reconocio. Era el coronel Percy Harrison Fawcett, y su nombre se conocia en todo el mundo.

Era el ultimo de los grandes exploradores de la epoca victoriana que se aventuraron a internarse en zonas sin cartografiar con poco mas que un machete, una brujula y una determinacion que rozaba lo divino.1 Durante cerca de dos decadas, las historias de sus aventuras habian cautivado la imaginacion del publico: como habia sobrevivido en la selva sudamericana sin ningun contacto con el mundo exterior; como le habian tendido una emboscada miembros de una tribu hostil, muchos de los cuales nunca antes habian visto a un hombre blanco; como habia luchado contra piranas, anguilas electricas, jaguares, cocodrilos, murcielagos y anacondas -una estuvo a punto de aplastarle-; y como habia conseguido salir con la ayuda de mapas de regiones de las que ninguna expedicion anterior habia regresado. Se habia hecho celebre con el nombre «el David Livingstone del Amazonas», y parecia tener una capacidad de resistencia tal que algunos colegas lo consideraban inmortal. Un explorador estadounidense lo describio como «un hombre de voluntad inquebrantable, recursos infinitos y audaz»;2 otro dijo que «nadie poseia su resistencia caminando durante largos recorridos ni su excepcional olfato como explorador».3 La revista especializada londinense Geographical Journal, prestigiosa publicacion en el ambito de la geografia, observo en 1953 que «Fawcett marco el final de una era. Podria considerarsele incluso el ultimo de los exploradores que trabajaba en solitario. Los tiempos del avion, de la radio y de la expedicion moderna, organizada y generosamente financiada aun no habian llegado. Fawcett simbolizaba la heroica historia de un hombre contra la selva».4

En 1916, la Royal Geographical Society (RGS) le habia concedido, con la aprobacion del rey Jorge V, una medalla de oro «por sus contribuciones a la cartografia de Sudamerica». Y cada pocos anos, cuando surgia de la jungla, escualido y astroso, docenas de cientificos y lumbreras se agolpaban en la recepcion de la sede de la Royal Society para escuchar sus palabras. Entre ellos se encontraba sir Arthur Conan Doyle,5 quien segun mucha gente se habia inspirado en las experiencias de Fawcett al escribir su libro El mundo perdido, de 1912, en el que varios exploradores «desaparecen en lo desconocido» 6 de Sudamerica y encuentran, en una meseta remota, una tierra donde los dinosaurios se han salvado de la extincion.

Aquel dia de enero, mientras se dirigia hacia la plancha de acceso al barco, Fawcett se asemejaba inquietantemente a uno de los protagonistas de la obra de Conan Doyle: lord John Roxton.

Habia algo de Napoleon III, algo de Don Quijote, pero tambien algo que era la esencia del caballero hacendado ingles […]. Tiene una voz afable y unos modales discretos, pero tras sus ojos acecha la capacidad de desatar una ira furibunda y una determinacion implacable, tanto mas peligrosas por permanecer contenidas.7

Ninguna de sus anteriores expediciones podia compararse con lo que estaba a punto de emprender, y Fawcett apenas podia ocultar su impaciencia al sumarse a la cola de pasajeros que embarcaban en el Vauban. El transatlantico, publicitado como «el mejor del mundo», formaba parte de la elitista clase «V» de Lamport & Holt.8 Los alemanes habian hundido varios transatlanticos de la compania durante la Primera Guerra Mundial, pero este habia sobrevivido, con su casco negro veteado de sal, sus elegantes cubiertas blancas y su chimenea de rayas, que despedia nubes de humo al cielo. Los pasajeros llegaban al muelle en automoviles, la mayoria Ford, modelo T. Alli los estibadores ayudaban a cargar el equipaje en la bodega del buque. Muchos de los hombres que subian a bordo llevaban corbatas de seda y bombines; las mujeres lucian abrigos de pieles y sombreros emplumados, como dispuestas a asistir a un acontecimiento de la alta sociedad, algo que, en ciertos aspectos, estaban haciendo: las listas de los pasajeros de los transatlanticos de lujo se publicaban en los ecos de sociedad y eran escrutadas por las jovencitas en busca de solteros cotizados.

