el consideraba optimo. Le gustaba la sensacion que experimentaba al desabrocharse la bata para sacar, del bolsillo del chaleco, la llave del armario. Siempre vestia traje completo, dejaba la americana en el despacho, colgada de una percha, y se ponia la bata encima del chaleco. Jersey, nunca: chaleco y corbata. ?Como iba el publico a saber que el era un profesional, un dottore, si no se presentaba vestido correctamente?

Los otros no pensaban asi. El ya habia comprendido que no tenia poder para imponer a rajatabla sus normas en materia de indumentaria, pero no transigia con que las mujeres llevaran la falda mas corta que la bata, habia prohibido las bambas a todo el personal y solo toleraba las sandalias a las mujeres, y en verano. Un profesional debia vestir como es debido. Adonde iriamos a parar si no.

Deslizo la cadena de oro entre los dedos hasta encontrar la llave del armario de toxicos. Se puso en cuclillas y abrio la puerta metalica, escuchando con agrado el suave chasquido de la cerradura. ?Habia en Venecia otro farmaceutico que se tomara tan en serio su responsabilidad para con los clientes? Recordaba que, anos atras, habia visitado a un colega que le habia invitado a pasar al cuarto de los preparados. Cuando ellos entraron, el cuarto estaba vacio y el habia visto que la puerta del armario de los toxicos estaba abierta y con la llave en la cerradura. Habia tenido que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de senalar el grave riesgo que suponia semejante negligencia. Alli podia entrar cualquiera: un nino que se suelta de la mano de su madre, un descuidero, un drogadicto… y Dios nos libre de lo que podia ocurrir. ?Era una pelicula o era una novela, en la que una mujer entra en una farmacia y se traga arsenico que alguien ha dejado olvidado? U otro veneno, no recordaba cual. De todos modos, la mujer era mala, por lo que quiza le estuvo bien empleado.

Saco el frasco del acido sulfurico, enderezo las piernas y lo deposito cuidadosamente en el mostrador. Luego, despacio, lo arrimo a la pared, para mayor seguridad. Repitio la operacion con otros frascos, que fue alineando, con las etiquetas hacia adelante, claramente legibles. Eran envases pequenos: arsenico, nitroglicerina, belladona y cloroformo. Puso dos a la derecha y dos a la izquierda del acido, de manera que la etiqueta de la calavera y las tibias quedara bien a la vista. La puerta del laboratorio estaba cerrada, como la tenia siempre: los otros sabian que debian llamar y pedir permiso antes de entrar. El asi lo habia dispuesto.

La receta estaba en el mostrador. Hacia anos que la signora Basso padecia aquella dolencia gastrica, y el habia preparado la formula ocho veces por lo menos, de manera que en realidad no necesitaba mirar la receta, pero un buen profesional no juega con estas cosas, y menos tratandose de algo tan delicado. Si; las dosis eran las mismas: acido clorhidrico y pepsina en proporcion de una parte por dos, veinte gramos de azucar y doscientos cuarenta gramos de agua. Lo que variaba de una a otra receta era el numero de gotas que el dottor Prina prescribia para tomar despues las comidas y que dependia del resultado de cada analisis. El era responsable de la exacta elaboracion de la solucion que debia suplir, en el estomago de la signora Basso, la falta de jugos gastricos.

La pobre mujer llevaba anos sufriendo aquella afeccion que, segun el dottor Prina, era cosa de familia, y merecia toda su atencion y simpatia, no solo por ser tambien feligresa de la parroquia de Santo Stefano y miembro de la cofradia del Rosario, lo mismo que su madre, sino tambien porque, ademas de cumplir con sus obligaciones de buena cristiana, soportaba su cruz en silencio. No era como aquel gloton de Vittorio Priante, con su papada y sus pies planos. Cuando entraba en la farmacia, no sabia hablar mas que de comida, comida y comida, de vino y de grappa, y mas comida. Seguro que habia mentido al medico acerca de sus sintomas, para que le recetara la solucion acida para la digestion. O sea que, ademas de gloton, era embustero.

Pero la profesion imponia estas obligaciones a quien pretendia ejercerla escrupulosamente. El podia alterar la solucion, haciendola mas fuerte o mas suave, pero eso seria traicionar su sagrada tarea. Por mucho que el signor Priante mereciera ser castigado por sus excesos y sus mentiras, el castigo estaba en las manos de Dios y no en las suyas. Sus clientes recibirian de el la atencion que habia jurado dedicarles; nunca permitiria que su criterio personal condicionara su trabajo. Eso seria antiprofesional, inconcebible. No obstante, el signor Priante deberia emular su templanza en la mesa. Su madre se la habia inculcado, al igual que la moderacion en todo. Hoy, martes, cenarian gnocchi, que ella hacia con sus propias manos, pechuga de pollo a la plancha y una pera. Nada de excesos. Y un vasito de vino, blanco.

Por inmoral, por lasciva que fuera la conducta de sus clientes, el no consentiria que sus principios eticos afectaran a su conducta profesional. Nunca se le ocurriria faltar a su juramento, ni siquiera en un caso como el de la hija de la signora Adami, una nina de quince anos a la que ya habian recetado medicamentos contra enfermedades venereas en dos ocasiones. Ello seria, ademas de pecado, una falta de profesionalidad, y ambas cosas eran anatema para el. Pero la madre tenia derecho a saber el camino que llevaba su hija y adonde podia conducirla. Una madre debe velar por la pureza de su hija, eso era indiscutible. Por consiguiente, el tenia la obligacion de procurar que la signora Adami conociera los peligros a los que se exponia la jovencita; era un deber moral, el cual nunca podia disociarse de su deber profesional.

Era indignante pensar en un sujeto como Gabetti, deshonra de toda la profesion, por su codicia. ?Como podia ser capaz de traicionar la confianza que el sistema sanitario habia depositado en el, programando visitas falsas? Y que escandalo que unos doctores, doctores en Medicina, se prestaran a semejante corruptela. Il Gazzettino de esta manana daba la noticia en primera plana, con una foto de la farmacia de Gabetti. ?Que pensaria la gente de los farmaceuticos, si uno de ellos era capaz de semejante ruindad? Y, una vez mas, la ley seria burlada. El hombre era muy viejo para ser enviado a la carcel, y todo se resolveria discretamente. Una pequena multa, quiza la inhabilitacion, pero no seria castigado, y esta clase de delitos, como todos los delitos, merecian castigo.

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