Fawcett avanzo con su equipo. Sus baules iban atestados de armas, comida enlatada, leche en polvo, bengalas y machetes artesanales. Tambien llevaba instrumental topografico: un sextante y un cronometro para determinar la latitud y la longitud, un barometro aneroide para calcular la presion atmosferica, y una brujula de glicerina que le cabia en el bolsillo. Fawcett habia escogido cada uno de estos objetos basandose en anos de experiencia; incluso la ropa que llevaba consigo estaba hecha de gabardina ligera e irrompible. Habia visto morir a hombres a consecuencia de descuidos aparentemente triviales: una mosquitera rota, una bota demasiado cenida…

Fawcett partia rumbo al Amazonas, una jungla casi tan extensa como Estados Unidos, para llevar a cabo lo que el denominaba «el gran hallazgo del siglo»:9 una civilizacion perdida. Para entonces, la mayor parte del mundo habia sido ya explorada y el velo de su encanto, alzado, pero el Amazonas seguia siendo tan misterioso como la cara oculta de la luna. Tal como apunto sir John Scott Keltie, antiguo secretario de la Royal Geographical Society y uno de los geografos mas prestigiosos de su tiempo, «lo que alli hay nadie lo sabe».10

Desde que Francisco de Orellana y su ejercito de conquistadores espanoles descendieron por el rio Amazonas en 1542, quiza ningun lugar del planeta haya exaltado tanto la imaginacion ni embaucado a tantos hombres arrastrandolos a la muerte. Gaspar de Carvajal, un fraile dominico que acompano a Orellana, comparo a las guerreras de la jungla con las miticas amazonas griegas. Medio siglo despues, sir Walter Raleigh afirmo que los indigenas tenian «los ojos en los hombros y las bocas en mitad del pecho»,11 una leyenda que Shakespeare traslado a Otelo:

Y los canibales que se comen entre si,

los antropofagos, y hombres cuyas cabezas

crecen bajo los hombros.

Lo que se sabia acerca de la region -con serpientes tan largas como arboles, roedores del tamano de un cerdo- resultaba tan inverosimil que nada parecia excesivamente fantasioso. Y la imagen mas fascinante de todas era la de El Dorado. Raleigh aseguro que aquel reino, del que los conquistadores habian oido hablar a los indigenas, abundaba tanto en oro que sus habitantes lo trituraban para convertirlo en polvo y luego lo soplaban «mediante canas huecas sobre sus cuerpos desnudos hasta que estos quedaban completamente brillantes, de pies a cabeza».12

Sin embargo, todas las expediciones que habian ido en busca de El Dorado acabaron en tragedia. Carvajal, cuyo ejercito habia estado buscando el reino, escribio en su diario: «Alcanzamos un [estado de] privacion tan grande que solo comiamos cuero, cinturones y suelas de zapatos, aderezandolo con ciertas hierbas, por lo que nuestra debilidad era tal que no podiamos mantenernos en pie».13 Unos cuatro mil hombres murieron en esa expedicion, debido a la inanicion o a las enfermedades, y a manos de los indigenas que defendian su territorio con flechas embadurnadas con veneno. Otras partidas que tambien iban en busca de El Dorado recurrieron al canibalismo. Muchos exploradores enloquecieron. En 1561, Lope de Aguirre lidero a sus hombres en una destruccion sanguinaria, gritando: «?Acaso cree Dios que, solo porque llueva, no voy a […] destruir el mundo?».14 Aguirre incluso apunalo a su propia hija, susurrandole: «Encomiendate a Dios, hija mia, pues estoy a punto de matarte».15 Antes de que la Corona espanola enviara fuerzas para detenerle, Aguirre advirtio en una carta: «Os juro, Majestad, con mi palabra como cristiano, que si cien mil hombres vinieran, ninguno de ellos escaparia. Pues los informes son falsos: no hay nada en ese rio salvo desesperacion».16 Los hombres de Aguirre finalmente se sublevaron y le mataron; su cuerpo fue descuartizado y las autoridades espanolas exhibieron la cabeza de la «Ira de Dios» en una jaula de metal. Sin embargo, durante tres siglos mas, numerosas expediciones siguieron buscando, hasta que, tras un elevadisimo coste en muertes y sufrimientos dignos de Joseph Conrad, la mayoria de los arqueologos concluyeron que El Dorado no era mas que una ilusion.

Fawcett, no obstante, estaba seguro de que el Amazonas albergaba un reino fabuloso. El no era un mercenario ni un chiflado mas; se trataba de un hombre de ciencia, que habia recabado durante anos pruebas que sustentaban su teoria: habia desenterrado artefactos, estudiado petroglifos y entrevistado a miembros de diferentes tribus. Y tras librar feroces batallas contra los escepticos, la expedicion de Fawcett habia sido financiada por las instituciones cientificas mas respetadas, entre ellas la Royal Geographical Society, la American Geographical Society y el Museum of the American Indian. Los periodicos aseguraban que pronto asombraria al mundo. El Atlanta Constitution declaro: «Se trata quiza de la aventura mas arriesgada y sin duda la mas espectacular de su clase jamas emprendida por un cientifico de renombre con el respaldo de

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